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Fortunato vendía sus vacas para pagar la universidad de su nieta

Un campesino contador de historias vendió buena parte de su ganado para que Ana pudiera estudiar.

  • Fortunato forjó una relación cercana con su nieta desde que ella era pequeña y la llevaba los fines de semana a pasear en la finca de Entrerríos. FOTO carlos velásquez
    Fortunato forjó una relación cercana con su nieta desde que ella era pequeña y la llevaba los fines de semana a pasear en la finca de Entrerríos. FOTO carlos velásquez
  • Fortunato vendió las vacas sin pensar demasiado en el futuro del negocio. Foto: Carlos Velásquez.
    Fortunato vendió las vacas sin pensar demasiado en el futuro del negocio. Foto: Carlos Velásquez.
06 de mayo de 2023
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¿Quieren que les cuente una historia? Yo me puedo quedar todo el día contando historias.

Fortunato Pérez tiene 82 años, pero una jovialidad envidiable que demuestra en cada sonrisa. Hace chistes con frecuencia, muchos de ellos recordando su juventud, cuando paseaba, borracho, sobre el lomo de un caballo, y ofrecía una serenata a su enamorada. Cuando suelta un apunte, y antes de sonreír, balancea el cuerpo hacia atrás, como tomando aire, y entonces se ríe con generosidad.

La finca de Fortunato está en un pequeño plan bordeado por el río Grande, que va serpenteando.

—En ese río hay mucho oro, pero ya no dejan sacarlo. Una vez hubo una creciente y unas personas sacaron un montón, pero ya no dejan meter las dragas.

Fortunato sesea, como un paisa de antaño, y habla de la cordillera, pero usa un sombrero vueltiao que le da un aire tropical, aunque su finca esté por encima de los 2.400 metros sobre el nivel del mar. Es un torrente de historias, de anécdotas de tiempos perdidos. Es difícil encauzarlo en un solo relato, pero hay que irlo persuadiendo.

Fuimos hasta su finca, en Entrerríos, para conocer una de sus historias, la que involucra a Ana María, una de sus seis nietas. Hace poco más de un mes se hizo viral una tendencia en Twitter que consistía en contar experiencias con hombres tacaños. En hilos, muchas mujeres contaron historias de desplantes y humillaciones relacionados con plata. Entonces alguien sugirió lo contrario: qué tal contar historias de hombres generosos, que hayan ofrecido lo que tuvieran por alguien más.

Ana María entró en la tendencia y contó cómo su abuelo, un campesino de Entrerríos, le prometió que le iba a pagar la universidad. Fortunato apenas estudió hasta segundo de primaria, pero se expresa bien, con una dicción clara. Dice que es un montañero, y a veces se menosprecia, pero tiene muy claro el valor de la educación.

La nieta contó, en un hilo de Twitter que luego se hizo viral, que su abuelo le prometió estudio y le dijo que no iba a tener que endeudarse con una entidad financiera. Ella terminó el colegio con más dudas que certezas, sin saber muy bien qué quería hacer. Había pensado en veterinaria, pues con Fortunato había aplicado inyecciones, había visto crecer el ganado; pero no soportaba ver el dolor de los animales.

Entonces decidió estudiar Comunicación Gráfica en la Universidad de Medellín. Ella dice que su abuelo no entendió qué era esa carrera, pero no le hizo ningún reproche, por el contrario, la animó a empezar.

Lo conmovedor de la historia es que Fortunato fue vendiendo sus vacas para pagar cada uno de los semestres. Cuando se acercaba la matrícula, preguntaba a la nieta que de cuánto sería el “batacazo” esta vez. Entonces echaba cuentas y vendía cuatro o cinco vacas, sin pensar demasiado en el futuro del negocio. Lo más importante era que Ana María pudiera terminar la carrera, que pudiera salir adelante.

Fortunato vendió las vacas sin pensar demasiado en el futuro del negocio. Foto: Carlos Velásquez.
Fortunato vendió las vacas sin pensar demasiado en el futuro del negocio. Foto: Carlos Velásquez.

—¿Les cuento otra historia? Cuando yo era joven me robaban el ganado. Entonces me paraba desde la cordillera, con unos binoculares, y corría hasta el otro lado para que no se me llevaran las vacas.

—...

—¿Les cuento otra historia? En un tiempo yo solo tenía una vaca, que se llamaba La Pucha. Un día salí y no la vi y me di cuenta de que me la habían robado. Por un rumor la fui buscando y di con el ladrón, que la había vendido a una persona de San Pedro, ja, ja, ja, ja.

—Sí, Don Fortunato, pero termine primero la historia de Ana María.

—Ah, sí, la historia de mi nieta.

Fortunato tuvo que salir de buena parte de sus vacas para pagar los semestres, que cada vez se hacían más costosos. Al comienzo tenía que salir de una o dos reses, pero luego tuvo que vender cuatro o cinco. El ímpetu se mantuvo porque Ana María, consciente del esfuerzo, no fue inferior nunca al reto, y en la universidad la reconocieron por ser aplicada y supremamente juiciosa.

Cuando se graduó, Fortunato fue a ver los honores. No varió demasiado su atuendo: un sombrero —esta vez de estilo aguadeño—, una camisa de botones manga corta y color pastel, una pantalón café, correa y zapatillas sin cordones.

Ana María recuerda que su abuelo se levantó en medio del público, muy emocionado; en realidad, ella alzó la mirada cuando escuchó un bullicio: aplausos y silbidos. Cuando lo detalló, vio que estaba llorando.

—Es que yo estudié solo hasta segundo de primaria, pero tengo claro que la educación es lo más importante. Por eso vendí las vacas, porque quería que ella, que en parte se crió con nosotros y sus papás, tuviera esa oportunidad.

Ana María es hoy una profesional exitosa, que de tarde en tarde va a Entrerríos a visitar a su abuelo y a sus papás, que viven en el pueblo. Fortunato la recibe con amor, con las inagotables anécdotas de antaño.

—¿Les cuento otra cosa? Una vez, borracho, fui a darle una serenata a mi esposa, cuando éramos novios, y yo veía que la ventana se abría de a poquitos...

—Pero esa ya es otra historia, don Fortunato.

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