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Recordando a los muertos

  • Carlos Alberto Giraldo | Carlos Alberto Giraldo
    Carlos Alberto Giraldo | Carlos Alberto Giraldo
11 de marzo de 2010
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Son muchos muertos. Son de este país. Son de sus odios, de sus incomprensiones. Son del silencio y de los gritos amargos que nos separan. Son del campo y de la ciudad. Son de corbata y de zurriago. Son de la universidad y de las esquinas de las barriadas. Son de los apart amentos de madera y mármol y de los ranchos de plástico y latón. Son decenas, son cientos, son miles, son una montonera en la memoria y en los cementerios. Son los muertos de nuestra guerrita interna y de nuestra violencia cotidiana, tan ciega. Son colombianos únicos que ya no recuperaremos.

Ayer, en una charla sobre periodismo con estudiantes universitarios, los recordé. Traje de nuevo a la mente los recodos de los caminos y los caños de las aceras donde los he visto destazados y tiroteados. Volví a ver en mis recuerdos las cruces de madera clavadas para honrarlos antes de huir, antes de dejar todo abandonado en aldeas humeantes. Escuché otra vez a las madres que reclamaban los cuerpos de los que nunca regresaron de la noche y la niebla. Oí a los niños y las viudas llorando junto a los féretros y los álbumes repletos de fotos y esquelas ajadas de tanto acariciarlas con sus dedos lentos.

Hablé con los muchachos, en la clase, sobre el sentido de recordar aquellas muertes, aquellos muertos, aquel sufrimiento de quienes cargan un pesado fardo de melancolía e injusticia. Conversamos sobre la sustancia reparadora que es la verdad, sobre lo humillante y lacerante que son la desmemoria y la indiferencia. Se me ocurrió decirles a ellos que no hay que escribir contra nadie sino más bien contra las mentiras y sus trampas.

Escuché la voz de soldados, policías, detectives, guerrilleros, paramilitares, sicarios y mafiosos, ahogados todos en la sangre de sus disparos, fulminados por sus escupitajos de plomo.

Hubo un estremecimiento interior cercano al llanto, a un duelo que les debo y les debemos a todos, hermanos.

Pensamos en los secuestrados muertos, en los desaparecidos muertos, en los mutilados muertos, en los civiles muertos, en los niños muertos, en las mujeres muertas, en los ancianos muertos. También se nos ocurrió advertir que si no escribimos sobre sus muertes y sus vidas, si las arrojamos al barranco del olvido, entonces, igual, estaremos nosotros medio muertos.

Pero nos dijimos: qué hastío tener que hablar de tantos muertos, invocarlos, revivirlos, si no hacemos algo para que ya no nos acechen más, para que no nos roben el sueño y la esperanza. Para que no sean muertos eternos, para que no sean un bulto de huesos colgando de la mirada y las manos.

Quedamos de acuerdo en que no haremos necrologías y en que no vamos a idolatrarlos, porque de nada nos sirve. Menos vamos a llevar su contabilidad, tan odiosa. Pero vamos a aprender y a enseñar de ellos, de esos muertos, lo que nos dicen de este país cansado de años de luto.

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