Nadie sabe, con real certeza, cómo ni por qué llegó un sepulcro tan bello al municipio de Andes, Antioquia. Una sola pieza, tallada en madera y recubierta con laminilla de oro florentino, enmarca los cuatro cristales que protegen, desde hace 110 años, el cuerpo yacente de Jesús.
No hay documentos ni registros oficiales. Sin embargo, se dice que fue hecho en Barcelona, España y que desde allí habría viajado por mar hasta el puerto de Barranquilla, navegado por el río Magdalena hasta conectar en Puerto Berrío con el antiguo Ferrocarril de Antioquia. Los rieles lo habrían llevado hasta Bolombolo y ahí habría terminado su viaje, en 1912, mucho antes de llegar a su destino real: Popayán, Valle del Cauca.
Que fue un error entonces, dicen muchos, tras el que estarían las manos de un sacerdote −monseñor Efrén Montoya Arango− o las de un miembro de una familia que tampoco se sabe si existió: los Escobar −Juan Bautista Escobar o Felipe Escobar−.
Cualquiera de estos tres personajes, cuentan en el pueblo, visitó Europa para realizar diligencias personales y, con la intención de otorgarle un detalle al municipio, comprar la pieza en cuestión. “Se dice que era un sepulcro más modesto, que era otro”, relata el padre Manuel Guillermo Laverde, nacido en Andes y actual párroco −desde hace cinco años− de la iglesia principal, “pero el que llegó fue este, mucho más bonito, de madera fina y recubierto de oro”.
La recepción del envío ocurrió en silencio. Nadie comentó que se trataba de un paquete equivocado, lo montaron con soltura en un coche de caballos y lo llevaron hasta la plaza. Al instante del descargue los habitantes del municipio, reunidos en torno a él, lo tomaron como propio. Las miradas fijas, curiosas y alegres fueron la confirmación de una certeza: ya jamás, nadie, podría llevárselo de allí.
“Claro, los agentes aduaneros se dieron cuenta, vinieron y dijeron ‘qué pena, el sepulcro de aquí no era este’, pero la familia Uribe dijo ‘no, cómo se lo van a llevar, si en Popayán tienen con qué comprarlo, nosotros también’”. La narración del padre Manuel es fiel a la historia que ha escuchado, como otros, desde niño. Con oro puro fue pagado el excedente de la compra, dice, desde entonces quedó como propiedad de esa familia. “Recuerdo que estando yo pequeño el Santo Sepulcro permanecía en una sala, como en un velorio: la urna con las cuatro velas encendidas. La gente iba y venía”.
Después de trasegar por varias manos, estuvo en la ciudadela educativa y quedó casi en el abandono. Ahora está en la iglesia como una pieza excelsa y es el protagonista de la procesión del Viernes Santo. Ningún andino falta al desfile, nadie sale de paseo por esas fechas, aunque llueva la asistencia es masiva.
No hay fiesta el viernes
Con motivo de una muerte, bajo el cielo más oscuro y hondo del año, se congregan miles de personas para observar la caravana que hace honores, no solo a la representación del cadáver de Jesús recién bajado de la cruz, sino también a la urna que lo separa del exterior.
Es la recreación casi idéntica de un funeral de Estado. La iglesia principal del municipio −la Parroquia Nuestra Señora de las Mercedes− es el punto de partida de la caminata que tiene como objetivo llegar al Templo San Pedro Claver, ubicado a kilómetro y medio, en el barrio San Pedro.
Con listón en pecho y coronas de flores en las manos, las instituciones del municipio, los colegios, el hospital, la Asociación de Televisión Comunitaria, las damas de honor, los caballeros y la banda marcial anteceden el paso de la urna que, cubierta por el humo del incienso, avanza lento apoyada en los hombros de diecisiete a doce personas.
El trayecto es de sendas proporciones, tanto que cuando llega la primera parte del desfile al templo de San Pedro, el sepulcro aún no ha logrado salir de la parroquia.
Todo el recorrido tarda cerca de tres horas: 180 minutos en los que solo se escucha música fúnebre y −hasta hace dos años− el canto en latín del Benedictus (o Cantico di Zaccaria) en cada esquina. “Benedictus Dominus Deus Israel, / quia visitavit et fecit redemptionem plebis suæ: Et erexit cornu salutis nobis, / in domo David pueri sui”. (Bendito sea el Señor, Dios de Israel, / porque ha visitado y redimido a su pueblo / suscitándonos una fuerza de salvación / en la casa de David, su siervo).
Los feligreses esperan el sepulcro, haciéndole una calle de honor, a las afueras del templo que tiene un tamaño mucho menor al de la iglesia principal. Ni la mitad de los asistentes al evento cabe en el recinto, por eso, la pieza ingresa apenas con los cargueros y unos cuantos acompañantes. Ya dentro, es ubicada en medio de los ramos y las coronas de flores, y permanece custodiada por la estatua de San Juan y la Dolorosa hasta el Domingo de Resurrección.
La gloria y el valor que decantan los andinos por el sepulcro nació, el siglo pasado, el primer día en que fue expuesto sobre las calles empedradas. “Gustó tanto que inmediatamente la gente se puso a preparar la Semana Santa en torno a él, los cotejos, las escuadras, todo se fue organizando para hacer la procesión más bonita del departamento”, expresa Hernán Darío Saldarriaga, presidente de la Sociedad de Mejoras Públicas de Andes.
El misterio en torno a su origen −que se ha extendido hasta monografías académicas y otros contextos como el cultural (se dice, por ejemplo, que Juan Bautista Escobar fue también dueño de un teatro municipal que era una réplica del Teatro Colón de Bogotá)− se aviva cada año durante estas fechas y obliga a repasar la historia de Andes a través de la tradición oral.
El pueblo es y nació grande, dice el escritor andino Juan Carlos “Kale” Vélez, no solo por ser la cuna del escritor Gonzalo Arango, sino también por servir de terruño a familias prestigiosas como la de su fundador Pedro Antonio Restrepo Escobar, padre del expresidente Carlos E. Restrepo.
Quizá la emblemática urna no llegó por error. “El pueblo nació con clase, con gusto. No creo que nos hayamos equivocado en todo lo bonito que tenemos”.
Una casa que cada año se convierte en un museo religioso
Desde el quicio de la puerta puede verse, colgado en la pared derecha, un gran trozo de tela roja con bordados gruesos en hilo dorado: un estandarte que es el abrebocas de la ostentosidad sagrada que se prolonga hasta el interior de las piezas y a lo largo del pasillo de la casa.
En la primera habitación, −donde suele estar la sala con sus muebles y una mesita central−, cabe ahora solo la estatua de la Dolorosa (Nuestra Señora de los Dolores). Es tan grande que es imposible mirarla a los ojos o explorar otros detalles que no sean los del pomposo vestido.
El artista detrás de la totalidad de las obras es Guillermo Arteaga, un andino que se dice “virgen” ante las puertas de una universidad, que ha aprendido todo a través de la práctica. “He sido totalmente empírico, cuando un niño se inclina por el canto empieza a cantar en el baño, ¿cierto? A mí me pasó lo mismo, pero con el arte, desde pequeño hacía muñequitos de barro, pesebres”.
Se ha mantenido firme en la producción de obras religiosas: divinos niños, vírgenes, réplicas del Santo Sepulcro, cuadros que representan escenas de la Biblia, “yo siempre tuve esa convicción y he tratado de quedarme en ella”.
Su propia casa la “desbarata íntegra” cada año para convertirla en un museo religioso. Desmonta las camas, guarda las sillas, el comedor y deja solo un pequeño espacio para él, un mueble individual y un televisor pequeño. A veces permanece así más tiempo del que dura la Semana Santa, “hasta tres meses más la he dejado”.
En la confección de un vestido puede tardar meses, él mismo corta, cose, borda. Una estatua completa, con el palio (similar a un toldillo) incluido, le lleva años de labores, un trabajo largo que es más bien una necesidad vital. “Aquí no se habla de rentabilidad, nada se vende, todo se colecciona”.
Como esperando ser visto solo después de acabado el recorrido, a mitad de pasillo un marco color oro −como casi todo− da soporte a una escena poco religiosa pintada al óleo: un par de esclavas, vestidas apenas con harapos, son intercambiadas por unas cuantas monedas.