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¿Cuál es la historia de Horizontes, la obra de Francisco Antonio Cano?

El artista nacido en Yarumal pintó Horizontes, su obra más emblemática, en 1913, cuando se cumplieron cien años de la Independencia de Antioquia. Es un retrato de la antioqueñidad, de lo que se supone que somos. Así se gestó.

  • Con la pintura Horizontes, el artista antioqueño Francisco Antonio Cano quiso compensar el apoyo a su educación y conciliar una deuda de gratitud con la ciudad. FOTO Fotografía Rodríguez. Biblioteca Pública Piloto. Archivo Fotográfico.
    Con la pintura Horizontes, el artista antioqueño Francisco Antonio Cano quiso compensar el apoyo a su educación y conciliar una deuda de gratitud con la ciudad. FOTO Fotografía Rodríguez. Biblioteca Pública Piloto. Archivo Fotográfico.
hace 3 horas
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Amar el arte en un territorio en el que ese amor apenas se está inventando requiere corazón e inteligencia. Cuando Francisco Antonio Cano (Yarumal, 1865-Bogotá, 1935) nació, el mundo ya había experimentado momentos cumbre gracias al trabajo de artistas y talleres que habían edificado, decorado, retratado, urbanizado y hasta demolido la obra de sus antecesores. Pero aquí, en la Yarumal del siglo XIX, el mundo era joven en ese sentido. Las montañas que no olvidan habían visto el trabajo orfebre y la cerámica de las comunidades indígenas, pero estos eran los tiempos del dibujo, el óleo, la pintura y otras técnicas que demoraban una eternidad en llegar sostenidas, y apenas, en el lomo de una mula.

Todo el pueblo había visto el talento del muchacho; Yarumal era poco para lo que él necesitaba. El sueño inicial era llegar a la capital y, luego de varios intentos y años de esfuerzo, la unión del colectivo y la hospitalidad de sus parientes Rodríguez Márquez le abrieron un hogar en Medellín en 1880, pero, sobre todo, un nuevo taller de aprendizaje y acogida.

No era cualquier casa. El hogar fundado por Melitón Rodríguez Roldán debía ser completamente diferente a cualquier otro, porque él era recursivo e inteligente, sabía de grabado, fotografía, dibujo, pompas fúnebres y muchos temas más. Su esposa, Mercedes Márquez Cano, era hospitalaria e inquieta, sobre todo porque en las noches tenía el talento para buscar en el espiritismo las razones que venían de luces y sombras, de susurros y fantasmas. Había jóvenes también en esa casa, hijos de la pareja, y entre ellos se destacaba Horacio Marino, con quien Francisco Antonio compartía afinidades, las del arte y la arquitectura. Fueron inseparables, casi hermanos, durante muchos años.

El tiempo transcurrió, lo hizo al ritmo de la naciente Medellín, que se desarrollaba con rapidez a finales del siglo XIX. La economía era próspera, el comercio del oro y el café trajo una riqueza que iría consolidando el orgullo regional, un proyecto modernizador y ansias de expansión. La tierra brusca se rendía ante la tenacidad del hacha y las peñas ariscas cedieron ante el Ferrocarril: si la geografía era domesticada, ¿qué podría faltar? Seguro había un plan perfecto para alcanzar el progreso, que parecía no tener un ritmo ascendente equiparable en el resto de Colombia.

Los proyectos políticos —unos conservadores y otros reformistas— se fueron sucediendo en terribles confrontaciones y guerras. La Constitución de 1886 se firmó y ocurrieron hechos funestos como la Guerra de los Mil Días, la separación de Panamá y una creciente y preocupante fractura nacional entre moderados y radicales. En este ambiente, Cano y su generación se hicieron mayores y partícipes de la consolidación del país bajo un espíritu modernizante.

Cano en París

Los jóvenes intelectuales antioqueños de finales del siglo XIX buscan reunirse en torno a la literatura, la escritura y la búsqueda de una identidad regional. El Casino Literario, una tertulia regentada por Carlos E. Restrepo que se reuniría desde 1887 hasta 1891, cumplía esa labor. Allí, un jueves de 7:00 a 9:00 de la noche, los contertulios compartían libros y textos escritos por ellos, e impulsaban la escritura de los más tímidos con una penalidad curiosa: quien no llevara algo para leer de su propia mano compensaba con dinero, tabaco, papel o tinta.

En esas reuniones, de las cuales se levantaban actas que hoy son conservadas en la Biblioteca de la Universidad de Antioquia, se consolidó un espíritu de conversación y debate que sería germen de otras sociedades e iniciativas. Allí leyeron obras como “Simón el Mago”, de Tomás Carrasquilla, y fue también aquel grupo testigo de la edición de Frutos de mi tierra, primera novela editada en Colombia, escrita por el mismo autor. El espíritu literario estaba acompañado del ánimo editorial. Nació en esa época la revista El Montañés, y en 1903 nació Lectura y Arte, fundada por Francisco Antonio Cano y Marco Tobón Mejía. Con todo ello, el taller del fotógrafo se unía y confundía con las asociaciones de pensamiento y conversación, junto con la consolidación de la ciudad, que se iba materializando con nuevos proyectos urbanos, como la construcción de la Catedral Metropolitana de Villanueva, cuyas obras se iniciaron en enero de 1890.

En 1897, Cano viajó a Bogotá para pintar por encargo el retrato de Rafael Núñez y otras obras de carácter oficial que lo acercaron a sus benefactores nacionales, los mismos que le otorgarían el dinero para estudiar en París entre 1898 y 1901. La Academia Julian fue el centro de aprendizaje, y de ello han sido recientemente conocidos bellos e íntimos bocetos que muestran personajes, escenas y vistas de la ciudad.

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Las penurias fueron incontables; el dinero se acabó a mitad de camino y los amigos de Medellín recurrieron a rifas y apoyos para enviarle tres mil francos, y otro tanto a su familia, que dependía de él en esta ciudad. Al mismo tiempo, sin embargo, al proceso de aprendizaje académico se sumaron viajes en los que conoció los principales museos de Europa. En las cartas de entonces aparece una inquietud: ¿cómo compensar tanto apoyo y conciliar una deuda de gratitud con la ciudad? En esta incomodidad combinada con afecto podría iniciar la gestación de Horizontes.

En muchas de sus cartas enviadas a Carlos E. Restrepo le confesaba en forma reiterativa que era consciente del rol que como artista amparado por un colectivo tendría a partir de su regreso: “Tengo para ofrecer a los grandes benefactores la esperanza de ser útil a mi patria y a los míos. Y de ese modo no dar lugar a lamentar que se hayan gastado dineros públicos”. En otra carta también afirmaba: “Jamás podré olvidar el gesto de un pueblo que acusado de mercantilista y sin reservas contribuyó bellamente a mi educación”. Y, ya casi al momento del retorno a Colombia, volvió a decir: “Creo que sí le digo que tiemblo ante mi porvenir como artista porque debo mucho mucho y la enorme carga de gratitud y responsabilidad que pesa sobre mí es enorme”.

Conmueve ver cómo en sus cartas se detiene a alargar las descripciones cada vez que un museo o un artista lo sorprenden. Lo sobrecoge, sobre todo, la manera en que esas culturas han dado al arte un lugar central, en contraste con la comprensión limitada que, a su juicio, se le da en su país, donde el creador suele debatirse entre encargos y la urgencia del diario vivir. Con seguridad, el ambiente de los salones de arte y los museos le causó grandes impresiones. Aunque alguna vez afirmó: “Yo sé las cosas cuando son viejas”, respuesta que escribió ante una pregunta sobre un hecho acontecido en la ciudad donde vivía.

Debía destacarse en su retina la relación íntima entre el alma de una nación y las pinturas que consolidaron sus mitos y anhelos. El recorrido por las galerías de aquellas obras realizadas por encargo de soberanos y políticos a grandes pintores de la historia, como Miguel Ángel, Rubens, Tiziano y Velásquez, parecía ser la respuesta a un anhelo personal de prosperidad y la sumatoria a un servicio colectivo: la construcción de una imagen colectiva.

Lienzos enormes con caballos briosos sujetos a la mano tranquila de un jinete coronado como rey; mujeres piadosas y recatadas, ricamente vestidas para gloria de los pintores, que hacían de perlas y tules la metáfora de sus virtudes como madres de un pueblo; batallas encomiables con hombres triunfadores y honorables: escenas de una historia repetida por el arte. Será por ello por lo que decía en sus cartas, al momento de conceptualizar sobre el arte: “No hay placer más grande que poder admirar una obra de arte que es más feliz que su propio autor”.

Estas palabras se pueden comparar con la situación del país al que volvió en medio de la cruenta guerra, una gravísima situación fiscal, un brote de tifo y fuertes tensiones con Venezuela.

El nacimiento de Horizontes

Entre 1901 y 1910, la vida de Cano transcurrió en la finalización de obras de gran formato, como El Cristo del perdón, de la Catedral Metropolitana, que le costaría años si contamos que desde París ya había iniciado sus bocetos; las pinturas y la fuente de la iglesia de San José, y la escultura de Atanasio Girardot, que también le representó enormes esfuerzos de gestión entre los políticos e intelectuales de su ciudad al alegar que una obra de esta naturaleza debía ser justamente encomendada a un artista local.

En Bogotá realizó los bronces de Rafael Núñez y Aquileo Parra, entre otras obras, también sorteando críticas y entorpecimientos.

Con la elección de Carlos E. Restrepo como presidente de Colombia entre 1910 y 1914, Cano y su familia se desplazaron a vivir a Bogotá, pues, gracias a las gestiones de su benefactor y amigo, ocuparía los cargos de director de la Litografía Nacional y de subdirector de la Escuela de Bellas Artes. El cambio de aire sería un impulso para la educación de sus hijos, preocupación que manifestó constantemente.

El gobierno de Carlos E. Restrepo buscó la unión de las facciones políticas en torno a un ideal de modernización que perseguía la reconciliación como uno de sus aspectos fundamentales. En sus palabras: “El progreso ha de tener fundamentos de justicia para que no sea una sombra vana”. También su gobierno se enfocó en la separación de poderes entre Iglesia y Estado, en el fortalecimiento de derechos individuales, en el respeto de las minorías, en la transparencia electoral y en la libertad de prensa.

Horizontes sale a la luz pública en las fuentes de consulta cuando Carlos E. Restrepo, aun siendo presidente, le confirma al pintor, en una carta fechada el 2 de enero de 1914, que sería expuesta en el Palacio, que luego se procedería con la rifa y que esperaba ser él quien la ganara, pues el cuadro le obsesionaba. Al parecer, la correspondencia confirma una conversación larga en torno a la obra, al seguimiento del proceso y al entusiasmo por el resultado final.

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Como en otros casos reconocidos en la historia del arte, el artista interpreta su propio ánimo y el de su mecenas. Ambos se ubican en las montañas de sus terruños natales, los dos estaban lejos de su tierra; posiblemente los ecos del poema de Epifanio Mejía habían llegado por su muerte en 1913 —aunque el poema “Canto del antioqueño” había sido escrito en 1868—, y luego porque Gonzalo Vidal inició el reconocimiento de este poema con su musicalización, finalizada en 1914.

No hay pruebas de que estas piezas estuvieran entretejidas, no al menos en las fuentes que encontré, pero su simultaneidad y armonía sí nos hacen pensar en la sincronía de una idea potente que se está levantando. Al unir estos pedazos, dejados sin querer en cartas y documentos simples, con casi ninguna alusión a Horizontes, el mito se acrecienta y da lugar a la literatura misma, a los espacios en blanco que desde ese momento empezaron a sugerir. Decía Cano sobre su economía de palabras: “A nosotros lo que nos corresponde es trabajar, que escriban los demás”.

Lo cierto es que dejó como testimonio una idea que llevaba tiempo contemplando. Fue un proyecto íntimo y personal del que apenas quedan la obra inicial, las copias posteriores que se hicieron y los dos bocetos que recientemente salieron a la luz, porque estuvieron en poder de la familia del artista por décadas, sin conocimiento de historiadores e investigadores.

Estos dos dibujos nos hablan de un artista que con seguridad llegó a la composición final e hizo algunas precisiones sobre las manos —como siempre—, buscando la actitud ideal para el brazo que reposa entre las piernas y sostiene al bebé, y ni qué decir del brazo que señala con el dedo índice, que es también un prodigio del dibujo y la anatomía. Está también el perfecto equilibrio de líneas, proporciones y diagonales; es precisamente por el eje del dedo índice por donde se atraviesa el corazón del padre, un velado detalle que hace pensar en que hay un guiño a Miguel Ángel, que se suma a tantos otros especulados, como a quién pertenecen los rostros de los personajes o si el paisaje es realmente Yarumal...

Sobre la rifa se dice que se repitió dos veces, que cada embajador que sacaba el número ganador decía que prefería dejarle el honor de su posesión al doctor Restrepo. Ante la insistencia de todos, la obra pasaría a ser de propiedad de quien la anheló desde el principio. El 19 de febrero de 1915, en otra misiva se anuncia el envío del cuadro a Medellín, nuevo lugar de residencia de su dueño al terminar la presidencia, con el encargo de que Ignacio, hermano del artista, hiciera el marco, y el Negro Cano, librero, bibliotecario y pariente de Francisco Antonio, enviara el dinero correspondiente al pago, dentro del cual se había incluido el costo del transporte.

La obra no se quedó por largo tiempo tras las puertas de ese hogar, a pesar de que nada le sentaba mejor que el lugar de honor que ocupó en la sala de la casa, justo al centro y donde la luz le llegaba tal como lo indicaba la pintura; su destino era errar, tal como el mensaje que contiene. Viajó a la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929 y tardó casi dos años en volver a su sitio, con bastante insistencia por parte de su dueño, puesto que los trámites del retorno se habían complicado.

La permanencia de la obra en la familia que la cuidó por casi noventa años no hizo que aquella pasara desapercibida. A pesar de estar en manos privadas, la crítica, el periodismo y los historiadores la mantuvieron presente en textos y exposiciones de la Sociedad de Mejoras Públicas y del Museo de Zea, tal como lo acreditan las viejas contramarcas que aún permanecen en el envés del cuadro, y que pueden apreciarse.

Su ingreso a la colección del Museo de Antioquia fue un acto de generosidad que vuelve a remitirnos a una sociedad que es capaz de construir lo público. La familia Restrepo Duperly consideró que, con el nuevo edificio y el impulso renovado, el cuadro debía pasar a constituir el guion de esta institución, que se presentaba como un viento de renovación ante la ciudad golpeada de la década de los años 90 del siglo XX: horizonte para otro nuevo horizonte.

Más de veinte años después, la obra no puede descolgarse sin la protesta generalizada de quienes visitan el museo y requieren ver a esta familia, que descansa en el camino como quien visita a un ser querido.

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