Entrevista a Henry Rincón, director de La ciudad de las fieras

El largometraje del antioqueño Henry Rincón hace parte de la Competencia Nacional del FICCALI 2021. Se estará proyectando en varios teatros con presencia del director.

 

“Esta película es un homenaje a los raperos, a los líderes sociales

y a todo aquel que ha muerto por manifestar su sentir”

-Henry Rincón-

 Por Jaír Villano

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Tato y sus amigos solo quieren pasarla bien en las batallas de improvisación en las que les gusta participar. Pero la existencia en sí misma es una batalla: una implacable, una dura, una difícil de explicar. Sobre todo cuando las adversidades surgen por razones ajenas a la voluntad personal. La calle, el barrio, la comuna, la ciudad, y el país, como óbice. El lugar de nacimiento como superación, y no como oportunidad.

La ciudad de las fieras es un homenaje a los raperos de las comunas de Medellín, pero también es una crítica frontal a la ciudad y el país en el que la mayoría de los jóvenes de menos recursos nacen. Un retrato descarnado y sincero de lo que es ser menor para muchos en Colombia. Más aún: de los riesgos de hallar en el arte un método que expresa la impotencia y la frustración, ese sin sentido de la vida y el entorno que censura lo que para otros es libertad: letras, líricas, grafitis. La manifestación artística como abismo que conduce a la muerte.

Es también un homenaje a la soledad, ese estado al que las culturas modernas le huyen, dada la proliferación de positividad exigida por el régimen neoliberal. La soledad desde distintos matices: del huérfano, del abandonado, del amigo, del que no halla horizonte. Hablamos con el director de la película ganadora del Warnermedia Ibero-American Feature Film Award, en el Miami Film Festival.

La ciudad de las fieras genera incomodidad: nos habla de una realidad que parece manida, pero nunca superada, de un país y una ciudad de problemáticas interminables, del sin sentido de la juventud, de su incapacidad de hallar un horizonte, de la ausencia de futuro por razones ajenas a su voluntad. ¿Cuál es el efecto que busca Henry Rincón en el espectador de este largometraje?

Como bien lo dices, es una película que busca incomodar y cuestionar a la audiencia, porque es un cine que nos permite reconocernos y a partir de eso generar un diálogo alrededor de la violencia, la inequidad, la juventud sin un horizonte claro, por lo menos, esa juventud venida de las periferias, donde en ocasiones las oportunidades son escasas.

Mi búsqueda es el de confrontarnos como sociedad, porque al final, venimos viviendo una realidad que no es distante a lo que retrata la película. Porque precisamente esa mezcla de generaciones ha sido, para bien o para mal, una generación del pasado, que ven en los jóvenes contestatarios unos delincuentes, sin metas, sin sueños. Algo que dista mucho de lo que sucede en el pensar de los jóvenes que se cansaron del abuso, y acuden al arte, la música como medio para alejarse de la violencia. Lastimosamente, la violencia está enquistada en la sociedad colombiana. Acá se normalizó la muerte, y por eso es que muchos de los jóvenes no ven un futuro. Es una película creada para que al final surjan muchas preguntas, que inviten al diálogo y la reflexión.

¿Por qué el interés por el retrato juvenil crudo y descarnado?

Porque es una de las etapas de la vida donde se está a un paso de la vida o de la muerte. Por lo menos acá en Colombia, y algunos muchos otros países. Porque tenemos una cultura de violencia muy arraigada, que el joven sin recursos y sin oportunidades, va a querer hacer las cosas para su interés, sin medir las consecuencias.

Porque la adolescencia y la juventud son momentos de incertidumbre que vivimos todos o casi todos, de no saber cuál es nuestro lugar en el mundo. En mi caso, la historia responde muchas de las preguntas que hoy en día me planteo de lo que es ser joven en Colombia. De mi papel en ese momento de mi vida, de qué decisiones tomé para bien o para mal. Creo que ese universo de la juventud es un lugar aún sin entender del todo. Se vive en una constante exploración.

Es un largometraje ubicado en Medellín, pero lo que viven Tato y sus amigos les podría pasar a muchos jóvenes de cualquier ciudad latinoamericana. La literatura ha hecho diversos retratos generacionales sobre esto: desde Arlt (Argentina) hasta Ribeyro (Perú), desde Agustín (México) hasta Fonseca (Brasil). ¿Qué considera usted que les aporta el cine a estos tratamientos?

Creo que toda la literatura Latinoamérica y el cine se han nutrido conjuntamente. Mucho de lo que es el cine, es porque en los libros, en las novelas, en las crónicas se retrata un común denominador, que es esa juventud olvidada, casi como sombras. A lo largo de los años, los gobiernos de este lado del hemisferio han intentado cegar y silenciar la voz de la juventud. Algo que de unos años para acá ha cambiado.

Pero también la literatura y el cine han logrado una amalgama artística, que cambia al momento de leerse y luego verla. Justo cuando lo poético toma un nuevo sentido. En nuestro caso, tuvimos algunas referencias pictóricas y literarias, para retratar algunos momentos donde queríamos que la potencia la imagen comunicara el momento, sin ahogarnos en diálogos.

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El rap y el hip-hop son un elemento fundamental, no solo porque a Tato le gusta enfrentarse en batallas de improvisación, también porque la película puede leerse como una representación de las circunstancias que atraviesan muchos de los artistas de este género musical. ¿Era esa la intención? ¿Un homenaje a los raperos?

Claramente era la intención. Parte de la película nace por mi interés o preocupación porque durante un tiempo algunos artistas del género hip hop acá en Medellín, o que hacían parte de la cultura eran amenazados, y en muchos casos asesinados, desaparecidos, porque se convirtieron en protagonistas de la denuncia social de sus barrios, de su ciudad y de su país.

En un país donde el hablar es sinónimo de violencia. En un país donde estos chicos han encontrado en las rimas, en los grafitis, en el baile, unas armas increíbles para arrebatarle jóvenes a la violencia, y por el contrario acercarlos al arte.

Incluso hoy en día se sigue repitiendo esa premisa con la que inicié el viaje creativo de La Ciudad de las Fieras, ya que hace pocas semanas cuatro chicos fueron asesinados en el parque de San Rafael, Antioquia, momento en el que improvisaban y veían en este espacio un camino para encontrarse y generar conciencia.

Esta película es un homenaje a los raperos, a los líderes sociales y a todo aquél que ha muerto por manifestar su sentir, y mucho más importante, porque querer un lugar donde todos quepamos.

Hay algo que me llama poderosamente la atención: la película se llama La ciudad de las fieras, pero hay un contraste interesante en las formas de representar la soledad: la de Tato, un chico de la urbe, y su abuelo, que habita en el campo y trabaja con flores…

La soledad adopta un significado diferente de acuerdo al contexto, y en la película quería explorar esa soledad, cuando uno mismo no se haya, pero también la soledad del espacio, del amor, del no encontrar su lugar en el mundo.

Siempre la soledad será un tema que uno puedo explorar y ahondar en descubrir cómo todos reaccionamos a él. En la película busqué como llegar a la soledad, cuando todo lo que te rodea ya no es. La soledad en el campo. La soledad en la ciudad. La soledad cuando se está acompañado, pero también la soledad por decisión. Al final, siempre la soledad será ese momento donde el silencio llega para incomodarnos, pero también para traernos la calma y el reencuentro consigo mismo. Es por eso que desarrollo esta soledad en nuestros personajes, donde en cada uno de esos momentos, piensan en que no tienen el control de nada. Sus vidas están a la deriva de la situación social del barrio, pero también a la partida de un ser querido; también a la soledad por decisión, y también sujetos a los que la muerte les llega sin aviso alguno.

¿Qué pasaría en ese momento? ¿Cómo lo asumiría?, quizás por eso el final que se ve en la película es uno de los cinco finales que encontramos durante el proceso de montaje; precisamente porque intentábamos responder qué sensación dejarle al espectador. Y claro está, la soledad hizo parte de esos posibles finales.

Usted conoció a Bryan Córdoba -mejor conocido por su nombre artístico como Elepz- en una batalla de freestyle, cuéntenos cómo fue el proceso de trabajo con alguien que hasta antes de eso nunca había actuado.

Lo desconocido siempre trae incertidumbre, un sin fin de sensaciones y un bombardeo de emociones. Esto precisamente fue mi sensación al conocer y trabajar con Elepz. Un joven que no estaba muy distante de la ficción que planteaba el guion. Un joven con una verdad en su sentir y en su vida. Un personaje cargado de matices, que iban de la ira a la calma, de lo explosivo a lo silencioso.  Ahí es donde uno se convierte un poco, en ese amigo, que aconsejaba, guiaba y también invitaba a equivocarse, para entender, corregir y hacerlo cada día mejor.

Cada día de trabajo era un aprendizaje conjunto, porque nunca quise enseñarles a actuar. Nuestro proceso simplemente fue que aprendieran a conocer su cuerpo, y en especial Elepz, cuando fue entendiendo esto de manera consciente, fue organizando su estilo de vida para lo que en ese momento quería alcanzar como rapero.

Al final Elepz siempre tuvo un grado de disciplina admirable, entendiendo el entorno y el contexto de dónde provenía. Todo era una sorpresa. Cada ensayo, cada día de rodaje era un choque con el desconocimiento, porque nunca tuvo el guion, y nunca le conté de dónde a dónde iba la historia. Simplemente le dije a él y el resto de los actores no formados, que me tomaran de la mano, que creyeran en mí, para embarcarnos y divertimos contando una historia que tiene muchos matices personales.

Muchos momentos de la película, son grandes momentos de verdad, que más que ser improvisaciones genuinas de Bryan, eran un grito de credibilidad y de compenetración con la historia y su entorno.

En este enlace encuentra toda la programación del Festival Internacional de Cine de Cali: https://ficcali.online/programacion/ 

 

El olvido que seremos, de Fernando Trueba

El hombre sin tacha

Oswaldo Osorio

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Parece que a ningún relato sobre Medellín le es posible esquivar su relación con la violencia. Si bien esta es una historia sobre el vínculo entre padre e hijo y su entorno familiar, también lo es sobre cómo una ciudad (y un país) se muestra hostil y hasta criminal con personas que piensan distinto. Impresiona darse cuenta de que la polarización política, luego de la firma con las Farc, que parecía algo reciente, aquí corroboramos que ha sido de siempre.

Por eso, lo que presenta Trueba con esta adaptación del libro que Héctor Abad Faciolince escribió sobre su padre, es tanto el retrato de un hombre como el contexto social e ideológico de esta ciudad. No fue necesario detenerse en detalles o nombres, ni tampoco precisar fechas y acontecimientos, porque lo importante era definir el talante emocional de un hombre y su ética humanista frente, por un lado, a su familia, y por el otro, a su entorno social, respectivamente. De hecho, es una historia que se puede aplicar incluso a muchas ciudades latinoamericanas.

El mayor mérito de la película es poder capturar el carisma de este prohombre y, con ello, sostener la narración de principio a fin. En esta tarea, el trabajo del actor Javier Cámara fue fundamental, pues hasta pasó la prueba del acento ante un público paisa tan quisquilloso con ese aspecto. Así que este ser entrañable y amoroso en el entorno familiar, así como justo y comprometido con los problemas de su ciudad, es el centro de este relato emotivo, divertido, envolvente y, claro, doloroso e indignante.

Tal vez podría cuestionarse esa construcción sin ambigüedades del personaje, quien resulta ser casi un santo, martirizado y todo. Aunque esto puede explicarse por el punto de vista desde el que es narrado el texto original, pero también verse como la intencionada creación de un ideal, de un hombre símbolo, enfrentado ante la injusticia e intolerancia de una sociedad violenta y arbitraria como la colombiana, cosa que tiene una significativa fuerza en un contexto de recrudecimiento de los asesinatos a líderes sociales en los últimos años.

En lo que no parecer ser muy sobresaliente la película es en su aspecto visual, pues si bien todo está perfectamente ambientado y correctamente narrado, resulta apenas funcional, casi plano, para efectos de contar esta historia. Solo sería posible destacar esa decisión de usar el blanco y negro, no en la mirada al pasado como es usual, sino al presente, cuando la armoniosa y cálida vida familiar empieza a dar paso a una atmósfera de zozobra, amenaza y muerte.

Pero lo importante de la película termina siendo la poderosa y casi hipnótica figura de Héctor Abad Gómez y toda esa red de asociaciones que se puede hacer en torno a él: su tierna vida familiar, la estrecha relación con su hijo, su liderazgo social, su visión frente a la salud pública y su innegociable ética frente a un contexto ideológico adverso. Todos estos elementos se enlazan para crear un fresco que conjuga lo íntimo y lo social, construyendo así otro relato sobre esta ciudad, su idiosincrasia y sus violencias.

Lavaperros, de Carlos Moreno

De poca monta y en caída libre

Oswaldo Osorio

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La “trilogía traqueta” de Carlos Moreno tal vez no fue intencional, pero sin duda son tres películas que tienen una conexión en sus personajes, universo y lo que de fondo quiere decir el cineasta caleño sobre el narcotráfico. Junto con Perro come perro (2008) y El cartel de los sapos (2012), esta pieza despliega diversas miradas a esa violenta fauna de traquetos que hacen ya parte de la historia y del paisaje del país, y lo hace de forma incisiva, entretenida y con fuerza visual.

Si bien Perro come perro y Lavaperros (2021) no son expresamente sobre el narcotráfico, sus tramas y personajes son consecuencia de esa cultura traqueta que se instaló ya desde hace décadas en el ADN de nuestra sociedad. En el caso de esta última película, la atención está puesta en un patrón de poca monta, de provincia, en decadencia y con una banda en desbandada. Una historia que mira con sorna y casi lástima a estos pobres hombres que son víctimas y victimarios en ese torbellino de violencia que desencadena las dinámicas de quienes están en función del llamado dinero fácil.

Toda su trama gira en torno a una rencilla de este patronzuelo con otro que está en ascenso y a una bolsa llena de dólares. Es decir, nada nuevo, complejo ni trascendental para este tipo de cine. Por eso, la relevancia de esta película se tiene que buscar es en el tono en que está contada y en los detalles con los que Moreno llena de visos su relato. En él hay violencia descarnada, ironía, humor y una suerte de reflexividad sobre la naturaleza de sus personajes en relación con su oficio y su azaroso entorno.

Por esta razón, resulta incluso menos interesante ese patrón paranoico y sociópata que los demás personajes secundarios, quienes abren la gama de posibilidades y matices para dar cuenta de ese universo con todas sus contradicciones: Desde la pareja de incompetentes detectives, que es una evidente mofa a la inoperancia de la ley en este país (lo cual ya se había visto también en otra de sus películas: Todos tus muertos); pasando por el rol dependiente y de usar y tirar de las mujeres en este contexto; hasta la humanidad de los gregarios, que así como matan, igualmente sueñan con un futuro mejor y hasta más simple.

No son tantas películas, como generalmente se cree, sobre este tema y personajes en el cine colombiano. Tal vez la televisión sí ha manoseado más de la cuenta este universo y de manera muy superficial. Pero el cine, aunque no esté contando una historia nueva ni mostrando unos personajes distintos, indudablemente hace la diferencia con su tratamiento, su mirada y la forma de abordar este mundo e indagar en él.

Puede que Lavaperros parta de la misma trama de ambición y muerte de tantos thrillers sobre traquetos, pero también es un viaje a las entrañas e intimidad de unos personajes que se convierten en personas (incluso con sus guiños caricaturescos), así como la radiografía y reflexión sobre un universo muy familiar para el contexto colombiano, pero que solo con acercamientos como este podemos conocer como realmente pueden ser.

Dogman, de Matteo Garrone

Nobleza animal

Oswaldo Osorio

dogman

La violencia tiene muchas caras y combinaciones. El cine lo ha dejado claro en cada película que cruza a un personaje o situación particular con un acto de fuerza. Ya Garrone lo había hecho en diversas ocasiones, pero sobre todo con la potente y visceral Gomorra (2008), un filme sobre la mafia napolitana. En esta ocasión, se trata de un peluquero de perros y su amistad con un hombre violento y abusador. De esa combinación resulta un relato de tono ambiguo y desgarrador, una tragedia sucia y marginal que difícilmente se olvidará.

Está basada en un célebre y cruento crimen de los años ochenta, pero que el director decide adaptar de forma libre y especulativa. Marcello es un hombrecito noble y tranquilo, cariñoso con los perros que atiende y con una dulce relación con su pequeña hija. Pero al mismo tiempo, trafica con cocaína y es cómplice de robos con Simone, su violento amigo. Esta contradicción entre su personalidad y sus actos es lo que le da el valor diferencial a esta película, pues la ambigüedad entre identificarse con el protagonista y reprochar su comportamiento es la sensación que acompaña de principio a fin al espectador.

El contexto en que se desarrolla esta historia también resulta repelente e inquietante. Un barrio cerca al mar con un paisaje casi post apocalíptico. Todo es viejo, derruido y sucio. Un espacio que alberga a una comunidad también ambigua, definida por la calidez de la camaradería, pero al tiempo con la actitud de un pueblo sin ley. Esta atmósfera complementa al esmirriado Marcello, que buena parte del relato anda abatido y aporreado, como un pero callejero al que todos le tienen cariño pero que, al final, a nadie le importa.

Las vicisitudes que protagoniza Marcello y su irredento camino hacia la fatalidad resulta un buen ejemplo de lo que es la tragedia en el sentido clásico. La nobleza del personaje contrapuesta al funesto final, es lo que define a este género dramatúrgico y al relato de Garrone; una nobleza emotivamente ilustrada con el episodio en que Marcello regresa a rescatar a un perrito metido en un enfriador, y un final funesto que deja al público contrariado y en vilo con esas silenciosas y desoladoras imágenes antes de los créditos.

No se trata de la violencia pública y trepidante de Gomorra, sino de una suerte de violencia íntima y anómala por vía de un singular hombre lleno de contradicciones y, por eso mismo, tremendamente complejo y atractivo como personaje. Los actos que al final acomete, resultan siendo una experiencia escasa para el espectador por toda la mezcla de variables que se presentan en ese acto de violencia y en su perpetrador. Allí puede haber confusión, frustración, sorpresa, lástima, repudio, desesperación, impotencia, rabia y hasta una muda satisfacción.

Los días de la ballena, de Catalina Arroyave

Encallada pero no callada

Oswaldo Osorio

ballena

La ciudad de Medellín casi siempre ha sido contada desde la marginalidad y la violencia. Pero ya hay varias películas, como Apocalípsur, Lo azul del cielo, Matar a Jesús y ahora esta ópera prima de Catalina Arroyave, que proponen contarla desde otro punto de vista o cruzan las diferentes ciudades que hay representadas en sus personajes y sectores. De ese cruce surge el conflicto central de una historia que definitivamente tiene su propio tono, y que hace un colorido retrato de la ciudad, en el que están presentes tanto el amor y la ilusión como la desazón y la violencia.

La primera tentación al ver la película es relacionarla con Los nadie (Juan Sebastián Mesa, 2016), por todos los elementos que tienen en común. Pero si bien puede haber relación, lo que no puede hacerse es una comparación valorativa, pues cada una tiene una actitud y una voz diferentes. Mientras Los nadie opta por la irreverencia y el desencanto, Los días de la ballena se inclina por la resistencia y la esperanza. Es decir, cuando la primera habla de esta ciudad desde un talante existencial, la segunda lo hace desde el ideológico, y en esa medida son obras muy distintas.

Simón y Cristina son dos jóvenes graffiteros que pasan sus días entre marcar los muros de la ciudad con sus obras y sobrellevar una ambigua relación como amigos, colegas y enamorados. En este sentido el relato se muestra intimista y espontáneo, incluso pueden resultar reveladores, para el público que no pertenezca a esa generación, los matices y el espectro de emociones y sentimientos que están en juego entre un grupo de jóvenes que pintan paredes sin ser delincuentes, fuman mariguana sin ser drogadictos y asumen unos compromisos sociales sin ser activistas.

A estas relaciones y conflictos íntimos se suma una problemática externa cuando su arte se enfrenta a los violentos del barrio. Cada quien quiere apropiarse de la ciudad a su manera, la cuestión es que los combos lo hacen por coerción e imponiendo la fuerza. Aquí es donde la película se la juega por la resistencia, con argumentos y con actitud por parte de sus personajes. Aunque es una lucha desigual, la cual parece terminar en una trunca derrota, y es en esto, tal vez, en lo que da la impresión de no ser consecuente la película con todo el planteamiento que traía.

El relato es animado por el contrapunto entre el intimismo de los protagonistas en su relación entre sí con su entorno inmediato (amigos y familia) y ese conflicto central fuerte de su confrontación con los violentos. La narración sabe pasar de lo uno a lo otro con buen sentido del ritmo, un ritmo acompasado no solo por el montaje, sino también por la diversidad de la música, el color que lo salpica todo, el raudo paisaje urbano y tal vez alguna ballena encallada en la ciudad.

El cine de Medellín y la violencia

Matar a Jesús, al Zarco, a Rosario, al Animal…

Oswaldo Osorio

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En el cine de Medellín siempre ha estado presente la violencia. Incluso en la inocencia y prosperidad de los años veinte, la película que inaugura esta cinematografía local, Bajo el cielo antioqueño (Gonzalo Acevedo, 1925), tiene un asesinato como parte esencial de la trama. Y después de Rodrigo D (Víctor Gaviria, 1990), la violencia ha sido el centro de prácticamente todas las producciones paisas, por lo que es el elemento que más define su cine, como también el aspecto que mejor ha posibilitado obras reflexivas y comprometidas con entender y explicar esta ciudad.  Continuar leyendo

Matar a Jesús, de Laura Mora

“Dispare con odio”

Oswaldo Osorio

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La realidad, la violencia y la marginalidad siguen instaladas en el mejor cine de Medellín. Es tan inevitable como necesario que el cine (y no la televisión, con su tendencia a banalizarlo y glamurizarlo todo) continúe explorando y reflexionando sobre estos tópicos, con ese compromiso y cercanía que logra para entender la complejidad de unos personajes y su contexto, así como para trasmitirle al espectador, no solo una historia, sino casi una vivencia y un entendimiento más sensible de estas problemáticas. Continuar leyendo

La pasión de Gabriel, de Luis Alberto Restrepo

Pastor de ovejas negras

Por: Oswaldo Osorio

Si alguien como el padre Gabriel no puede salvar a Colombia, o por lo menos a uno de sus pueblitos, entonces las esperanzas de que este país solucione sus problemas son cada vez más ilegibles. Nuevamente la ficción en el cine colombiano retoma ciertas circunstancias de la realidad, hace su versión y reflexiona sobre la compleja red de causas y actores que intervienen en el conflicto nacional. Y nuevamente Luis Alberto Restrepo plantea, con lúcida sencillez, su mirada a esa guerra que se libra en los campos y sus devastadoras consecuencias para el país.

Ya lo había hecho en La primera noche (2003), su ópera prima, una película que, con descarnada elocuencia, ponía en evidencia el fuego cruzado en medio del cual viven los campesinos colombianos, así como la más nefasta de sus consecuencias, su desplazamiento hacia un oscuro futuro en las ciudades.

Con esta nueva película complementa este enunciado y mantiene el pesimismo sobre las trágicas salidas por las que siempre opta la problemática del país. Si en La primera noche el desamor fue el conflicto íntimo a partir del cual se articuló el otro conflicto más amplio, el armado, en esta otra película el conflicto íntimo que lo articula es el apasionamiento de un sacerdote por los distintos aspectos relacionados con su vida: apasionamiento ante la injusticia social, la corrupción política, la obtusidad de la iglesia y por el amor de una mujer.

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PVC-1, de Spiros Stathoulopoulos

El collar de perlas colombiano

Por: Oswaldo Osorio

¿Por qué rodar toda una película en plano secuencia? Esto es, una película filmada sin cortes, con la misma continuidad del teatro o de la vida. ¿Por qué hacerlo si lo que más define y diferencia al cine de las demás artes es la fragmentación y manipulación del tiempo? El director colombo-griego Spiros Stathoulopoulos lo ha hecho y dice tener sus razones. Una de ellas es muy válida y seguramente para muchos suficiente. Aún así, contar una historia de hora y media con una sola imagen continua es una decisión extrema que tiene sus consecuencias narrativas y dramáticas, tanto a favor como en contra.

Alfred Hitchcock ya lo había hecho hace sesenta años en La soga. Incluso con la tecnología digital se ha puesto un poco de moda este ardid técnico y narrativo: La más sorprendente de todas es Time code (Mike Figgis, 2000), que cuenta UNA historia con la pantalla dividida en cuatro planos secuencias. Después lo hicieron el mexicano Fabrizio Prada con Tiempo Real y Alexander Sokurov con El arca rusa. Hitchcock luego le confesaría a Truffaut su arrepentimiento por aquella decisión: “Me doy cuenta de que era completamente estúpido, porque rompía con todas mis tradiciones y renegaba de mis teorías sobre la fragmentación del film y las posibilidades del montaje para contar visualmente una historia.”

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Promesas peligrosas, de David Cronenberg

El oeste prometido

Por: Oswaldo Osorio

¿Dónde está el David Cronenberg visceral y truculento, idólatra enfermizo de oscuros juegos con la carne? Pues en el pasado, y allí está bien esa obra que  tanto fascinó y sorprendió a todo espectador que algo tuviera de perverso y fueran de su gusto las audacias mentales y orgánico-corporales. Porque lo que ha hecho este director canadiense con sus dos últimas películas es, aún manteniendo esa visceralidad y truculencia como contenida esencia, construir unos perfectos thrillers que dan cuenta de su madurez creativa y precisión narrativa, sin dejar de ser tan perturbador como lo era antes.

Es inevitable resaltar el parecido de este filme con el anterior del director, Una historia violenta (2005). El esquema es muy similar, esto es, en la vida ordinaria de alguien aparece una amenaza, un elemento extremo sustentado en la violencia. Pero mientras en Una historia violenta el asunto se resuelve relativamente fácil, aunque no exento de  sugestión y fuerza, y con un héroe tremendamente simpático y sin tacha, en promesas peligrosas esa amenaza sostiene la tensión durante casi todo el filme, haciéndose cada vez más pesada y asfixiante, mientras que el espectador y la protagonista están desamparados ante la inexistencia de un héroe tranquilizador.

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