El cine era mejor que la vida, ese libro de título seductor del escritor Juan Diego Mejía, vuelve a ser nuevo: llega a su quinta edición.
La primera fue la de Colcultura, en 1996; la segunda, de Editorial Universidad de Antioquia; la tercera, de Editorial Norma; la cuarta, de Editorial Pluma de Mompox, para bibliotecas, y ahora, la Universidad de Caldas se ocupa de volverla a publicar.
Esta obra, ganadora del Premio Nacional de Novela Colcultura en el año de su publicación, es, según su autor, un “libro inocente, que no tiene la intención de mostrar sabiduría”. Y añade: “Pero fue salvador”.
Comenta que se sumergió en un desasosiego por casi dos años. Algo parecido a lo que los españoles llaman el Demonio del Mediodía.
Se fue de casa a un apartamento, con el álbum familiar. Pegó las fotos en las paredes y las iba mirando y escribiendo.
“Quería descubrir quién diablos era yo”. E iba escribiendo, no en forma de novela, sino de recuerdos.
Veía en unas imágenes a su papá, de pelo lacio engominado, cuando estaba joven, dueño de una sonrisa bonita. Era un borracho o, mejor, un hombre que mantenía a media caña como suele decirse. Era eufórico. Cantaba y era amoroso.
“La sorpresa fue que cuando terminé, vi que tenía visos de novela. Bastaba darle un toque de ficción”.
Narrado por un hombre de cuarenta años, el relato tiene el punto de vista del niño que este hombre fue. Y el toque de ficción aparece cuando, según el niño, él y su padre, Mejía, comparten una complicidad: que el papá está enamorado de las mujeres que oye cantar en la radio y él, de las mujeres que ve en el cine. Y que, como cómplices, ambos se guardan el secreto.
Por aquellos días, Mejía y yo estábamos unidos por el cine. Empecé a entenderlo esa tarde cuando fuimos a ver El gran escape en el Junín, y ahora, tanto tiempo después, pienso en él sentado en la sala del teatro, preocupado, simulando estar conmigo, sonriendo a veces, y sacando como un mago de sus bolsillos colombinas y otros dulces que me mantenían ocupado.