El tiempo en el refugio del Alto de San Miguel es eso que ocurre cada 300 metros. En línea recta, Felipe Molina y Daniel Hernández avanzan y se detienen en intervalos marcados con esa distancia. Allí esperan a que sus ojos se adecúen, enmarañados en el nudo de hojas y raíces que filtran la luz del sol. Los minutos pasan lento, al ritmo del choque del agua contra las rocas del río Aburrá. Nada parece estar ocurriendo, hasta que un aleteo sacude el tiempo.
Ambos, coordinador del Refugio y técnico, respectivamente, enfocan la mirada y la ocultan de inmediato en un par de binoculares. Celebran en silencio, temerosos de espantar la aparición. En un premio a la contemplación, el Alto de San Miguel regala la unicidad de una especie nueva. Avistadas por primera vez en el ecosistema de Medellín, 22 aves y mariposas han detenido y reiniciado el tiempo en 2020, un récord desde que se tiene registros en la ciudad.
En años anteriores el promedio fue de 8 avistamientos, un crecimiento del doble. “A más trabajo de campo, más posibilidad de avistar”, explican ambos, perdidos en la inmensidad del verde. En 2020 ellos y su equipo salieron a mirar el cielo unas 8 veces por mes, el doble de lo que podían hacer en años anteriores.
Van de gris, intentando mimetizarse, buscando el copete rojizo que ya vieron saltar de hoja en hoja. Gallo o gallito, porque los diminutivos son la regla; y de roca, porque ella, el Gallito de roca, una de las 22 especies descubiertas, hace sus nidos en rocas. De alas negras en los machos, y marrón en las hembras, revolotean en grupos grandes con su tamaño medio. Fáciles de ver pero nunca vistas en San Miguel.
Su descubrimiento, como el de las otras 21, revela el estado de los ecosistemas.
Un paro en el tiempo
San Miguel se asemeja a una cápsula. Una pequeña madriguera en la que aún viven y crecen bosques bulliciosos de vida, congelada en el tiempo desde 1993, cuando recibió la categoría de reserva ecológica.
Ese mismo año la Alcaldía de Medellín compró el 60% de los predios, unas 814 hectáreas (ha) del área total del refugio, estimada en 1.477 ha., para su conservación y protección.
“Desde entonces hay registros de fauna a los que siempre hay que volver cuando se trata de reportar una especie nueva”, señala Hernández. Es un pulso entre el instinto y la memoria. No basta con aguzar la vista y el oído, atentos al movimiento y el canto más débil del bosque, hay, también, que interpretar el sonido, escribir, fotografiar, recitar en latín las taxonomías.
1993
fue el año en que el El Alto de San Miguel recibió la categoría local de Reserva.
Ambos se dedican a ver los cielos con ojos de investigadores hace más de 5 años. Caminar los senderos lo hacen desde niños, cuando jugaban en los bosques de la vereda La Clara, el hogar del refugió en Caldas. Las bifurcaciones del terreno de San Miguel son líneas conocidas, pequeñas cicatrices que relatan su pasado y revelan un cambio del que se enorgullecen.
“Siendo pequeños, era normal tener caucheras y salir a cazar por diversión. No conocíamos ni entendíamos de conservación. Venían de afuera a decirnos lo valioso que era esto, pero todo se quedaba allí”, recuerda Molina. La apropiación fue un milagro aprendido. Solo se puede amar y proteger lo que se conoce.
“Cuando se declaró refugio, la estrategia fue primero hacer pedagogía ambiental. Que los pobladores más cercanos supiéramos de qué se trataba la conservación. La cosa cambió”, recuerda Hernández. “Ya no necesitábamos que vinieran de afuera a contarnos la importancia de este refugio. Nosotros lo habíamos descubierto por nuestra cuenta”.
Ya no hay caucheras. Los guardabosques se cuentan ya por el número de habitantes de La Clara. “La misma comunidad nos avisa si algún turista está haciendo algo indebido. Y si se encuentran serpientes u otros animales en sus casas, nos llaman. No les hacen daño”. Las aves y las mariposas, por supuesto, son las más llamativas y queridas. La pandemia ayudó a que sus avistamientos fueran más comunes.
El silencio de la pandemia
El refugio es una zona visitada por turistas de todo el Valle de Aburrá. Su clima, entre el cálido sol y corrientes de aire fresco, es un imán para los citadinos. La pandemía regresó el silencio perdido al ecosistema.
814
hectáreas del refugio pertenecen a la Alcaldía de Medellín.
“Fue mucho más común encontrar fauna en lugares a los que antes no se atrevían a salir”, reconoce Molina. Su ave favorita es un águila rapaz que vio por primera vez en San Miguel en 2016. Un año después vio a una segunda, lo que le permitió comprender que lo más probable es que una familia anidara en estas tierras.
“Estos hallazgos son el resultado de las labores de protección y conservación, con las cuales garantizamos condiciones ideales para la fauna y flora que allí habita”, explica Diana María Velilla, secretaria de M. Ambiente de Medellín.
El San Miguel no es el único refugio que muestra señales esperanzadoras. Otros como El Volador o Nutibara también han regalado avistamientos únicos. “Estas especies son indispensables para la renovación vegetal a través de la polinización y la dispersión de semillas” explica Velilla.
Solo en el San Miguel se alberga y aporta en un 16% a la biodiversidad del país según investigaciones realizadas entre 1999 y 2000. En 2020 el refugio siguió deteniendo el tiempo, los minutos en los que Felipe y Daniel sostienen la respiración a la espera de confirmar la revelación. 22 veces miraron al cielo este año y hallaron un milagro.
Algunas de las especies que se descubrieron: