Decimoprimer día

Crédito Stefanía Ortega

Seis a.m. y no ha sonado la alarma, pero yo ya estoy despierta, faltan cuatro horas para poder entrar a la asesoría virtual del trabajo de grado… ¿qué hago con tanto tiempo? Salgo de la cama, me baño hasta el cabello, me arreglo y comienzo a organizar la habitación, ¡cuánto desorden puede acumular uno! ¡por dios! Inmediatamente me dispongo a coger todo lo que hay en el suelo, limpiar lo que tenía exceso de polvo, despejar la cama y el área de trabajo. Siete a.m. y ya no tengo nada qué organizar. Me dispongo a leer, me sumerjo tanto en la lectura que el tiempo pasa y, al parecer, llegaré tarde a esa asesoría.

El medio día llega sin hambre, sin ánimos y claro, sin mucho por hacer. Mi madre me hace comer una “sopita para mejorar el ánimo” creo que sirvió, hice ejercicio con mi hermano, leí otro rato junto a mis padres y entonces llegó el momento en el que comencé a reflexionar sobre esto que nos está aconteciendo. ¿Qué hace la gente que no puede parar?, ¿Qué puedo hacer yo por ellos? ¿saldremos ilesos de esto? ¿Nos contagiaremos todos? ¿Hace cuánto no me lavo las manos? No lo recuerdo, por seguridad vuelvo al baño, saco jabón antibacterial, aseo hasta las esquinas menos pensadas de mis manos, “¡jueputa, qué manos tan bien lavadas tengo!” pienso. Salgo del baño y Jacco, mi perro, me mira como si presintiera el acto seguido, se esconde… claro, necesita un baño.

Tiempo. Pareciera que por fin tenemos tiempo para todo, pero también pareciera que ahora no tenemos nada por hacer. Así me siento después de once días en aislamiento preventivo. Sólo es el comienzo.

Son las 2:00 a.m. y apenas si tengo sueño, tomo el calendario donde cuento los días y anoto los sucesos relevantes. Alrededor de cuatrocientos casos. ¿Cuántos serán mañana? ¿Seremos?

 

El birrete por la corona

texto-destacado

Este discurso de graduación es una crónica capaz de conmovernos y hacernos reír. Tiene el poder de convocar a más de uno que, en distancias disímiles, se identifica con la vida escolar. Sara logra descripciones muy ajustadas a la realidad con un toque de acidez muy inteligente.


Escucha esta historia en la voz de Javier Alexander Macías, editor de Paz y Derechos Humanos de El Colombiano:


Crédito Sara Rodríguez

Nunca he sido buena exponiendo, mucho menos dando discursos, mi voz se suele entrecortar como si estuviera a punto de explotar, como si quisiera derramar todas las lágrimas que no derramé este año. Sin embargo, debo corresponder a la confianza que me brindaron los profesores al encomendarme este discurso, pero con la suerte de que se me permitió leer lo que escribí.

Espero impaciente en mi silla mientras mis demás compañeros se acomodan donde su nombre está inscrito en el espaldar. Me sudan las manos y, en cuestión de minutos, el rector da una breve introducción:

-Se da paso a la estudiante Sara Rodríguez, quien está a cargo del discurso por parte de la generación 2020. 

Me paro de mi asiento y piso la toga. Avanzo torpemente hacia el frente. “Estas togas están hechas para jirafas”, me decía a mí misma en un ridículo intento por no pensar en el discurso que daré en los siguientes segundos.

Una vez allí, en lo más alto de la tarima, veo a cada uno de mis compañeros a los ojos. “Quizá estas sean las últimas palabras con las que me dirija a ellos”, pienso para mis adentros. Cierro los ojos, respiro profundamente y corro hacia un lado la borla que se encuentra enfrente de mí:

Muy buenas tardes a todos los presentes, me dirijo hacia ustedes con entonado acento: 

Siempre me han gustado los juegos de palabras, suelo describir las cosas a partir de emociones o semejanzas, no directamente. Por ejemplo: el cielo es azul, yo lo diría más bien como “el mar de arriba, cuya calma hace que los algodones blancos se muevan al ritmo del viento, como una danza de jardín”. Eso suena mucho más bonito, aunque el juego de palabras del Covid-19 por el Corona, Coronavirus, no me hace gracia, porque fue el Corona quien nos hizo perder el dinero de la chaqueta de Once porque solo la usamos dos meses, nos separó de nuestros amigos, nos quitó la oportunidad de meternos delante de un niño de Séptimo en la fila de la cafetería, de ser respetados por los demás grados y, sin duda alguna, arruinó el supuesto “mejor año del colegio”.

Todo comenzó, según mi propia vivencia, cuando Nataly, la manicurista de la familia, me estaba arreglando el desastre que dejé después de una dura semana de estudio, pues mis uñas siempre son víctimas de mi ansiedad. Mi mamá estaba recostada en el sofá de la sala y conversábamos sobre el virus que se había dado en China. “Esas cosas solo pasan en el primer mundo” decía Nataly. “¿Te imaginas dónde llegue a Colombia?”, preguntaba mi mamá preocupada, pero yo me decía a mí misma “Nada de eso, este es mi último año, con tanta tecnología de seguro no pasará nada”. Sin embargo, en el fondo y más allá de la luz amarillenta que iluminaba la sala, sabía que todo podía pasar. “Súbele a la tele porfa” le dije a mi mamá ese viernes mientras pensaba en los exámenes finales de la semana, pero un anuncio de las noticias capturó mi atención. En letras negras y con el fondo amarillo, así como una buena noticia de minuto treinta, se vislumbraba el siguiente anuncio: “Noticia de última hora, todas las clases de los colegios del municipio de Medellín quedan suspendidas. Entrarán a cuarentena por el Covid-19”.

Nataly dejó de aplicarme el brillo en las uñas, la última capa para finalizar, y se quedó como una estatua mirando fijamente, cual perro guardián el televisor; mi mamá, se incorporó rápidamente y vi como su cara palidecía como la de un muerto. Fue ahí cuando yo sentí un pitido en los oídos y un profundo vacío en mi estómago, con hambre y náuseas a la vez, comencé a reírme, “bueno, por lo menos me salvé de los finales”, dije. 

Y supongo que toda la transición de colegio presencial a colegio virtual se la saben todos ustedes: distraerse con el celular, tener constantes dolores de cabeza y espalda, desayunar a la primera hora de clase, desviar la cámara del computador al techo, escuchar al inteligente del salón todo el día. Además, los exámenes individuales se convirtieron en exámenes grupales. Pero para ser sincera, mi parte favorita era emplear la redacción a la hora de escribir un correo excusándome de faltar a la clase de educación física: “Cordial saludo profe, soy Sara Rodríguez del grado Once A. Le informo que el día de hoy no podré asistir a su clase debido a que los cólicos menstruales me agobian, de tal forma que me impiden realizar cualquier ejercicio propuesto por usted. Le pido mil disculpas por faltar a una de las clases más entretenidas y útiles para el cuerpo, bien sé lo mucho que usted vela por nuestra salud. Gracias y feliz tarde.” Y así era como la comprensión y altruismo de Fernando, el profesor, jugaban a favor de mi siesta después del almuerzo, y claro, sin cólicos menstruales. 

Levanté lentamente la cabeza y dirigí mi mirada, con una ceja arqueada, hacia los padres de familia: Sí papás, todas estas cosas no las hacía solo yo. Mientras soltaban carcajadas de incredulidad, busqué a Fernando y le dije: ¡perdón por mentirte!, valió la pena cada segundo de sueño extra, sabes que te llevaré en mi corazón siempre. Y Fernando, con los brazos cruzados, bajó la mirada mientras negaba con la cabeza ocultando una pícara risa como diciendo “Sara, esa ya me la sabía, pero gracias por admitirlo”. 

“Cuanto extrañaré esa calva” pensé mientras las carcajadas se apaciguaban. Una vez todos en silencio, retomé: 

Retrocediendo un poco en el tiempo, y recordando el regreso al colegio, yo no pude estar más feliz de volver a ver a mis compañeros ese lunes 21 de septiembre. Ustedes, los padres de familia, dieron el “Sí” al plan piloto de reingreso de los estudiantes del grado Once. Por cierto, ¡gracias! Sin embargo, dejar de ver la sonrisa de mi amigo, percibir la dificultad para escucharlos tras el tapabocas, no compartir la comida y hasta no poder abrazarlos, hacía que hasta a los mismos profesores se les salieran las lágrimas. Sí, al parecer los profesores tienen sentimientos para esto, pero no para subir un 2.9 en su materia. Era como estar en el espacio, cada uno en su propio traje, saltando a la deriva del día a día. El contacto físico, era casi nulo, pero, con cada lunes que pasaba, aprendíamos a ver más allá del casco espacial; unos ojos que cuando se achinaban, significaba alegría; y cuando estaban cristalinos, significaba melancolía. 

El tema de los ICFES fue una sorpresa para todos, siempre creímos que serían virtuales y que gozaríamos con comida, agua e información de internet todo el tiempo, pero no, por el contrario, tuvimos la suerte de viajar al otro lado del mundo, y muchos se preguntarán “¿Pero de qué está hablando esta niña?” Pues sí, resulta que a la generación la distribuyeron por toda el área metropolitana en distintos colegios públicos, algunos afortunados nada más debían ir tres cuadras más abajo de sus casas, pero otros, tuvieron que madrugar a un viaje de 1 hora en carro, y si se perdieron en el camino como yo, habrán contemplado el rostro lleno de furia de la señora que nos recibía en la entrada del colegio por haber llegado tarde. No hubo remate, como era de esperarse, las discotecas estaban vacías y las fincas desoladas, como pueblos abandonados pero, los domiciliarios de pizza, hamburguesa y cualquier otro tipo de comida chatarra que pudiera apaciguar el cansancio mental, tuvieron una tarde ajetreada yendo a las casas de aquellos estudiantes de Once que, para reemplazar un cóctel, pidieron un combo con papas o una extragrande familiar. 

Los días finales se acercaban cada vez más, el reloj del tiempo se aceleraba con el paso de los días. “¡No puedo creer que en serio mi graduación vaya a ser por Zoom!“ “¿Qué pasará si se me va el internet?”; estas y más preguntas me hacía por las noches mientras miraba, débilmente por el sueño, la chaqueta colgada en el perchero de mi habitación, pensar en ella me recuerda al día de la familia en que todos los estudiantes del grado Décimo, uniformados con camisas verde limón, atendían a las familias. Recuerdo que estaba soleado y cada uno dispuesto en lo que le tocó: algunos cocinaban, otros con moños negros en el cuello servían de meseros, las mujeres con sus delantales manchados de pintacaritas, esmalte de uñas y probablemente con alguno que otro piojo enredado en sus cepillos. Ese día trabajamos como hormigas. La casa embrujada funcionó de maravilla, toda decorada con máscaras de la purga, música aterradora para ambientar y paredes improvisadas hechas de tubo de PVC con un mantel negro. En mi caso, era la encargada de servir las gaseosas, pero terminé calentando salchichas para los perros, exprimiendo naranjas para el puesto de jugos y poniendo papel globo rosado y cintas plateadas para decorar las anchetas de las rifas. El dinero que recaudamos lo invertimos en la prenda más importante de Once: la chaqueta. Es una lástima que no pueda ser heredada porque por lo menos la mía, está en perfecto estado. 

A pesar de todo,  aquí estamos. A ustedes, padres de familia y profesores, les debemos nuestro más sincero agradecimiento por abrir este espacio que, aunque sea en un coliseo abierto, cada uno separado a dos metros del otro, y con sus sonrisas ocultas tras el tapabocas, nos dieron la oportunidad de vivir una graduación: la despedida final de la generación que marcó un antes y un después en el resto de las generaciones que fueron y que vendrán. 

Al profesor de Artes, le felicito por los listones morados, blancos y azules que disimulan casi a la perfección la cancha de básquet, los moños detrás del asiento de cada uno, y el suelo con ese hermoso tapete rojo que pasa por toda la mitad de las líneas que delimitan la cancha de fútbol. 

A los profesores de matemáticas y estadística, les doy las gracias por crear una serie de columnas y filas, como un sudoku, donde toda la generación pudo reunirse, las 81 personas que me acompañaron a lo largo de estos años. 

A mi profesora de español, le doy las gracias por darme la confianza de redactar este discurso que, espero, así sea un pedacito, les haya llegado al corazón. Además de que hayan prestado atención y no se hayan dormido como Mateo. ¡Levántate, Mateo! Él se incorporó rápidamente y pude ver cómo sus mejillas regordetas y pecosas comenzaban a tornarse de rojo mientras todos se reían. 

Para el párrafo final, mientras todo quedaba en silencio otra vez, me erguí y tomé una postura más seria, como un político dirigiéndose a su pueblo y continué: 

Somos una generación increíble, levantemos esas caras largas y pongámonos la corona que nos merecemos porque, sin duda, el estar aquí presentes cada uno con sus togas y birretes azules, nos muestra lo fuertes que fuimos durante todo este año y lo fuertes que seremos ante las adversidades que nos llegarán en el futuro. 

Para mis compañeros de viaje, la generación 2020, gracias y un abrazo telepático.

Salvar a un ruiseñor

Crédito Emiliana Velásquez

Atticus Finch, personaje de la novela Matar a un Ruiseñor, decidió defender a alguien a quien todos culpaban. Veía en esa persona humanidad, esperanza e inocencia. Cada día, un Atticus Finch va a defender su propia vida de conceptos errados y de ser prejuzgados en un mundo al que le sobran los estigmas. Todos los días, un nuevo juicio para definir la culpabilidad que asumimos al decidir y definir qué nos gusta y cómo actuar frente a las demás personas. Nos damos cuenta de que las “leyes” no se aplican igual a todos, y las injusticias que parecerían suceder solo en películas o libros, ahora se han convertido en parte de nuestra realidad. 

Aquel pequeño niño no sabía que había más de lo que su familia le dejaba ver. Vivía entre paredes de sentencias erradas que no lo dejaban avanzar y tomar control sobre su vida. Hasta que creció y conoció el mundo. Veía cómo sus amigos iban a fiestas, se iban a caminar sin rumbo los domingos en la mañana y comenzaban a experimentar.

Como cualquier persona, él quería lo mismo. Y fue cuando se dio cuenta de que no le sería tan fácil. Sus papás no se hicieron esperar con amenazas de quitarle lo que amaba, prohibiciones sobre lo que escuchaba, leía, escribía y miraba en el televisor. Tal vez, con las intenciones de “protegerlo”. Pero no se dieron cuenta de que, a falta de enfrentarse al mundo, no podía combatir los juicios, por más que se defendiese, siempre habría algo en su contra.

No oía más que lo que menos quería oír. En este momento pudo escribir un libro sobre las mil maneras para oprimir a quienes te aman. Tampoco sería sorpresa si se convirtiera en un bestseller a nivel mundial, estamos tan acostumbrados a escuchar que siempre hay algo mal con nosotros, que no sorprendería si nos sentimos identificados con alguno de los métodos de opresión actuales.

Es que no se necesita ser juzgado por la propia sociedad cuando las frases preferidas de tu familia son “¿qué hicimos mal?” en vez de un “Te amo”. Este chico tampoco necesitaba decidir qué estudiar luego del colegio, pues vivía bajo la amenaza “O estudias lo que te decimos, o tú verás cómo te pagas la universidad”. Mucho menos necesitaba tener pasatiempos, ya que cada vez que hacía algo diferente a lo que le decían, lo privaban de aquellas actividades. Si bailaba, era un problema. Si cantaba, era un problema. Si quería comprar el nuevo álbum de Shawn Mendes, era un grave problema. Aún recuerdo que un día compramos una revista solo porque tenía un póster de Shawn Mendes. Estaba realmente feliz de ponerlo en su cuarto. A la semana siguiente, llegaba del colegio a su casa y encontraba que el póster ya no estaba donde lo había dejado.

Tampoco podía llevar amigas a su casa, pues sus papás se ilusionarían con que alguna de ellas fuera su pareja. Ni mucho menos a su verdadera pareja, porque no podría ser más que su amigo o los apartarían. Tuve la oportunidad de conocerlo y el universo me dio dos opciones: juzgarlo al igual que su familia, al igual que la sociedad, o ser la Scout para su Atticus. Tal vez no podía defenderlo como Atticus defendió a Tom. Porque esa era su propia lucha, pero si podía estar ahí para él y aprender de la situación.

Nos conocimos hace 3 años. Aún recuerdo cuando nos vimos por primera vez… ya se veían sus ojos un poco apagados. Y a pesar de ser una persona que bailaba de un lado a otro, y que siempre estaba para ti con una gran sonrisa, había algo en él que rogaba por ayuda. Es curioso como siempre pensamos que somos los únicos con demonios, cuando vivimos en un mundo donde nadie está libre de ellos. Comenzamos a salir más y a darnos cuenta de que realmente no éramos tan diferentes como parecía.

Los meses pasaron y cada vez fue más claro todo para mí, él no era una persona emocionalmente estable, como yo, y todo tenía una raíz: su propia familia, impidiéndole ser un adolescente como cualquier otro y satanizando todo a su alrededor. Para ser sincera, en un inicio no le di mucha importancia, él tampoco parecía dársela. Pero luego todo empeoró, ahora su familia no sólo satanizaba las cosas que le rodeaban, sino también a él: su forma de vestir, su forma de caminar, su forma de hablar o incluso hacia quien se sentía atraído.

Emiliana-Velasquez

Me gusta creer que ambos fuimos un escape para el otro de lo que pasaba en nuestras vidas. Teníamos los parches más random del mundo. Recuerdo nuestros planes improvisados en El Planetario y en Oviedo. Siempre terminábamos haciendo lo mismo: sentados en la mitad del lugar, hablando de nuestras vidas hasta que llegara la hora de irnos. Pero nada de eso compensaba todo lo que se repetía al llegar a su casa. Y al otro día, en el colegio, nos encontrábamos en el descanso para escuchar lo que había pasado. No sé ya a quién le dolía más. Él viviéndolo o yo escuchando cómo la impotencia lo consumía, y yo no podía hacer nada tampoco.

Era tal vez abril y salíamos de alfabetizar. Íbamos al centro comercial Santafé con otros dos amigos. Recuerdo que fuimos a Importados a “lolear” y también a Forever 21, a medirnos ropa con la que pasamos vergüenza cada vez que salíamos del probador. Luego de esta bochornosa situación, nos quedamos solos, como era de costumbre en las salidas. Subimos a comer y frente a nosotros pasó alguien a quien llamaremos Mostaza: aquel que se quedaría en nuestra memoria para recordarnos este día. Luego de haberlo visto, comenzamos a recorrer todo el centro comercial esperando volvérnoslo a encontrar y poder hablar con él. No teníamos ni idea de qué le íbamos a decir, pero no queríamos haber desaprovechado la oportunidad de conocerlo.

Como sería de esperarse, no le hablamos nunca. Pero él motivó la conversación más linda que jamás tuvimos.

- ¿Qué hubiera pasado si hubiéramos ido a hablarle? – Me preguntó después de rendirnos en nuestra búsqueda.

- ¿Qué hubiera pasado si él nos hubiera hablado? – Respondí fangirleando ante la idea, mientras encontrábamos un lugar para sentarnos.

-Probablemente hubiéramos comido galletas con helado con él y vivido nuestra propia historia de Wattpad- Cabe resaltar que esa fue la última vez que vimos a Mostaza: pidiendo una galleta en The Cookie Jaar.

-Es mejor imaginarnos lo que podría haber sido, a enfrentar la realidad de lo que sería. –  Dije pensando en la posibilidad de que no fuera una buena persona, y en las consecuencias que habría tenido para él.

Se quedó en completo silencio por unos segundos para luego responder: -yo creo que vale la pena arriesgarse- a pesar de notar valentía en sus palabras, también notaba temor y desconfianza en su voz frente a lo que decía. Tal vez estaba seguro de querer enfrentarse al mundo que lo rodeaba, pero no a quienes lo circundaban. Y es que tal vez es el mayor miedo que sufrimos todos, es uno de los mayores dilemas. ¿Ir con nuestro instinto y arriesgarnos, o renunciar a alguien que habría podido ser, por la incertidumbre de qué pasaría?

Cómo nos gustaría que las cosas fueran como las imaginamos… Esta tarde, continuamos creando el futuro ficticio de todo lo que hubiese conllevado la persecución de un anhelo. Fue un sueño bonito.

Me gustaría poder darle un final a este relato y decir que todo terminó. Pero, como no es así, quedémonos con esto: Él siguió luchando y yo, a pesar de haberme alejado un poco de la pelea, le sigo haciendo porras a la distancia.


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El día en que descubrí mi color

Créditos Alesander MesaEra un niño ingenuo, se podría decir, más bien todos éramos ingenuos y nos dejábamos llevar por los demás.

Empezaba el año escolar del 2012, mis primos y yo entramos al grado tercero. Ese año fue bastante complicado y creo que ahí fue donde aprendí a formar mi carácter y a ser una persona más comprometida. La historia pudo haber sido un poco amarga para mí, pero de esta experiencia aprendí mucho, partiendo de que descubrí mi color, su historia, y su fortaleza.

En tercero experimentamos como nunca el racismo y no solo por parte de mis compañeros de clase. Como era de esperarse, empezaba el año y en ese entonces estudiábamos en Fe y Alegría, en Santa María, en Medellín. Vivíamos en Santo Domingo La Torre. Un día nos levantamos, nos organizamos y nos dirigimos al colegio, como era costumbre, al llegar allí todo parecía emocionante, pero al entrar a nuestra aula lo que antes fue dulce, ahora parecía amargo. Desde el instante en que pisamos el aula, a mis primos y a mí, nos empezaron a mirar como bichos raros, nadie nos respondía el saludo, ni la profesora, parecían ignorar nuestra presencia. Pero no le dimos mucha importancia a esto y pasamos el día en el rincón del salón, quizás ni lo notamos mucho en ese entonces.

Al pasar los días, empezamos a notar que no éramos bienvenidos en ese lugar, y que no estábamos en el rincón por preferencia sino por exclusión. No entendía por qué nos miraban así, hasta que me miré a mí mismo y noté mi color. Tal vez antes no había sentido la necesidad de mirarme, de mirarme realmente. Hacían comentarios ofensivos hacia nosotros, por nuestro color de piel, por nuestras bocas, nuestro cabello y mucho más. La profesora parecía apoyarlos, pues nunca les decía cómo se debe respetar a sus compañeros, solo se quedaba callada y en ocasiones se reía. Ser cómplice también es ser parte de quien discrimina.

Para las actividades o talleres era igual, pues no importaba cuánto nos esforzáramos, en la mayoría de veces siempre sacábamos notas malas, incluso aunque los trabajos estuviesen bien desarrollados, nos comparaba a toda hora con los demás, era algo increíble, aunque no hiciéramos nada, éramos los malos, un día dije: “voy a ser mejor y quizás así les agrade”, y me esforcé el triple y empezó a irme mucho mejor, pero… era la misma persona para ellos.

Entonces empecé a ser bastante conflictivo, confieso que yo era algo agresivo ya, y bajo esta situación me volví más, empecé a estar inmerso en peleas con cada uno de mis compañeros, de hecho, fue uno de los años en que más visité la coordinación y, aunque las peleas no cesaban, aún seguía siendo un “buen estudiante”.

Cada tarde, después de llegar a casa, me sentaba a estudiar y en ocasiones me quedaba pensando “¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? normalmente venían a visitarme estas preguntas con las que sostenía una conversación conmigo mismo. Mis padres no se enteraron de esta situación, ya que trabajaban demasiado.

Alesander-Mena

Un día recapacité y me dije que no necesitaba amigos para progresar, ahí estaban mis primos con los que contaba incondicionalmente, así que nos aferramos el uno al otro y decidimos olvidarnos del resto y concentrarnos en lo nuestro, crear nuestro propio mundo en el que podíamos sentirnos bien, sin dañar a nadie, y sin que nadie nos dañase a nosotros; era importante pensar en qué queríamos para nuestro futuro, lo que indudablemente no queríamos era volver a pasar por lo mismo, así que cada vez fuimos mejores, todo el tiempo lo pasaba con mis primos, después de clases, antes de clases, en las clases, establecimos una mejor relación, éramos inseparables. Aprendimos de nuestro color de piel, nos sentíamos orgullosos de tenerlo porque era el color de la familia, y la familia hablaba de otros antepasados que habían luchado mucho para hacerse escuchar.

Después de tanto luchar por ser aceptado en mi aula de clases, paulatinamente fue sucediendo, tal vez no de parte de todos, pero sí de quienes empezaron a importarnos. Parecía que toda aquella repulsión que una vez sintieron por nosotros se había acabado. Tuvo que pasar mucho tiempo, y creo que en gran medida este cambio se dio también por una transformación en la forma en cómo percibía a los demás, pero sobre todo cómo me percibía a mí. En definitiva, quienes necesitaban y tuvieron un cambio de percepción fueron ellos. Desde ese momento, y hasta ahora, aprendí que posiblemente el racismo difícilmente pueda acabar, así como otras formas de exclusión. El mundo siempre estará habitado por gente que cree en el cambio y por gente que perdió las esperanzas y se dedican a atormentar a los demás, pero en todo caso algo que siempre podemos hacer es aferrarnos a quienes nos aman y sacar a flote nuestra identidad.