Mujeriego y Bomberman, Robbie también es lo que quiera ser

 

David Guzmán Quintero

Hay un factor común entre Barbie y Oppenheimer y no es que los productos de ambos hayan sido lanzados en Japón, sino que sus filmes, tal vez los estrenos más esperados del 2023, cuentan con un defecto generalizado, un defecto común por el que ha pecado Hollywood desde que es Hollywood.

Los filmes son dirigidos por directores que han cultivado una suerte de culto específico (guardadas las distancias, dada la notoria diferencia en las trayectorias): Greta Gerwig, como directora de dramas íntimos, con un contenido sensible a lo femenino, y Christopher Nolan, como director de filmes argumentalmente intrincados y estilísticamente elaborados.

De entrada, Barbie (2023) tiene dos problemas: El primero y como persona con pie plano, que Barbie haya notado que se está volviendo fea porque descubre que tiene pie plano, me lo tomé personal; y, segundo, que no aparezca Max Steel en el filme cuando todo el mundo sabe que él es el verdadero novio de la Barbie.

Más allá de que haya llamado la atención que Greta Gerwig haya manifestado previamente que ya no le interesa volver a hacer esos dramitas que la hicieron famosa y que ahora se dedicará a hacer superproducciones tipo Marvel, Barbie generó alta expectativa por la tensión que podría surgir entre lo sensible a lo femenino y el enaltecimiento de una figura femenina hegemónica por parte de Barbie, como marca. A eso habría que sumarle que supuestamente Barbie no es un filme infantil, sino un filme dirigido a las personas que crecieron con una muñeca de estas, lo que es una propuesta sumamente llamativa y, de ejecutarse bien, soberbia.

Visto ya el filme, si Gerwig hubiese respetado esa línea, el cringe podría ser soportable (o justificablemente incómodo, al menos) y de hecho, lo es: el que los personajes reciten sus diálogos como si estuviesen en un comercial, que en Barbieland la comida sea de aire y la escenografía sea de juguete. Pero la subtrama de la adolescente rebelde que repentinamente descubre lo maravillosa que es su madre, su benevolencia de querer salvar Barbieland y los flashbacks spielbergianos (infantiloides), hacen que se alineen los personajes infantiles con un filme infantil. Las consecuencias de eso es lo que sucede con los filmes comerciales que pretenden una problemática social: los tratan de forma superflua hasta olvidarlos narrativamente, produciendo en el camino momentos innecesarios, empalagosos y de emociones condescendientes. En el caso de Barbie, es la crítica a esa belleza hegemónica que tanto le han reprochado a la muñeca; eso es visible en un momento que es aparentemente banal, pero que, en mi opinión, en realidad, contiene el propósito (irresoluto) del relato; y es cuando Barbie habla con la anciana interpretada por Ann Roth y le dice que es hermosa.

Gerwig parece partir de una idea del empoderamiento femenino, pero en el transcurso se da cuenta de lo peligroso de ese discurso (porque una dictadura no se soluciona con otra) y fue cambiando constantemente. El mero mundo (muy bien ejecutado desde el diseño de producción, por cierto) de Barbieland era bastante atractivo visualmente, la construcción de ese mundo rosa, musical, y la posterior destrucción de este para rebatir esa idea superficial de la Barbie Estereotípica, era bastante inteligente. Así como la entrada de Barbie en el mundo real y el impacto de esta cuando se encuentra con el acoso sexual y el descubrimiento y posterior fascinación por el patriarcado por parte de Ken. Pero cuando Gerwig comienza a insuflar ideologías (no muy claras, además), es que comienza el declive.

El empoderamiento está intrínseco a la misma marca: el que Ken sea un accesorio de la Barbie; bien, eso es una discusión que le corresponde a la muñeca y no al filme. Pero se va acrecentando con el lavado de cerebros que las Barbies se hacen entre sí para desprenderse del otro lavado de cerebros que les habían hecho los Ken, mediante una secuencia montada un poco vertiginosamente y reiterando un discurso que ya roza con lo panfletario, pero, finalmente, para sopesar el efecto, acuerdan vivir en igualdad de condiciones; para, de todas formas, olvidar por completo el punto de partida inicial, que era la superficialidad. Para ser un mundo tan autoconsciente, resultó dejando muchos cabos sueltos.

Es aquí donde surge el punto en común entre Barbie y Oppenheimer: la ambición. Barbie, en su intento por ser, no sé si comercial, pero sí política y socialmente correcta, resulta abarcando la mayor cantidad de discursos feministas posibles. A Oppenheimer, por su parte, le sucede lo que ha sucedido con la mayoría de filmes de los últimos años que superan los noventa minutos: le sobra una parte. Tal vez fue el afán de Nolan por abanicarse con ese formato del estiradometraje, con un filme de tres horas, lo que le impidió notar que lo que en realidad hizo fue un filme de dos horas y otro de una hora. O tal vez sí lo notó y creyó que montando ambas películas en paralelo podría apaciguar un poco ese efecto.

Al final, el filme de Nolan está todo construido en torno a esa maravillosa escena en la que la culpa se devora la cordura de Oppenheimer, intentando sopesarla adoptando un discurso patriotero y arribista, en la que los aplausos se vuelven un silencio diegético, las imágenes se sobreexponen y alucina con las pieles de los asistentes despegándose y siendo absorbidas por ese destello incandescente de una explosión. De ahí en más y muy a pesar de la increíble interpretación de Robert Downey Jr., esas subtramas de la audiencia de Oppenheimer y la de Strauss, sobran, aunque Nolan haya intentado darles importancia faltando cinco minutos con unos plot twists. Y, con muchísima más razón, esas tramas amorosas para mostrar que Oppenheimer era mujeriego; pues detrás de eso, solo hay un morbo amarillista de fondo que nada tiene que ver con el propósito real del relato; de hecho, lo relaciono con Bergman Island (2021), un filme al que adularía llamándolo “crispetero”, que intenta hacer un homenaje a Ingmar Bergman y a sus creaciones, sin dejar de mencionar que tuvo no sé cuántas esposas y no sé cuántos hijos, lo que resulta poniendo en tela de juicio la admiración que tenía la protagonista por el director.

Igual de ambiciosa es su propuesta sonora, pues en realidad era mucho más simple de acuerdo a lo que necesitaba Nolan. Posiblemente la música extradiegética del filme dure, igualmente, tres horas. Musicalizar casi todo el filme es un trabajo de orquestación que superó las habilidades del mismo Nolan, pues no todo el filme requiere de la música y la torna, en no pocos momentos, en música incidental perfectamente extraíble y que, de hecho, le resta importancia a lo que de verdad importa, ya que, por lo demás, hay un dominio soberbio en el volumen del resto de la banda sonora, jugando con la expectativa de la audiencia, como la misma escena que esbocé más arriba o aquella en la que prueban la bomba y se ve el estallido pero el estruendo se escucha mucho después. Puesto así el peso en el aturdimiento que le sucedió a Oppenheimer tras la creación y detonación de la bomba atómica, la música extradiegética amortigua torpemente el efecto.

Al final, ambos filmes dejan un sinsabor, una sensación que roza con la decepción por lo que pudieron haber sido, relato que prefirieron abarcar mucho y apretar poco. Barbie es un filme fallido, Oppenheimer no lo es, ya que no parece haber propuesto algo. No obstante, no son malos relatos, solo resultan siendo reflejo de esa creencia a la que tiende Hollywood de que el desborde presupuestal puede maquillar los baches creativos, cuando al final, esos baches resultan excediendo a cualquier presupuesto. Así, seguiremos asistiendo anualmente a dos o tres filmes hollywoodenses que valgan la pena, mientras los Oscar intentan (cada vez más inútilmente) hacernos creer que son lo mejor de lo mejor.

Tenet, de Christopher Nolan

Truco de mago

Oswaldo Osorio

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Cuando la película más esperada del año, del director más interesante del cine mainstream de la última década, luego de correr el velo de una sofisticada premisa, parece ser solo una cinta de acción y espías como cualquier otra, uno quisiera pensar que el problema es del propio entendimiento y no del admirado cineasta. Entonces uno repasa, hacia adelante y hacia atrás, sus componentes y construcción, para encontrar esas piezas o ese sentido que puedan darle el giro a una película que uno quisiera que fuera compleja, pero que solo ve complicada.

Los juegos y elucubraciones del cine con el tiempo siempre han sido fascinantes, lo cual se puede sustentar, justamente, con cuatro títulos de este mismo director: Memento (2000), Inception (2010), Interstellar (2014) y Dunkirk (2017). ¿Pero qué pasa con esta nueva película en la que solo parece hacer un juego de palíndromo temporal (como su título) con un argumento, en últimas, muy básico? La respuesta tal vez está en el viejo y confiable método de relacionar forma y fondo.

Lo primero es clarificar la complicada trama (que por su confusa naturaleza no tiene riesgo de ser spoiler): unos científicos en el futuro inventan una manera de invertir el flujo del tiempo en objetos y personas (la base es un principio físico: disminuir la entropía de estos) y un agente debe detener a un hombre que tiene el poder de moverse en el tiempo y sus intenciones de acabar con la humanidad.

La primera parte de esta explicación parece deslumbrante, mientras la segunda, es la misma historia del bueno que, para salvar el mundo, lucha contra el malo y, por supuesto, también a la chica, no importa si al hacer esto último pone en riesgo al planeta entero (como si fuera uno de esos elementales relatos de Superman que siempre antepone la seguridad de Luois Lane sobre cualquier cosa).

Entonces, esa “tenaza” temporal que se aplica en cada secuencia de acción, definida por ese principio físico y de ciencia ficción que casi nadie entiende en su momento (ni siquiera el mismo Protagonista), determina el motor de la trama y de esas escenas. El problema es que, como si fuera truco de mago (y Nolan conoce muy bien esto, como nos lo explicó en El gran truco, 2006), mientras con una mano distrae a la audiencia (con las intensas secuencias de acción y sus juegos temporales), con la otra nos pasa rápidamente ante los ojos una “deslumbrante” historia constituida apenas por esquematismos y vacíos argumentales, la mayoría de ellos solucionados o explicados por ese as en la manga que tienen todas las películas sobre viajes en el tiempo: es una paradoja temporal.

Que el ingenio de Nolan sigue destacándose y que cada vez busca nuevas y estimulantes formas de contar una historia, de eso no hay duda. La música, por ejemplo, es aquí uno de esos elementos concebidos de forma diferente. Que siempre le funciona, no necesariamente, sobre todo en este caso, cuando el espectador la mayor parte del tiempo no tiene claro lo que está viendo (la confusión de soldados enmascarados que van y vienen en la gran secuencia final es un ejemplo de ello). Y cuando se aclara algo, resulta de una simpleza casi vergonzosa, como las razones del villano para acabar con el mundo.

Por eso, en últimas, tal vez lo mejor es disfrutar esta película de manera compartimentada: las secuencias de acción como si fuera una película de acción, las de los elaborados planes como si fuera una de Misión Imposible, y las de sofisticado espionaje como si fuera una de James Bond.

 

Dunkerque, de Christopher Nolan

El relato de la guerra… y nada más

Íñigo Montoya

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No se me ocurre otro director en la actualidad de quien la cinefilia espere más su última producción. Ya ni Tarantino. Nolan, con su impecable, compleja, estimulante y variada filmografía nos obliga a repensar el cine desde cada nueva propuesta que trae: El thriller con Following (1998) e Imsomnia (2002), la fragmentación del relato con Memento (2000), el cine de súper héroes con Batman Begins (2005), la ciencia ficción con Interestelar (2014) y ahora el cine bélico con Dunkerque (2017).

Esta última película es sobre aquel célebre capítulo de la Segunda guerra mundial cuando miles de soldados ingleses son rescatados del asedio alemán. En este caso, la gran apuesta de Nolan está en su propuesta narrativa: en primer lugar, con la alternancia de tres distintos tiempos en el relato, que obedecen a tres momentos y duraciones de ese mismo episodio: una semana de los soldados en playa, un día de los civiles rescatistas y una hora de un piloto.

En segundo lugar, concentrando (reduciendo, también se podría decir), el grueso del metraje en secuencias de acción que tenían como únicos objetivos sobrevivir o rescatar. Estas secuencias, además de verse potenciadas por el suspenso propio de su dinamismo y la alternancia con los otros momentos, con los otros tiempos, resultan especialmente acuciantes gracias a la música de Hans Zimmer, constituida por piezas casi desprovistas de melodías, incluso muchas veces de sonidos salidos de instrumentos convencionales, que transforman el ritmo, el drama y las atmósferas en pura angustia y desesperación, incluso de una forma dudosamente artificial.

Así que, con este juego de tiempos y de montaje, la historia casi limitada a la acción y la enfática banda sonora, la experiencia de la guerra que nos propone este gran director es visceral y emocional, aunque en un sentido inmediatista, es decir, el impacto de la guerra no está presente en personajes sólidamente construidos ni en sentimientos o emociones hondos o complejos.

Es otra forma de crear un relato bélico, y una no solo valida sino de gran intensidad y pericia cinematográfica, cargada de momentos e imágenes tan inolvidables como épicos y grandilocuentes. No obstante, a la luz de muchas de sus películas, que nos desafiaron la ética, la emoción y el intelecto, tal vez dudamos un poco con este planteamiento tan directo y casi primario. Es como si, parafraseando aquel viejo refrán, haya habido mucho cine y pocas nueces.

El origen, de Christopher Nolan

La realidad por capas

Por: Oswaldo Osorio

El mundo de los sueños es uno de los temas más viejos del cine. La realidad onírica es la que más fácil se le da a los medios del séptimo arte y a la que, junto con la fantástica, mejor provecho le ha sacado. Por eso, de tan recurrente que ha sido en las pantallas, es necesario que cada director que lo retome haga la diferencia, como ocurre en este filme. Porque no se trata de una cinta más sobre el tema, sino una de las más complejas y sofisticadas historias que se haya hecho, un verdadero viaje a las posibilidades del subconsciente y a su aprovechamiento argumental y narrativo.

Es difícil pensar en otro director de la industria que, en la última década, haya logrado combinar la originalidad, el talento y el éxito comercial como lo ha hecho Christopher Nolan. Está claro que lo suyo son los thrillers sicológicos. Pero no los limita simplemente al loquito sofisticado que asesina gente, tipo Hannibal Lecter, sino que su inmersión en la desequilibrada sicología de sus personajes siempre es más sólida y compleja que los clichés del género. Memento, Insomnia y hasta las dos últimas entregas de Batman tienen esta marca, la de no solo ser perfectos thrillers, sino también una inmersión en las profundidades de la sicología de sus personajes.

Al principio, esta película puede parecer una de tantas que recurren al esquema de hacer que la acción pase de una realidad a otra, un esquema que ha sido muy explotado, sobre todo en estos tiempos de realidades virtuales. Sin embargo, rápidamente se puede ver que no solo es un Matrix onírico, sino que tiene la capacidad de trascender esa simple y vieja idea de Alicia atravesando el espejo, para darle una vuelta de tuerca planteando una lógica similar a la de las muñecas rusas, las matriuskas, en la que una realidad es sólo una capa que recubre otra realidad y ésta, a su vez, encierra otra.

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Batman: El caballero oscuro, de Christopher Nolan

Las horas más oscuras de un héroe

Por: Oswaldo Osorio

Con Batman inicia (2006) nació el mejor Batman del cine, aun contradiciendo la regla que afirma que casi nunca las secuelas de una película son buenas y mucho menos la quinta. Las apuestas acaban de subir con ésta, la era Christopher Nolan, cuando su segunda cinta sobre el hombre murciélago sostiene un nivel jamás alcanzado. Esto parece una herejía, porque implica pasar por encima del gran Tim Burton y sus dos primeras entregas, pero es que frente a esta nueva versión se encuentra el talentoso director de Following (1998), Memento (2000) e Insomnia (2002).

Los superhéroes salidos de los cómics casi siempre han sido explotados por el cine para crear películas de acción y aventuras y para hacer alarde de los últimos avances en efectos especiales. Por lo general, después de una primera e impactante entrega viene una seguidilla de filmes menores que sólo buscan capitalizar el éxito inicial. Ocurrió con Supermán en los ochenta y con Batman en los noventa. Esta última saga llegó a un nivel casi indignante con las versiones de Joel Schumacher (Batman eternamente y Batman y Robin), que fueron esquemáticas en su tratamiento argumental, así como chillonas y superfluas en su tratamiento visual.

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La mejor cara del Guasón

En realidad, por ser un villano, la mejor cara debe ser la peor. Este personaje nació con el mismísimo Batman, en la primera entrega del cómic en 1940. Desde entonces ha sido dibujado e interpretado de distintas formas. Lo que lo define, en esencia, es que es un sicópata. No busca dinero ni poder, sólo causar caos y hacerle todo el daño posible a Batman, pero nunca matarlo porque eso acabaría con la diversión. Veamos algunas versiones:

El dibujado. Ha mutado de apariencia según el dibujante y los tiempos. Igualmente lo han caracterizado de distintas formas: amenazante, torpe, loco, payaso o vulgar criminal.

 

 

 

El de César Romero. Un poco ingenuo y tonto como correspondió a la serie de televisión de los años sesenta, con su estética camp y esos golpes que mostraban su sonido con palabras.

 

 

 

El de Jack Nicholson. Tan desquiciado, delirante e ingenioso como el cine de Tim Burton. También tan abusivamente histriónico como el actor que lo interpretó.

 

 

 

El de Heath Ledger. Más que por la acertada interpretación, su verdadera fuerza viene de la forma como fue concebido, desde su nada glamuroso maquillaje, hasta el extremo sicopático al que el director Christopher Nolan lo lleva. El único de todos que realmente perturba.