Alien Covenant, de Ridley Scott

Un entierro de sexta

Íñigo Montoya

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Casi a treinta años de estrenada la primera película, Alien: el octavo pasajero (Scott, 1979), ya con esta nueva entrega se cuentan seis títulos (Siete, si se menciona Alien Vs. Depredador) sobre una de las criaturas más letales y célebres del cine. Es también una de las sagas más afortunadas en cuanto a la calidad de sus películas, aunque también es cierto que esta última evidencia un desgaste de la eficacia de ese universo.

Covenant es una nave que va camino a colonizar un planeta, pero su tripulación decide desviarse a otro planeta donde se originó una comunicación que parecía humana. Lo que encuentran allí es el destino final de la que fuera la anterior película: Prometeo (Scott, 2012), y claro, también encuentran a la temible criatura.

Lo más atractivo de casi todas estas películas es ese doble conflicto y amenaza que generalmente definen sus tramas: por un lado, el permanente acecho del monstruo alienígena, usualmente en espacios muy reducidos, y por el otro, las tensiones entre los mismos seres humanos, que suelen estar trenzados en luchas de poder o por la búsqueda de beneficios individuales.

No obstante, en Covenant este segundo conflicto no tiene mucha fuerza, eso sí, hasta que nos cuenta (advertencia de spoiler) que esta amenaza se traslada al androide de la nave Prometeo. Con esto, la historia toma otro matiz, uno no muy original, por cierto, pues propone la trillada idea de las máquinas se revelan ante los hombres aduciendo su incapacidad para comportarse racionalmente.

Total, que uno termina viendo casi por inercia esta trama de humanos y androides sin fuerza alguna, mientras que las pocas veces que aparece el monstruo tampoco es nada nuevo en relación con las tantas veces que ya lo hemos visto en las otras películas y con mayor grado de originalidad y sorpresa. Así que estamos ante tal vez la más floja de toda la saga y, consecuentemente, la que probablemente le da un final de sexta a una de las series cinematográficas más sorprendentes e intensas de la ciencia ficción.

Colossal, de Nacho Vigalondo

El monstruo soy yo

Oswaldo Osorio

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El encanto del cine fantástico es que, por más descabellada que sea la premisa que define su lógica o su universo, el espectador la acepta sin objeción. Naturalmente, luego de estar definida esa lógica, se le exige que sea consecuente con ella misma. Eso es lo que sucede en esta película, en la que una mujer parada en un parque de una ciudad estadounidense, se materializa en un monstruo en Seúl, planteando así una intrigante situación que no está limitada solo a la originalidad de su argumento.

Y es que aunque hablar de originalidad en un argumento sea difícil, porque ya todas las historias están contadas, el español Nacho Vigalondo se las ingenia siempre para que sus películas parezcan relatos inéditos, o al menos con una gran dosis de innovación. Así se puede constatar desde su célebre cortometraje 7:35 de la mañana (2003), hasta sus tres sorprendentes largometrajes: Los cronocrímenes (2007), Extraterrestre (2011) y Open Windows (2014).

Lo más particular de esta propuesta es que, si bien la situación general es similar a cualquier versión de Godzilla y la peripecia mediante la cual aparece el monstruo es de cuño fantástico, casi todo el desarrollo del relato está más cerca de un drama propio del cine independiente, en el que se construye con solidez a sus personajes y se ponen en juego una serie de ideas y reflexiones sobre su mundo interior y sus relaciones.

La vida de Gloria es un desastre, tiene problemas de alcoholismo, desde hace mucho está desempleada, su novio la deja y duerme todo el día. Cuando regresa a su ciudad natal tiene que lidiar con una crisis existencial y unas precarias condiciones de vida que la hunden cada vez más en el sinsentido y la baja autoestima. Sus nuevos compañeros de vida no ayudan mucho, pues la alientan a beber más y a tomar un trabajo muy por debajo de su formación.

Solo cuando aparece el monstruo, la verdadera naturaleza de Gloria y su amigo Óscar emergen. Los dilemas morales y las oscuras conductas crean un nuevo conflicto que complementa ese insólito asunto del monstruo y la destrucción de la capital coreana, conduciendo la historia a una confrontación sicológica y moral, donde se evidencian todos sus complejos, defectos y virtudes. Y si bien la radical transformación de Óscar parece un comodín para que la trama funcione, luego queda bien argumentada cuando toda la historia se conoce.

El caso es que se trata de un original e inquietante relato, tanto en esa premisa fantástica como en su singular combinación con el drama de personajes. Una película que sorprende, entretiene y desarrolla un genuino drama de crisis existencial. Todo empacado en una historia bien armada, difícil de prever y estimulante.

El caso Watson, de Jaime Escallón Buraglia

¿Y dóndes está el suspenso?

Íñigo Montoya

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Tal vez el thriller es el más universal de todos los géneros cinematográficos. El crimen, la corrupción, el suspenso y la intriga funcionan más o menos de la misma forma en cualquier tiempo y país o para distintas circunstancias. En Colombia se han hecho muchos thrillers, algunos de gran nivel, como Perro come perro, Saluda al diablo de mi parte o satanás.

No obstante, este thriller basado en el sonado caso del agente de la DEA asesinado por cuatro taxistas bogotanos en 2014 deja muchas dudas sobre el manejo que se hizo de los elementos del género. Específicamente se trata de un thriller policiaco, pues todo el relato está contado desde el punto de vista de los agentes que desarrollaron la investigación. En esa medida, la propuesta general del argumento y la narración están definidas con claridad, así como realizada con una factura de buen nivel, tanto en los aspectos técnicos como de puesta en escena.

Pero dicha propuesta empieza a cojear en el caminado menudo, en el paso a paso de aplicación de los recursos del thriller y de la concepción de la historia. Hay muchas salidas gratuitas y forzadas por el poder del guionista, más que por la naturalidad de los sucesos, como que el mafioso pueda congelar la imagen de un noticiero que se emite en vivo para identificar a una policía infiltrada, o que justo los criminales buscados hayan asaltado y violado a la novia de uno de los detectives, o que una policía que está en permanente comunicación con sus compañeros sea secuestrada sin que nadie se entere.

Esos y muchos más detalles hacen que todo el relato pierda su solidez y credibilidad, eso sin contar que se les olvida una de las principales condiciones de cualquier relato: que los antagonistas tengan la suficiente fuerza como para que el conflicto tenga la intensidad que requiere el espectador para engancharse a la trama e identificarse con los protagonistas. Pero aquí no sucede eso. Los criminales nunca son una amenaza y mucho menos una fuerza de oposición equivalente a  la de los policías.

El resultado, entonces, es una película con una trama simplista, en unos casos, y gratuita y forzada, en otros. A pesar del buen material que se podía desprender del hecho real, no supieron aprovecharlo y terminaron elaborando un argumento más bien obvio y sin fuerza alguna, empezando por la práctica  inexistencia del principal recurso de este género: el suspenso.

Another Forever, de Juan Zapata

El vacío de una pérdida

Oswaldo Osorio

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El duelo es una de las situaciones más críticas en la existencia de cualquier persona. Aunque están bien definidas las etapas por las que alguien pasa en estas circunstancias y el cine ha recurrido a este tema con insistente frecuencia, cada película propone su propia forma de dar cuenta de él. En el caso de esta película, dirigida por el colombiano Juan Zapata, se hace a partir del silencio, la mirada contemplativa del relato y la estructura narrativa.

Escrita por el mismo director y la actriz brasileña Daniela Escobar, quien también protagoniza el filme, esta historia apela a una economía de recursos en términos argumentales y dramatúrgicos, pues parece que lo que más le interesa es ese paisaje emocional de Alice luego de la pérdida de su esposo, un paisaje constituido mayormente por la ausencia de picos o de cualquier otro gesto que revele algún interés por algo que no sea distinto al vacío y el ensimismamiento.

La principal apuesta expresiva de esta película está en la estructura narrativa que propone, la cual está definida por un sistemático paso del pasado al presente, esto es, cuando la pareja vivía un feliz idilio, por un lado, y cuando Alice se encuentra en ese estado casi catatónico, por el otro. Es en el contraste entre uno y otro momento donde radica la mirada al duelo que proponen los realizadores, pues el dolor de ese momento es evidentemente potenciado por la comparación entre uno y otro estado.

Además, este contraste es reforzado por elementos como la luz (más viva y brillante en el primer momento), el dinamismo de la cámara cuando muestra el pasado y su estatismo registrando en el presente, y especialmente, con la forma como conecta escenas y elementos entre ese estado de felicidad y el otro de tristeza. El resultado es un contrapunto que funciona muy bien para hablar de ese dolor y esa radical forma en que puede cambiar la vida de una persona cuando sufre una pérdida. También recurre a otros recursos para dar cuenta de aquel difícil proceso, como el viaje, donde el cambio de escenario contribuye a la superación de aquella honda tristeza propia del duelo. Aunque otros resultan verdaderamente forzados o gratuitos, como el encuentro con el fotógrafo en el tren.

No obstante, no necesariamente esta bien pensada forma de presentar y contrastar las circunstancias de un duelo la hacen una película especialmente emotiva o sensible con el tema. A pesar de estos recursos narrativos y dramáticos, todo el relato en el fondo se antoja un poco distante y calculado, quitándole la intensidad emocional que podría tener un tema y un personaje como estos. El resultado, entonces, es una película inteligente y con sus elementos bien definidos, pero que no consigue por completo que se haga una plena conexión emotiva con su protagonista, que es la razón de ser de la película.

X500, de Juan Andrés Arango

Encajar, madurar y resistir

Oswaldo Osorio

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Tres historias separadas en sus argumentos, contadas de forma alternada, pero que tienen en común a unos personajes, su condición y circunstancias. El director colombiano Juan Andrés Arango ubica estas historias en Ciudad de México, Buenaventura y Montreal, tres ciudades que no podían ser más diferentes entre sí, pero que terminan siendo universos similares para estos tres jóvenes que se enfrentan cada uno a sus respectivos contextos, arrojando como resultado un relato duro y reflexivo sobre la identidad, el sentido de pertenencia y la transición de la juventud a la adultez.

La historia de David es la de un joven campesino de ascendencia indígena que viaja a Ciudad de México luego de la muerte de su padre. El choque con la gran urbe es rotundo, incluso se enfrenta a dos mundos muy distintos, el de sus amigos punkeros y el de las pandillas del barrio donde se aloja. Entretanto, Alex regresa a Buenaventura después de haberse ido como polizón a Estados Unidos, y aunque lo que quiere es ser pescador, en el camino de conseguir un motor termina trabajando como soldado para la mafia local. Mientras que en Montreal se encuentra María, quien llega de Filipinas tras la muerte de su madre, y a pesar de que su abuela le tiene un futuro planeado, ella opta por la rebeldía propia de una adolescente confundida.

Como se puede apreciar en estos planteamientos argumentales, la película bien pudo ser tres cortos contados uno tras otro, pero se decide por un relato alternado al cual ese trenzado de las historias le otorga una unidad definida por la asociación directa que se hace de las distintas circunstancias y acciones de estos jóvenes. A dos de ellos, a los hombres, la falta de oportunidades de su entorno los arrincona hacia la marginalidad y la violencia. Y aunque sus circunstancias iniciales son muy parecidas, sus historias presentan dos alternativas muy diferentes de acuerdo con sus decisiones.

En cuanto a ella, si bien no tiene los problemas de un contexto tercermundista y marginal, su marginalidad se da por vía de la edad y de su condición de inmigrante, pero sobre todo, y este es el elemento que más los une y los determina a los tres, por la ausencia de sus padres. Ese desamparo afectivo, esa falta de referentes, que no quieren reconocer como tal, pero que los amarga y los endurece, es el móvil de muchas de sus decisiones, para bien y para mal: Para buscar con una nueva identidad  a una nueva familia, como David; para sacrificarse y convertirse para su hermano en el padre que él no tuvo, como Alex; o para ocasionar una pequeña catástrofe y forzar el regreso a la tierra de su madre, como María.

Como ocurrió con La Playa D.C. (2012), este joven director colombiano demuestra aquí gran claridad y sensibilidad para dar cuenta de un universo adverso desde el punto de vista de unos jóvenes que tienen que empezar a tomar decisiones cruciales en su vida, y con ello definir de una vez por todas lo que van a ser el resto de su existencia. Esto lo hace desde un sólido trabajo con actores naturales y una soltura y espontaneidad en la puesta en escena que no por su vocación realista está exenta de muchos momentos de belleza estética.

Un jefe en pañales, de Tom McGrath

Cine infantil para adultos

Oswaldo Osorio

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Ahora el cine infantil suele no ser solo infantil. Muchas películas tienen la capacidad de funcionar perfectamente para los niños de distintas edades, pero también resultar estimulantes y cargadas de connotaciones para el público adulto, aun para el más exigente. Eso es lo que sucede con películas como El gigante de hierro, Toy Story, Monsters Inc, Up, Los Croods, Ralph El demoledor, Intensamente o el cine de Miyazaki, por solo mencionar algunos ejemplos.

Igualmente ocurre con esta película (The Boss Baby, 2017), de Dreamworks Studios y basada en el libro ilustrado de Marla Frazee. Se trata de la historia del nuevo bebé que llega a un hogar donde ya hay un niño, quien se siente desplazado por su nuevo hermano. Pero además, (advertencia de spoilers) es una trama de espionaje, pues en realidad el bebé es una especie de ejecutivo que tiene una misión en la competencia que hay entre la Corporación de bebés y la de cachorros.

Así que, como las buenas películas, esta tiene un doble conflicto que le da mayor significación y complejidad: el interno, que es la contienda entre “hermanitos”, y el externo, que es la disputa entre las dos compañías. Aunque mencionado así, solo se trata de las líneas argumentales, pero en el fondo, cada conflicto está cargado de unas implicaciones más complejas que plantean cuestionamientos y reflexiones de tipo sicológico y social.

De un lado, está esa metáfora de la que parte el relato (que es la que propone el cuento original) y que habla de ese tirano en que se convierte un bebé cuando llega a demandar todo el tiempo de los padres, así como el consecuente desplazamiento al que se ven sometidos los demás hermanos, lo cual no puede menos que traer frustración y resentimiento en ellos. De otro lado, propone, si no una crítica, al menos un cuestionamiento por la forma en que muchas personas han cambiado su sentido y naturaleza “paternal”, de los niños hacia los animales, en este caso perros, pero también se aplica a los gatos.

Estos planteamientos, por supuesto, están de fondo, y cada espectador, dependiendo de su edad y su interés en la interpretación de las películas, podrá comprender y reflexionar en diferentes niveles. Sin embargo, ese elaborado y polisémico fondo no es obstáculo para desarrollar una historia tremendamente entretenida y divertida, sembrada de momentos ingeniosos y chistes inteligentes y llenos de referentes cinematográficos, musicales y de la cultura popular que cada quien capta a su medida de atención y conocimiento.

Las grandes productoras se han dado cuenta de que puede ser más rentable una película que funcione para los dos públicos, porque eso garantiza que toda la familia le pague boleta. Además, podrá ser bien tratada por la crítica, lo cual le puede dar una vida que vaya más allá de la coyuntura de su exhibición en cartelera.

Nuestra hermana pequeña, de Hirokazu Koreeda

Familia y flor del cerezo

Oswaldo OsorionuestrahermanaUna historia sin conflicto aparente, sin sobresaltos, sin un único protagonista, sin un tema evidente, sin giros argumentales y, aun así, es una historia encantadora y envolvente, de una sutileza casi hipnótica, en la que se llega a aprender tanto de la cotidianidad y el espíritu de la cultura japonesa como solía hacerse con las películas de Yazujiro Ozu. Un cine donde las relaciones sociales, los lazos familiares, el disfrute por la comida y la armónica relación con el contexto inmediato no produce más que sosiego y admiración.

Hirokazu Koreeda es un director que ya habitualmente cuenta con el aval de los prestigiosos festivales en los que se ha destacado, empezando por Cannes. Por eso es posible que en estas latitudes se tenga noticia de él y hasta lleguen sus películas a nuestras carteleras. Otros títulos suyos, como Nadie sabe (2008), Milagro (2012) o De tal padre tal hijo (2013) giran en torno a los mismos temas, en especial las relaciones filiales y el miedo o las consecuencias de la desintegración de la familia.

La diferencia con Nuestra hermana pequeña (2015) es que aquí no hay toda esa serie de sucesos dramáticos y hasta rebuscados que alimentan los filmes citados (madres que desaparecen, niños que cruzan el país para buscar un hermano, cambio de bebés en un hospital). Aquí lo dramático ya está en un distante pasado (muertes, divorcios, infidelidades, abandonos) y solo quedan cuatro hermanas que tratan de convertirse en una feliz y amorosa familia, a despecho de las decisiones de sus padres.

Toda la historia, entonces, es sobre la llegada y acople de una joven de quince años a la casa de sus tres hermanas medias tras la muerte del padre de todas. Una historia que se ha visto demasiadas veces, pero que normalmente se explota dramáticamente a partir del choque de personalidades o las dificultades de la recién llegada para encajar. En esta, en cambio, la joven no solo llega a ajustarse armónicamente, sino que se convierte en motivo de alegría y satisfacción para sus hermanas.

Este planteamiento permite concentrarse en otras posibilidades, tanto de estos personajes como de la comunidad a la que pertenecen, distintas a las altisonancias del drama de las emociones. Incluso, como siempre, llama mucho la atención esa suerte de distancia emocional que siempre se evidencia en esta cultura. A pesar de los fuertes sentimientos que se van estrechando, todo contacto afectivo se soluciona con una inclinación y, si acaso, hacia el final alcanza a haber algún abrazo. No obstante, es en los detalles y en las acciones donde se demuestran estas profundas emociones entre los personajes: preparar licor de ciruelas, compartir una comida, dar un paseo por un túnel de flores de cerezos o decidirse por la familia antes que por una dudosa relación sentimental.

Se trata, entonces, de una bella y delicada película que no le hace concesiones a las convenciones de una narración convencional, a las tramas rebuscadas, a los giros sorprendentes o al furor del drama emocional, pues confía en sus personajes y en esos sutiles sentimientos que va construyendo a partir de su cotidianidad, de las pequeñas acciones y de un amor mutuo que no requiere de exaltadas manifestaciones para que cualquier espectador se identifique con su fuerza y su pureza.

T2 Trainspotting, de Danny Boyle

Veinte años y nada

Oswaldo Osorio

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La diferencia entre tener veintitantos años o cuarentitantos es que, en el primer caso, no existe el remordimiento, porque está toda la vida por delante no hay mucho qué mirar hacia atrás. Por eso Trainspotting (1996) es libertaria e irreverente, un grito de excitación por la vida en medio de la irreflexibilidad y la inconsecuencia; T2, en cambio, reúne a los mismos cuatro personajes, pero ya con más de cuarenta años cumplidos y la certeza de no tener aún nada en la vida, por eso la película es un lamento de amargura y frustración, aunque con la misma o mayor visceralidad que su antecesora.

Cuando Renton vuelve a Edimburgo, veinte años después de traicionar a sus amigos, los busca impulsado por una mezcla de culpa y nostalgia. Pareciera que nadie ha cambiado, ni siquiera él, están en la misma suciedad sin futuro que cuando jóvenes, pero justamente esa falta de cambio es lo que más pesa, y esta situación transforma por completo una historia que tiene casi los mismos ingredientes de la primera parte: amistad, drogas, violencia, delincuencia, repudio al sistema y oportunidades para la traición.

Ante tales circunstancias, el relato cubre con una sombra de patetismo a sus personajes. No obstante, por lo poco que ha cambiado su situación y naturaleza, de nuevo la trasgresión e irreflexibilidad se toma la trama. Víctor Gaviria dice que la delincuencia podría verse como el último recurso de resistencia de los marginados por la sociedad. Ya adultos, y aún sin nada que perder, estos cuatro hombres buscan tratar de salvar algo de ese desastre de vida, de quitarle a la sociedad ese pedazo que les ha negado. El problema es que nunca dejan de ser conscientes de la edad que tienen, del tiempo desperdiciado y de todas las cosas que han perdido.

Además, nunca olvidan lo que vivieron dos décadas atrás. Y tal vez lo mejor de la película es esa conexión que mantiene con la primera parte, con el pasado, el cual se remonta, incluso, a cuando eran niños. Ese vínculo es el leitmotiv de esta nueva historia, lo que la motiva y le da sentido, tanto a esa nostalgia de una vieja y salvaje a mistad, como a la frustración de ver que nada ha cambiado y, al parecer, poco queda de esa amistad.

Entonces las imágenes, las vivencias y hasta la música de la primera cinta aparecen como ese paraíso perdido: “Eres un turista en tu propia juventud”, le dice Simon a Mark. El mismo Danny Boyle resulta siendo turista en su vieja película, incluso dentro de T2 reconstruye el relato de aquella, volviendo a su origen, cuando esas vivencias de cuatro gamberros eran solo los garabatos de un adicto a la heroína en una hoja.

En T2 también están esas potentes, poéticas e ingeniosas imágenes que dan cuenta de los estados alterados de la mente por vía de la droga, como pocos directores lo han hecho. Sigue trepidante en su ritmo narrativo, pero detenido por momentos con el drama de estas cuatro vidas desperdiciadas. Por eso la amistad y las pupilas dilatadas, luego de veinte años, son ahora cambiadas por la zozobra de una vida sin futuro y el dilema de traicionar o ser traicionado.

 

El cielo esperará, de Marie-Castille Mention-Schaar

Las hermanas reclutadas

Oswaldo Osorio

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Hace apenas unos meses pasaba también por la cartelera del país una película titulada Camino a Estambul, la cual tiene el mismo tema de esta cinta de Marie-Castille Mention-Schaar, esto es, el reclutamiento del que muchos jóvenes europeos, especialmente mujeres y en Francia, están siendo víctimas por parte de activistas musulmanes para cometer actos terroristas o para viajar a Siria a unirse a la Jihad islámica.

Parece un poco inverosímil esta situación, pero tan cierta es como grave el problema que está comenzando a ser para las autoridades y las familias que no saben muy bien qué hacer. Y si Camino a Estambul se embarca con una de las madres de estas jóvenes a una peligrosa aventura para tratar de rescatarla, en El cielo esperará se centran más en la situación de las jóvenes y la relación con sus familias.

De forma inteligente, el guion toma a dos jóvenes para representar el problema en dos etapas distintas, pues mientras a Sonia ya la tienen captada y empieza en proceso de resistencia a la “desprogramación”, a Mélanie se le ve apenas cuando comienza todo el proceso de conversión al islam y a su causa. Son dos historias que prácticamente nunca se cruzan, porque suceden en tiempos distintos, pero el relato pasa de una a otra con naturalidad y buen sentido del ritmo, provocando una constante desazón por la inmanejable situación con estas jóvenes.

Hay un tercer personaje, la madre de Mélanie, en quien la mirada de la película se posa de forma silenciosa y compasiva, acompañándola en su consternación por la pérdida de su hija. Su presencia en el relato en principio es confusa, porque no es fácil ubicarla en la línea temporal de la narración, pero luego se va ajustando, como todo en esta cinta, a ese rompecabezas producto de un desconcertante problema del que todos tratan de entender cómo sucedió, cómo solucionarlo y cómo evitarlo.

La película también parece querer ser muy didáctica en cuanto a los métodos y argumentos que usan los reclutadores, poniendo en evidencia la vulnerabilidad de las jóvenes precisamente en esa etapa de su vida, cuando el mundo fácilmente puede parecer una amenaza y tienen la necesidad de encontrar su identidad y un sentido de pertenencia, en este caso a una religión, a una causa o hasta a un hombre. Esto no lo encuentran en la familia, tampoco en su “sociedad infiel y materialista”, por lo que aquel discurso idealista y extremo cala tan bien en muchas de ellas. Y todo lo hacen por el bien supremo de ganar el cielo, para ellas y para sus familias.

A causa de ese didactismo, se trata de un filme un poco expositivo, pero no por ello exento de una fuerza dramática que transmite de forma contundente ese sentimiento de impotencia, sobretodo de los padres, ante esta situación; así mismo, hace evidente las incertidumbres y vacíos sociales y existenciales a los que se enfrentan los jóvenes de este tiempo en el que, justamente, tienen solucionado todo el asunto material.

Ghost in the Shell, de Rupert Sanders

El alma en un armazón

Oswaldo Osorio

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Que la propuesta visual, argumental y ética de esta película sea de tal nivel y elaboración, es solo otra prueba de lo sorprendente que es la versión original, Ghost in the Shell, realizada en anime veintidós años antes por Mamoru Oshii y basada en el manga de Kazunori Itô. Y si bien la experiencia de esta versión de Hollywood con actores sigue siendo estimulante y llena de connotaciones, todo de lo que habla ya es un viejo cuento del cine visto muchísimas veces, de mejor o peor manera, desde Blade Runner (1982).

Es decir, lo que hace más de dos décadas era pura vanguardia en cuanto a las visionarias predicciones de la  tecnología y a los cuestionamientos éticos de su uso, ahora es un mundo posible y un tema recurrente del cine de ciencia ficción. No obstante, justamente uno de las principales aciertos de esta nueva versión es lo apegada que es al anime original, al punto de calcar muchas de las escenas y hasta de conservar cierto estilo de la época, lo cual es más evidente en la arquitectura, los ambientes, los carros y las armas.

Y esto es un acierto porque es conocida la propensión de Hollywood por alterar las historias originales con fines comerciales a partir de cambios que faciliten la comprensión y complacencia del gran público. Hay algunas variaciones y adiciones (como darle dos madres a la Mayor, que si bien le da fuerza a la historia no deja de ser una concesión al sentimentalismo), pero la historia sigue conservando su oscura y compleja visión de un mundo en el que es posible combinar el cuerpo humano con partes cibernéticas para reemplazar las dañadas o solo por hacerle mejoras.

¿Pero que pasa cuándo el “alma” (ghost en inglés) está definida por la consciencia contenida en el cerebro, pero todo el resto del cuerpo es un armazón de circuitos y material sintético? ¿Qué ocurre cuando los labios no sienten un beso o no se puede degustar una cerveza? Es una vuelta de tuerca del dilema ético acerca de la creación de la inteligencia artificial y de la posibilidad de que esta tenga consciencia de su existencia o desarrolle emociones. En este caso hay alma y emociones, pero no un cuerpo que las disfrute, ni tampoco una conexión y equilibrio entre el cuerpo y el espíritu.

A estos cuestionamientos éticos, que repercuten intrínsecamente en la sicología de la protagonista y, con ello, la dimensiona más allá del arma de matar para lo que fue creada, se le suma una trama policiaca y de corrupción que mueve la historia argumentalmente, pero que, además, complementa esos cuestionamientos con una crítica al poder y a la falta de escrúpulos que las corporaciones  de tecnología pueden llegar a tener en un futuro no muy distante, especialmente por su capacidad de producir inteligencia artificial, de poder ser dioses de alguna forma.

Una megalópolis de impetuosos rascacielos, con deslumbrantes imágenes y avisos luminosos (¡Oh, Blade Runner, cuánto te debe el futuro!) donde serpentean estos héroes y sus antagonistas (terroristas, por supuesto) en medio de construcciones desvencijadas, antros y sucios callejones. Un conjunto que visualmente resulta fascinante y cargado de fuerza y estilización estética, un universo de personas con unos pedazos de tecnología incrustados en sus cuerpos que cuestionan la identidad de todos, una vida de máquinas que son personas y de personas que, tal vez, sueñan con ovejas eléctricas.