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Aapenas salí del avión sentí un muro de contención que me recibía en Guayaquil. Era un calor pegajoso, un abrazo de boxeador que suda y no te suelta. No interesa mover ni un músculo, solo llegar a un lugar fresco.
La promoción incluía un antiguo hotel, en el centro de la ciudad, los tiquetes aéreos y tres días para alejarse a un lugar desconocido.
Primer recorrido
El hotel Palace estaba muy bien conservado. Es una vieja construcción vuelta a la vida. El lobby lucía enormes columnas blancas que terminaban en hojas de palma, contrastadas con unas lámparas bordadas en mimbre.
Salí a caminar por el malecón que bordea el río Guayas. Es lento, a veces engaña, porque parece ir al sur y en otras ocasiones hacia el norte. El fenómeno se debe a flujos de agua que van hacia el Golfo de Guayaquil y a las corrientes saladas que penetran el continente. El río le dio vida a la ciudad y la convirtió en el principal puerto del país. Todo comenzó en el barrio Las Peñas, una colina parecida a nuestro Pueblito Paisa, pero llena de casas, como Moravia.
El cerro Santa Ana alberga la inicial historia de Guayaquil. El nombre se debe a los peñascos que lo circundan, llamado así por los españoles desde el siglo XVI. Es un barrio con callejuelas empedradas. Las puertas están abiertas y se puede ver a pintores y artesanos que trabajan en la penumbra de una luz que entra por la ventana desde los astilleros.
En 1982 fue declarado patrimonio cultural del Ecuador, con casas con más de cien años de antigüedad y vecinos ilustres, como presidentes, pintores y escritores, que lo habitaron. Para subir al cerro se llega por una escalinata con 444 escalones numerados.
Hora de comer
Me dirigí al centro. Tenía ganas de probar esa recomendación de un caldo de manguera.
Dicen los que saben de historia de cocina ecuatoriana, que el caldo tiene más de setenta años de historia y lo mandan comer en el restaurante Aquí es Llulán. No sé por qué no lograba quitar de mi mente la “ula-ula”, una manguera negra de rayas verdes, con la que jugaba de niño.
Se comenta que desde 1925, los salchicheros lo vendían en la calle. Pasó de llamarse caldo de salchicha a caldo de manguera. Lleva tripas de cerdo, limón, harina, hierbabuena, cebolla colorada, blanca, pimientos, ajo, tomates, orégano, hierbaluisa, albahaca, arroz, sal y sangre de cerdo. Al final lo que tiene el comensal es una especie de caldo de morcilla, color pajarilla, con todos los ingredientes resumidos y perfecto para quedar satisfecho un buen rato.
Otro plato que habla muy bien de la ciudad es la Bandera. Una suerte de sudado colombiano, en el que las viandas y las legumbres, junto a los tubérculos, son acompañados por arroz blanco. Lleva desde gallina y ceviche de camarón, hasta guatita, preparación de mondongo con maní tostado y molido, papa chola y todo acompañado con jugo de naranjilla.
Guayaquil tiene una gran diversidad de platos, seguro influyó la cercanía al mar, ser un puerto tan importante y, por obvias razones, el mestizaje.
Otro de los platos que me causó felicidad y cercanía fue el famoso caldo de bolas verde. Es una sopa típica de la sierra y lo preparan con plátano verde, que moldean en bolas, las rellenan de carne y verduras y las ponen a nadar en caldo de res. Lleva mazorca y yuca y su sabor es casero y profundo, como si estuviera en mi casa.