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7 y 9
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14 de diciembre. Ya pasó el frente frío en La Habana. Esta noche de domingo, en la casa de Siboney, solo se siente el chirriar de los grillos del jardín. Abajo en la cocina Martina asa al carbón un cerdo, prepara unos frijoles negros con arroz blanco y guisa un boniato, una papa de sabor dulce. Estoy invitado a una cena cubana junto con las otras dos personas que están alojadas en esta casa que fue construida en 1965.
En la mesa está servido el jugo de fruta bomba (papaya). Sentados a la espera, Martina con Elena traen los platos y la comida. Hoy es el día de San Juan de la Cruz y se celebra de una manera especial en este hogar del sincretismo cubano: una mezcla de socialismo y catolicismo en la casa de una vieja líder del Partido Comunista que gusta adornar su sala con un atril y una Biblia abierta en el primer capítulo del evangelio de San Juan.
Todo tiene un sabor delicioso, pregunto por las recetas, sobre todo por la manera en que preparan los frijoles negros con cebolla. Pasado un rato, a los dos extranjeros los recoge un taxi y me quedo conversando con Martina y su hijo, un estudiante de ingeniería de la Universidad de La Habana.
De repente escuchamos, muy cerca, el sonido de un tambor. Las tonadas de la percusión se hacen más intensas y continuas. Desde el solar veo, en el caserón del lado, a un isleño negro, sin camisa, tocando el instrumento. Hay una mujer vestida con una túnica y gorro blanco, murmura mirando al cielo al ritmo de la música. Alterna el canto tenue con bocanadas de tabaco. Recordé los rituales de la cultura afro de San Basilio de Palenque, los de Cartagena y del puerto de Buenaventura.
Me devuelvo a la sala pero Martina ya no está, la alcanzo en el jardín antes de salir con su hijo y nieto como huyéndole a algo, a alguien.
—Esa es la brujería de la santería. Los espíritus se mueven y se pueden meter en la casa o en el niño. Regreso mañana — dice y se montan en un taxi, un Chieftain 1955. Regreso al solar y quedo atrapado en el humo y el olor del tabaco. El negro sin camisa le pega más y más al tambor, con mayor intensidad y fuerza. La mujer, de unos 40 años, empieza a cantar en una lengua africana, alternando con el español. Este es otro hogar del sincretismo cubano: socialismo más santería. Como no alcanzo a divisar bien el ritual subo hasta el segundo piso. Desde una ventana veo lo siguiente:
Un babalawo —el nombre lo supe después—, una especie de sacerdote emisario de un orisha, le ora a uno de los integrantes de la familia que está de cumpleaños. Por eso le rezan, tocan tambor y le cantan a su santo, San Juan de la Cruz, para que le dé prosperidad, lo proteja del mal e interceda ante Eleguá, deidad yoruba y que en Cuba es el Santo Niño de Atocha.
El babalawo, que viste de túnica, gorro blanco y en el cuello lleva un collar de piedras azules, canta a la velocidad del tambor. En ese instante sale de un cuarto un hombre negro —de dos metros, con un chaleco y gorro rojo con cascabeles— como si fuera un bufón de la Edad Media. Corre, salta, aplaude, hace un ruido con su boca como un pisco, el tambor parece imparable; la mujer cierra los ojos y chupa el tabaco, el babalawo se acerca al joven que evoca su nacimiento. Se le acercan otras dos personas, una joven y un niño; le tocan la cabeza y el tamborero empieza a disminuir el ritmo. Ahora los golpes son lentos y el canto es más hondo y se escucha en toda la cuadra.
Son las 10 p.m. y la ceremonia continúa. Parece que el niño llora, inconsolable, desesperado, pero el chillido viene de los balidos de un chivo que la mujer está degollando. La mujer, que no ha parado de cantar en la noche, esparce la sangre sobre el altar que hay en la casa. Luego asan lo que queda del chivo y se lo comen con viandas.
15 de diciembre
El Coppelia es un parque con decenas de árboles nativos. Pese al sol de las 11 de la mañana, está cubierto de sombra. Por cada tres personas que están sentadas en alguna de las bancas hay igual número de policías en las esquinas. Llevan puestos los trajes pantalón azul oscuro y camisa clara del mismo color. En la pretina del pantalón cargan una pistola 9 mm y miran para todos los lados en esta zona del centro que colinda con la Avenida 23, por donde pasan miles de habaneros a diario.
Faltan cuatro días para que sesione la Asamblea Nacional y las medidas de seguridad se refuerzan en toda la capital como si fuera a pasar algo en este país donde las cosas parecen cambiar cada 100 años. Sentado en una de las bancas del Coppelia le pregunto a un profesor de la Universidad de La Habana (me pide no citar su nombre), sobre la religiosidad popular y cuánto es el fervor por la Iglesia Católica en la isla.
—Cuando triunfa la Revolución, muchos hasta botaron los santos y otros los escondieron. El nuevo dios era Fidel, pero en los hogares cubanos se siguió rezando y en otros practicando la religión africana.
Relata que tras la visita de Benedicto XVI, en marzo de 2012, Raúl Castro aceptó devolverle a la Iglesia los templos que la Revolución tomó para poner mercados del Estado. Pero muchas de esas iglesias están cerradas y otras tienen los techos caídos. Cerca de la Quinta Avenida hay incluso una, que data del siglo XIX, que se la está comiendo la maleza.
El profesor, un habanero de 65 años, flaco, que tiene una voz nasal porque fuma desde los 15, asegura que el mismo Fidel Castro fue rezado por un babalawo cuando se puso más viejo y enfermo, y al pesar en su pasado la formación de los jesuitas, aceptó también la apertura de una Cuba para los orishas y el catolicismo.
***
Son las cinco de la tarde y Joel, el de ‘la marea azul’, me espera cerca del hotel Victoria, una edificación de principio del siglo XX. Cada vez que iba a La Habana, la poeta chilena Gabriela Mistral escogía uno de sus cuartos para hospedarse. Joel está recostado sobre la maleta del Lada; suena una canción de reguetón de otra banda cubana.
—Tenía entendido que esa música estaba prohibida.
—El Gobierno sacó una medida de que no se puede poner en las emisoras, pero en La Habana todos escuchamos reguetón. En las casas, los carros, los taxis, las discotecas, los restaurantes, en las calles —cuenta Joel. Se pone sus gafas oscuras y en vez de entrar al auto le pido que me acompañe hasta el Malecón para tomar unas fotografías.
En el camino confiesa que está loco por irse para los Estados Unidos, que su hermano, el que se fue en 2004, pidió su residencia. No ha contemplado escapar de esta gran isla en bote como hicieron miles de personas en 1993.
—Nunca dejaría a Miguel, mi hijo de 4 años, ni a mi esposa. En 2016 tengo la cita en la oficina de intereses de los Estados Unidos para que me den la visa y la residencia.
Joel mira hacia el mar, allá al norte, como intentando localizar el rostro de su hermano José, que a esta hora debe estar llegando del trabajo y abrazando a su esposa y a sus dos hijos. O tal vez está atrapado en su vehículo en el congestionado tráfico de Miami, o en un Walmart mercando mientras piensa en su hermano, en sus padres, en su sobrino Miguel y en las calles de centro Habana. Joel suspira.
16 de diciembre
Hoy recordé la crónica del escritor y periodista norteamericano Jon Lee Anderson en la que habla de los días que pasó en La Habana cuando empezó la investigación sobre la vida de Ernesto Guevara de la Serna, el Che.
En el texto, Diario de La Habana: Los años de la peste, relata el tedio que se sentía en la isla por la salida masiva de hombres, mujeres y niños hacia los cayos de la Florida, y la melancolía de los rostros de la gente en las calles. En una de esas, una mujer con ganas de morirse pronto, montada en una bicicleta, intentó tirársele al carro que Jon Lee conducía. Volvió a mi mente el desconsuelo y el tedio de Joel, de Martina y el de su familia. De esa cuarentena que escribió Jon Lee, de una ciudad “aislada del mundo exterior”. A bordo del Lada azul, llegando a la Plaza de la Revolución, quise decirle a este enfermero y taxista que acelerara a toda prisa, que algo tenía que pasar, que el estatismo y el bloqueo no iban a estar ahí para siempre. Que tanto en la primera y en esta segunda vez que visitaba la capital cubana, sentía que las medidas de Raúl Castro, —de eliminar la doble moneda, de permitir la compra y venta de carros y casas, la creación de restaurantes y “negocios” familiares—, iban a dinamizar la economía. Quise recalcarle que si ya los cubanos podían salir y volver a su país de manera legal, el mundo iba a presionar más a Estados Unidos y a los Castro para que la repartición de la pobreza cesara y se le abriera paso a la Cuba digna, conectada a la globalización de la cultura y de la información.
Pero no le dije nada. Seguimos subiendo hasta alcanzar el Memorial de José Martí y la gran explanada de 72 mil metros cuadrados; a la izquierda está el edificio del Ministerio del Interior con la imagen del Che y a la derecha el Ministerio de las Comunicaciones con la de Camilo Cienfuegos. En este mismo lugar Fidel Castro se echó decenas de discursos sobre el socialismo, la independencia cubana, las amenazas del imperialismo y el neoliberalismo. Ese jefe de Estado de cinco décadas, también convocó aquí el repudio nacional e internacional por el bloqueo comercial, económico y financiero contra la isla, que empezó en octubre de 1960. Peleó, tantas veces con su recordada y fluida retórica, contra 10 presidentes de Estados Unidos: Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan, Bush padre, Clinton, Bush hijo y Obama.
Son las 4 de la tarde y en la plaza veo, a lo lejos, a cuatro policías y a dos turistas japoneses tomando fotos. Reflexiono en una de las cosas que me dijo el profesor de la Universidad de la Habana, cuando le pregunté por el paradero de Fidel, que ya tiene 88 años.
—Sabemos que está en La Habana, pero ni Raúl debe de saber en qué punto.
Lea la primera entrega: La lenta llegada de McLuhan a La Habana