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Surcó adherido a un bastón los pliegues del bosque moscovita. Escuchó radio y cobijó del frío a sus desgastadas articulaciones, recluidas por voluntad en las cuatro paredes de una revolución fallida. En una cabaña de campo que en Rusia es una dacha, construida justo después de la Revolución rusa, se consumieron así los últimos días de “DIOMID”. Murió en 2020, con 98 años y tres vidas a cuesta. Su fin fue también el fin de los suyos, de la estirpe de espías que en la Guerra Fría de un mundo ya lejano hicieron de su existencia un arma.
O al menos eso pareció. Recientemente, y en vestigio de esas épocas, la opinión pública conoció que Estados Unidos espió a Angela Merkel, canciller de Alemania, con el apoyo del Servicio de Inteligencia de Defensa de Dinamarca. La remembranza, eso sí, termina rápidamente allí, enredada en la maraña de los algoritmos. De un lenguaje lejano del que alguna vez dominó con soltura “DIOMID”.
En su voz el material de las palabras era pesado y peligroso, como una bala, Una vez al mes, bajo el manto de la noche o la madrugada, según recordó en vida, atravesaba Berlín y el muro que alguna vez separó al capitalismo del comunismo. En un apartamento soviético lo esperaba otro anónimo igual que él, con quien, y en un acto que rozaba el romanticismo, compartía secretos murmurados, de voz a voz, en un correo humano interminable repleto de nombres en clave como DIOMID, usados y desechados al sabor de un vino espumoso.
“Así, con lo que se conoce como fuentes humanas, se configuró el espionaje antes y durante la Guerra Fría”, detalla Alejandro Rayran Cortés, Magíster en Diplomacia y Resolución de Conflictos de la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica) y docente de la Universidad Externado, “no había posibilidad de hackeos o ataques cibernéticos, como existen hoy”. La fragilidad del secreto era la fragilidad del cuerpo humano que lo albergaba.
Tanto se dijo en aquel apartamento berlinés de confidencias británicas, nombres, rutas y planes, que la vida de 400 espías más como “DIOMID”, pero leales a la Corona, acabó en manos soviéticas, despojadas del velo del secreto. La vida era entonces para él una doble apuesta, ficcionada entre el MI6, el servicio de inteligencia británico, para quien decía trabajar, y la KGB, el servicio de inteligencia soviético, para quien trabajaba.
“De todos los agentes dobles que trabajaron para el KGB, sin duda el más interesante y el gran traidor fue Blake”, señalaba en 2009 en una entrevista a El País de España el escritor inglés, John Le Carré, estudioso de la vida de los espías y maestro de novelas de suspenso. Los ingleses nunca dejaron de llamar a “DIOMID” con el nombre de pila con el que los traicionó, George Blake. Tal vez así se recordaban y le recordaban la sentencia que recae sobre el traicionado y el traidor: la desconfianza que se enquista y hace inviable la vida en común.
El que traiciona un vez...
Existía una coreografía tejida alrededor de la paciencia. De los sentidos del hombre que ve y habla y del hombre que escucha. El “correo” era tan preciado como la información. Como en un juego de ajedrez, la ubicación de una ficha justificaba riesgos. Hasta 11 meses tardaban los soviéticos en utilizar la información de “DIOMID”, cuidando que su improbable aliado no se revelara. Sabían que eso de la traición a los amigos puede ser una ciencia tan fantástica e inusual como la alquimia.
“Hemos enterrado juntos a nuestros soldados en Afganistán. No puede ser que nos tengamos que preocupar de que nuestros aliados nos espíen”, señalaba la canciller Merkel en 2013, cuando alumbraban los primeros rumores de que su celular había sido interceptado por la NSA, la Agencia de Seguridad Nacional norteamericana. “La confianza se ha dañado seriamente y hay que reconstruirla”.
“La inteligencia es un elemento básico para los Estados”, explica Rayran, “a través de ella pueden capturar información, procesarla y entregarla a los mandatarios. Todos los países la usan, algunos de forma mucho más robusta que otros como Reino Unido, Estados Unidos, Rusia o Israel. Es un elemento estratégico dentro de la geopolítica. Claramente, la inteligencia se utiliza con los enemigos, para saber la información de sus posibles amenazas. Pero tu no le haces inteligencia a los aliados”. No debería ser necesario.
“La OTAN, por ejemplo, es una alianza militar que permite la cooperación respecto a la información de inteligencia que reúnen los Estados”, explica Mauricio Jaramillo Jassir, docente de la Universidad del Rosario con maestría en Seguridad Internacional de Sciences Po Toulouse (Francia). Compartir en oposición a infiltrar y robar. La empresa por dotar de transparencia, confianza y unos mínimos de acuerdo a la inteligencia, una tarea que parece destinada a estar en los márgenes oscuros de la diplomacia, es una tarea de larga data.
La difusa línea que la separa del espionaje es la misma que separa legalidad de ilegalidad. Desde los tiempos de “DIOMID” los Estados parecen jugar a ambas. Dwight Eisenhower fue el primero en proponer, en 1955, que Estados Unidos y Rusia firmaran un acuerdo en el que se permitieran mutuamente vuelos de reconocimiento aéreo en sus respectivos territorios, con pocas horas de aviso. De esa manera cada Estado podía observar de primera mano los movimientos del otro, sin que ninguno de los dos se arriesgara a tensar mucho la cuerda en operaciones secretas.
El tratado de Cielos Abiertos entró en vigencia en 2002 con más de 30 países firmantes y estuvo políticamente vivo hasta noviembre de 2020, cuando el entonces presidente de EE. UU., Donald Trump, se retiró de él. “Hay una creciente desconfianza entre los Estados. Entre Europa y Estados Unidos, entre Occidente y Rusia, entre Rusia y algunos países de Europa central y oriental”, señala Jassir, “la inteligencia no es nueva, pero dada las tensiones geopolíticas actuales, ha adquirido mayor envergadura e interés”. Y un velo pronunciado de sospecha.
Una inherente condena del agente doble, que no puede borrar de su historia la mancha de la traición pasada. Tan importante o más que la inteligente, la contra-inteligencia destina recursos para evitar que enemigos, y ahora también aliados, accedan a información secreta. Para el agente de contra-inteligencia el desertor amigo es el traidor futuro. A ellos seguramente llegó la revelación, en 1961 y tras 10 largos años de espionaje, de que el George Blake que creían certero era solo la capa más superficial de “DIOMID”.
¿Derechos humanos?
De “DIOMID” se decían en general cosas amables. De esas que describen a un buen vecino de cualquier suburbio aburrido, contaron las agencias y medios internacionales que siguieron su historia. Allí reside tal vez la crueldad del espionaje, el arte deliberado de hacerse cercano al otro para romper con él. Tenía un gran don de gentes, se acató apenas a señalar cuando, con ayuda de otros prisioneros, huyó de una cárcel británica donde planeaban encerrarlo 42 años.
Su escape contribuyó a la larga mitología sobre el material del que están hechos los espías. Escaló los muros de la prisión con una escalera de cuerda hecha con agujas de tejer. Camuflado en el maletero de un coche, cruzó el Canal de la Mancha y atravesó Europa Occidental sin ser descubierto. Sus socios, activistas anti-nucleares que durante esos años veían en Estados Unidos y en sus aliados los enemigos a derrotar, lo dejaron a las puertas del Muro de Berlín, donde ya le fue fácil comunicarse con el KGB. Fue recibido como un héroe a la Unión Soviética.
Esa fue tal vez su última traición conocida. Fue celebrado en el mundo comunista, dejando a un lado la modestia y el silencio propios del espionaje. Su exposición dejó en ridículo a las agencias de inteligencia del Reino Unido, que aún conservan con cuidado detalles de la trama. Esa tensión entre el secreto y la publicidad, entre la oscuridad y la luz, ha puesto contra las cuerdas a la democracia.
“Con el constitucionalismo y la instauración del Estado de Derecho, el secreto y el desconocimiento por parte de los gobernados de los asuntos públicos deja paso al principio de la publicidad como requisito imprescindible para el debate democrático que exige la formación de la voluntad popular”, escribe Ana Aba Catoira, investigadora de la Universidad de La Coruña, en El secreto de Estado y los servicios de inteligencia, “así las cosas, la publicidad se convierte en un principio general de los Estados democráticos de Derecho, pero que también admite excepciones que dan entrada a la utilización del secreto”.
La defensa exterior y las relaciones internacionales son ámbitos en los que los Estados actúan bajo secreto. “Se pone de manifiesto la conflictividad que existe entre el derecho de acceso a la información y el ocultamiento por el Estado de la misma”, escribe Catoira, “o entre los llamados servicios de inteligencia y el propio sistema de derechos fundamentales como garantía de libertad y elementos de control del poder a través de su efectividad”.
“La inteligencia y la contra-inteligencia tienen un papel fundamental para la seguridad de las naciones. No hay que mirarlas de forma negativa, pero hay que establecer unos parámetros de funcionamiento”, señala Rayran, “ por ejemplo, cómo sustraer información de las fuentes humanas”. Hay formas de otras.
“Los Estados firmaron convenios contra la tortura. Las leyes internas tienen que tener sus guías de inteligencia adaptadas al derecho internacional humanitario”, dice Rayran. En los bordes del secreto germinan y crecen las conspiraciones. Serguéi Skripal, de 66 años, fue envenenado en marzo de 2018 a plena luz del día en un centro comercial de Londres. Condenado a 13 años de cárcel por un tribunal moscovita que lo declaró culpable de trabajar para los servicios secretos británicos, Skripal es apenas uno de los agentes dobles rusos que han muerto en los últimos años en extraños acontecimientos.
Casi 12 años antes, el también exespía Alexander Litvinenko falleció tras ingerir polonio depositado en la taza de té que bebía, en un asesinato que enfrentó a Reino Unido con Rusia y puso de relieve, una vez más, la cuestión de hasta dónde serían capaz de llegar los servicios de inteligencia. “El avance tecnológico modernizó la inteligencia”, finaliza Rayran, “pero hoy algunos Estados están dando la directriz de volver a usar métodos antiguos de recolección y cuidado de información, así se evitan los riesgos digitales”.
Regresar a los tiempos que se creían ya culminados de “DIOMID”. Vivió sus últimos años en la dacha que el comunismo le otorgó de forma vitalicia por sus servicios. Dejó de ser George Blake, abandonó el traje de “DIOMID” y fue entonces Georgi Ivanóvich Bechter. Con esa identidad obtuvo paz y felicidad, dijo en un par de entrevistas antes de morir. En alguna de ellas unos norteamericanos le preguntaron si se consideraba un traidor. “Para traicionar primero tienes que pertenecer”, señaló, “y yo nunca pertenecí”. Quizá ese es el destino real de un espía, no pertenecer en el fondo a ninguna bandera.