El Catatumbo no es postal de viajero ni destino de aventura. Tampoco un corredor fronterizo dinámico. La región carga una chapa impuesta por los fusiles y la persistencia de grupos criminales que han convertido sus montañas y caminos en un escenario de disputa interminable. Esa reputación impuesta por la violencia se mantiene, pese a los múltiples intentos de gobiernos sucesivos que han prometido transformarla y no han logrado más que empujar sus problemas hacia el futuro. Los habitantes, que ya cargan décadas de abandono, resisten como pueden una guerra sin fin.
En enero se cumplirá un año de una de las ofensivas armadas más feroces de la historia reciente de la zona. El 16 de ese mes, el ELN y el Frente 33 de las disidencias de las Farc iniciaron un combate abierto por el dominio absoluto del territorio. La lógica que impusieron fue simple. Solo podía quedar uno, y el que no lograra escapar debía asumir el destierro o la muerte. La ofensiva se tragó todo a su paso, incluidos civiles que nada tenían que ver con esa disputa. El resultado fue devastador. Más de 70.000 personas desplazadas, decenas de asesinatos, reclutamientos y una sensación de que el conflicto entraba en una nueva fase más cruel.
La magnitud del desastre obligó al Gobierno a aparecer con anuncios de restablecimiento del orden y compromisos de pacificación. Sin embargo, 11 meses después, el único compromiso que se ha cumplido con exactitud ha sido el de la guerra. Lo dicen los pobladores, lo repiten las organizaciones sociales y lo confirman las propias entidades del Estado que trabajan sobre el terreno. La sensación general es que la crisis se profundizó. Cada semana se suman nuevas familias desplazadas, crece la inseguridad, aumentan las muertes y se consolidan los controles territoriales de los grupos armados. La vida cotidiana cambió, pero hacía lo peor.
Todo esto quedó planteado en una audiencia pública convocada recientemente por la Corte Constitucional. Allí, las autoridades expusieron una radiografía que no deja dudas sobre la gravedad de la situación. La Unidad para las Víctimas reportó que en los primeros meses de 2025 el número de personas obligadas a abandonar sus hogares superó por mucho los registros históricos. Más de 70.000 habitantes fueron expulsados de sus veredas y corregimientos en desplazamientos masivos que rompieron cualquier referente conocido. A modo de contraste, en 2018, considerado el año más crítico, solo se habían documentado 13 eventos de ese tipo.
La velocidad con la que avanzaba la violencia llevó al Gobierno a recurrir a medidas excepcionales y a activar el estado de conmoción interior mediante el Decreto Legislativo 62 de 2025. La Corte le dio un aval parcial. Aun así, aunque el Ejecutivo declaró en abril que el orden público había sido restablecido, las salas especiales del alto tribunal advirtieron que la emergencia humanitaria seguía creciendo. Mientras el papel anunciaba el fin de la alteración del orden, el territorio era una caldera.
Casas con techos derrumbados por el impacto de drones cargados con explosivos, escuelas abandonadas y caminos ocupados por las caravanas de actores armados. La guerra es un hueco de proyectil en cada casa de la zona rural del Catatumbo.
En algunas veredas es común seguir encontrando aves carroñeras rondando cuerpos abandonados entre los matorrales, dice Carmen García, fundadora de Madres del Catatumbo, una organización que intenta arrebatar niños y adolescentes de las manos de la guerra. La ola de violencia que estalló en enero obligó al presidente Gustavo Petro a decretar un estado de conmoción interior, algo que no ocurría desde hacía 17 años.
La Defensoría del Pueblo afirmó que las alertas estaban encendidas desde hacía meses y que la crisis se gestó en medio de fallas de respuesta, debilidades estructurales y un componente transnacional que nadie quiso enfrentar a tiempo.
El magistrado Jorge Enrique Ibáñez señaló que el conflicto no escaló por fatalidad sino porque el Estado renunció a cumplir sus responsabilidades básicas. También, afirmó que el Gobierno tomó el atajo de las facultades excepcionales sin haber agotado las herramientas ordinarias de prevención y control.
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