Cinco décadas de conflicto armado en Colombia nos dejan, además de graves heridas sociales, una herencia preocupante: varias generaciones de víctimas y victimarios.
El desarrollo social del país sigue su marcha, pero es ineludible que para que éste sea notable y verdaderamente impacte a los más vulnerables, se tenga en cuenta a esas generaciones marcadas por la violencia.
La paz no solo implica visibilizar a las víctimas, sino también entender su complejidad. Tomar conciencia de que tanto éstas como los victimarios pertenecen a una estructura social de país que se ha caracterizado por la decadencia.
Por ello, la verdad es el primer paso para que los colombianos nos paremos en el borde de ese negro abismo, producto de esas prácticas de guerra atroces y de la incursión política en el conflicto.
Lo más letal y lesionador para las víctimas es tener que "aprender a vivir" en medio del dolor y el silencio. Más que la soledad provocada por la pérdida de sus seres queridos, han tenido que callar, seguir su vida como si nada hubiese pasado.
Su única alternativa ha sido la sumisión, en parte por el temor a ser victimizados de nuevo. Porque este mismo conflicto ha sabido silenciar sus palabras, volverlas, si acaso, una murmuración incómoda.
Bien dijo la socióloga María Teresa Uribe, que la sociedad les teme a las palabras de las víctimas porque ellas portan la verdad, una verdad que duele, que compromete y revela la crueldad de los victimarios, tanto por la brutalidad de los hechos, como por la culpa de haberlo permitido.
Hace poco, en un foro sobre víctimas organizado por la revista Semana, escuché el testimonio de César Mosquera, un campesino del departamento del Magdalena.
Los paramilitares lo visitaron en su finca de 30 hectáreas. Su abuelo se la había escriturado, pero ellos advirtieron que debía desocuparla porque les pertenecía.
César se opuso y entonces le quemaron el rancho y le cortaron uno a uno los dedos de la mano izquierda. Sus verdugos lo creyeron muerto, pero logró salir con vida.
Cuando los paramilitares se desmovilizaron, regresó a su finca pero fue detenido por el Ejército, acusado de pertenecer a las Farc.
Aún no se ha hecho el proceso de restitución de tierra, su finca ha pasado por cinco "dueños", mientras que él solo ha recibido un subsidio de 400 mil pesos como desplazado.
Después de terminado el evento, pensé que seguramente César saldría de allí y todos los demás lo olvidarían. Sí, está bien que las víctimas contemos nuestras historias y denunciemos a los victimarios. El gobierno parece comprometido con ello. ¿Pero después de esto qué? Para muchos, tras los aplausos y las palmaditas en la espalda, viene el abandono. Su pobreza, preocupaciones y problemas, siguen sin resolverse.
Las madres de los falsos positivos de Soacha salen frustradas de los juzgados; las de la Candelaria, en Medellín, gritan su frustración; los hijos de los desplazados creen en medio de la frustración de la pobreza urbana; los huérfanos de los militares muertos en combate ven con frustración las fotos de sus padres; los sobrinos de las víctimas de masacres de guerrilleros y paramilitares ven con frustración las noticias judiciales.
La frustración es ese sentimiento agudo que llevan entre pecho y espalda varias generaciones de colombianos. Y esa no es buena consejera cuando hay un propósito de paz.
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