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Rockódromo

14 de junio de 2013
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Terminamos por aceptar que ir a un concierto de rock es una experiencia asociada a largas filas, incomodidad, lluvia y pantano, alimentación e hidratación precarias y, en la mayoría de los casos, un sonido deficiente que lo salva el fanatismo que todo lo perdona. Ir a un concierto de rock en nuestro país es un acto de fe cercano a un castigo.

Mal acomodados en mangas improvisadas que se convierten en lodazales; arrumados en pequeños locales candidatos a incendio y muertos incluidos; amontonados en plazas de toros, y a veces bendecidos con permisos excepcionales otorgados por los administradores de estadios –aunque no son los espacios ideales- los rockeros vagamos errantes por espacios que invitan a desistir de la aventura de vivir en vivo el rock. Somos ciudadanos de tercera, sin valor estratégico, una fuerza callada que nunca ha alzado la voz, ni ha pedido o exigido nada.

Los Festivales Altavoz evidenciaron esas carencias que se remontan al mismo Ancón. Tres días de concierto, en sesiones que pueden alcanzar hasta las 12 horas por jornada, ponen a prueba el aguante y paciencia de un público conocedor y bien entrenado. Atrás quedaron esas peligrosas batallas campales entre punks y metaleros que no admitían la existencia de gustos diferentes a los suyos. Mucho antes que los hinchas del fútbol, aprendimos del respeto por la diferencia y la tolerancia. El rock es una conquista atribuible a varias generaciones que supieron armar alrededor suyo las bases de lo que en realidad es: una cultura rica, variopinta, en permanente evolución. Pero hace falta ese lugar acondicionado, perfecto y respetuoso. Ese espacio que ponga como destino obligado a nuestra ciudad, área metropolitana y departamento para espectáculos con músicos de verdad.

Las bases para crear una verdadera escena ya están montadas. Hay público conocedor. Hay incluso empresarios privados que han lanzado propuestas audaces para la construcción de una verdadero refugio para el rock y los montajes masivos que involucren otros sonidos, otros circos. Falta voluntad política o visión de futuro para rodear el proyecto de las condiciones ideales que deben incluir cargas impositivas menos disuasivas.

Quizás sea la hora de cambiar esa apatía y desinterés por acciones concretas que nos lleven a dignificar la ceremonia final del rockero nato.

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