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SOBRE PARQUES Y SELVAS

  • JOSÉ GUILLERMO ÁNGEL | JOSÉ GUILLERMO ÁNGEL
    JOSÉ GUILLERMO ÁNGEL | JOSÉ GUILLERMO ÁNGEL
10 de agosto de 2012
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Estación del parque (que pareciera el nombre de una estación de metro de una tira cómica) y que debería existir porque la ciudad debe ser nombrada con palabras que permitan sentir que la vida existe y con ella el nosotros.

Una ciudad debe ser una urbe y no solo un conjunto de cosas sobre un plano. En la urbe, que está conformada por las actividades de las personas en la ciudad, el espacio y su diseño configuran estilos de vida, formas de actuar y de reconocerse.

La urbanidad (que viene de urbe) es el comportamiento del hombre en la ciudad, que será bueno o malo según la configuración de la ciudad lo permita.

Somos el espacio en que vivimos y nos movemos, la cantidad de cielo y tierra que vemos, la relación con los otros y la intimidad que tengamos. De aquí la importancia de los parques como espacio público: deben invitar al descanso, al mirar, al conversar y a la dignidad.

Parque los hay de muchas formas: el parque francés, simétrico, llamado racional porque sus partes configuran una estructura por la que los hombres y mujeres se desplazan embelleciéndose con la geometría que ven y pisan.

Parques ingleses, para comer y desacelerarse al aire libre, parecidos a un campo de golf, en los que el espíritu se recrea con la naturaleza y el movimiento.

Parques japoneses, pequeños y bellos, para sentirse en el interior de una obra de arte.

Pero estos parques no los produce la naturaleza sino la ciudad que busca ordenarse. Por eso hay que embellecerlos con mobiliario, darles mantenimiento y estar atento a que se mantengan en orden.

Medellín tuvo muchos parques bellos: franceses como el de Bolívar, el de la América, Belén y el de Boston (para nombrar solo algunos) e ingleses como el de la Independencia. Y digo tuvo, porque ya no se sabe qué son. Si son.

Algunos de nuestros parques parecen extensiones selváticas de el Jardín Botánico y hasta demostraciones salvajes del trópico.

Las ramas de los árboles (debido a que las han dejado crecer sin control) intervienen el alumbrado público, dañándolo, y ya casi se meten entre las casas, poblando de hojas los entejados. Las raíces de los falsos laureles, rompen la superficie y ya ni murciélagos ni pajaritos aventureros paran ahí.

El parque más chiquito de la ciudad, de nombre Ricardo Olano (ciudadano que se preocupó por embellecer la ciudad), es una muestra del desorden creado por la indiferencia de quienes tienen que darles mantenimiento a los árboles (Empresas Varias, creo). Cada día lo barren, pero a los árboles los dejan al desgaire y a la selva. Ojalá comenzaran por este parque, para ensayar la belleza.

Acotación: a los parques les escribió Julio Cortázar, porque ellos son la ciudad en su manifestación más bella o terrorífica (como pasa en Las babas del diablo), todo depende.

En los parques, que hoy habitan a sus anchas los indigentes, debería admirarse la ciudad y, si es del caso (muy necesario por cierto) enamorarse. Se puede ser urbano, si hay voluntad política para ello.

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