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Plácido Domingo, la caída del divo

De leyenda viva de la ópera a enfrentar el declive acusado de acoso sexual. La crónica del descenso.

  • Qué pasará con Plácido Domingo es la pregunta que se hacen en España. FOTO getty
    Qué pasará con Plácido Domingo es la pregunta que se hacen en España. FOTO getty
16 de marzo de 2020
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Por Jesús Ruiz Mantilla


Hasta para la caída, Plácido Domingo ha preferido cierto sentido del espectáculo. Una épica del patetismo, podríamos decir. A pesar suyo y a conciencia, una vez con las cartas boca arriba. Con pulso incluido. Con tensión, con drama. En escena, reivindicándose, y en público, autoinculpándose. Sin dejar a nadie indiferente. Con acérrimos defensores y voraces detractores. Todo antes que precipitarse en la indiferencia, en el olvido.

¿Caerá Plácido en el olvido? Por lo que su última temporada ha provocado entre sus seguidores, sus admiradores, enemigos, en los teatros, entre sus colegas y en las redacciones de los medios de comunicación, parece que, por ahora, no. Algo ha obsesionado al cantante desde un punto muy temprano en su carrera: la construcción de una leyenda. Pero hasta para eso, las leyes y las narrativas han cambiado de forma abrupta en el siglo XXI respecto al anterior. De ensalzar hechos de santos hemos pasado a exhibir las virtudes del diablo. Dos ejemplos de esa técnica son la biografía de Steve Jobs escrita por Walter Isaacson y la serie The Crown, sobre la reina Isabel II. Ensalzan el mito apoyados en sus mayores debilidades —incluso miserias— humanas. De haber entendido eso Plácido, habría dejado de intentar vendernos esa imagen de supermán beato que ha recibido la bendición de cinco papas —literal— y en la que se ha empeñado a conciencia. Quizá tampoco anduviera hoy tan desconcertado como lo vimos en diciembre pasado al entrevistarle en Valencia.

La pregunta que muchos nos planteamos ahora es: ¿quién es? ¿Hasta qué punto debemos separar sus logros de sus desmanes? ¿Cómo recordarlo? ¿Dónde enmarcarlo desde esta nueva perspectiva: como figura crucial del arte y la música o como un acosador sexual que se sentía intocable? ¿Las dos cosas a la vez? ¿Cuánto de autenticidad y de hipocresía lo ensalzan y lo hunden al tiempo?

El periodismo es atestiguar: desde el pasado julio hasta ahora hemos podido contemplar lo que ha sido su descalabro siguiéndolo de cerca. Con encuentros y desencuentros. En el último, aún me echaba en cara: “¿Por qué tienes que escribir esas cosas de mí? Es innecesario”. No era la primera vez que me lo reprochaba.

Desde Madrid a Salzburgo y en su regreso a España, lo fuimos observando. La pesadilla empezó en verano de 2019 con la que ya será seguramente su última aparición en el Teatro Real. Perpetró una versión horrenda en concierto de Giovanna d’Arco. Domingo salió a escena tocado. Se había destapado días antes el chantaje al que la Iglesia de la Cienciología lo había sometido a él y a su familia. Lo confesó su antigua nuera, Sam, divorciada de su hijo Plácido, en la prensa británica. Al parecer, tuvieron que pagar hasta dos millones de dólares para ver a sus nietos.

Aunque muchos han despertado después teorías conspiranoicas que él mismo ha desmentido, eso quedó atrás ante la gravedad de lo que se destapó el 13 de agosto y el 5 de septiembre: 20 mujeres, a través de la agencia Associated Press, lo acusaban de acoso. La lista ha aumentado a 27, según la investigación aún no hecha pública del Sindicato de Artistas de Ópera de Estados Unidos (AGMA, en sus siglas en inglés), que concluye que las acusaciones son ciertas y van desde “el flirteo hasta proposiciones sexuales, dentro y fuera del ámbito de trabajo”. Comenzaba inevitablemente la caída. Primero, de los escenarios: se sucedieron las cancelaciones en Estados Unidos mientras que en Europa se mantenían aún sus actuaciones. Los medios también se dividieron entre ataques y desagravios. Los periodistas buscaban incidentes similares en otros países, pero nada se encontró fuera de Estados Unidos, seguramente por una razón sencilla: los casos se habían dado en las óperas de Washington y Los Ángeles, los lugares donde tenía el poder de decidir contratos.

La cantante Patricia Wulf —la única junto a Angela Turner Wilson que ha dado su nombre— lo describió como “un depredador”, que la persiguió hasta conseguir acostarse con ella. “¿Cómo le dices ‘no’ a Dios?”, dijo Wulf. Mientras, en España, colegas suyas admitían su donjuanismo, pero insistían en que por delante prevalecía su condición de caballero. Don Juan... Curioso. En la propia visión que Plácido Domingo tiene del personaje podemos hallar pistas. Desde que se recicló en barítono al borde de sus 70 años, muchos le han preguntado por qué no se metía en la piel del personaje de Mozart. Lo más cerca que ha estado de hacerlo fue con Gustavo Dudamel en Los Ángeles. Pero hasta ahora, él lo ha rechazado. “No me gusta el personaje. Me parece antipático a menos que encuentre yo la posibilidad de hacerlo simpático. ¿Cómo podría conseguirlo? No es fácil”, le confesaba a Rubén Amón en su biografía Plácido Domingo. Un coloso en el teatro del mundo (Planeta).

Hasta ese punto alcanza la complicidad paradójica de Plácido. No hacer Don Giovanni suponía una cuestión de comodidad moral para quien ama el riesgo. Pero no hasta el límite de enfrentarse de esa forma a sí mismo ante el crudo espejo que le colocan delante Mozart y su libretista, Lorenzo da Ponte. Quienes sí se han enfrentado a varios dilemas a raíz de su caso han sido otros. Los teatros, para empezar. Los medios, la crítica y los aficionados, también. El caso Plácido nos ha colocado frente a un dilema. ¿De qué manera las acusaciones perforan lo que de digno queda en la leyenda? ¿Vale aún la leyenda?

La defensa de algunos de sus colegas fue cerrada. La soprano Ainhoa Arteta hablaba en estos términos: “Yo me niego a referirme a él como acosador. Es respetuoso, cariñoso con todo el mundo, no solo ya con las mujeres que le pudieran gustar. Mientras no se demuestre lo contrario, para mí esto es una caza de brujas”. Nicoletta Mantovani, viuda de Luciano Pavarotti, también respondía a El País Semanal sobre quién fue el rival y luego aliado de su marido. No ha querido borrar el testimonio de Domingo del documental recién estrenado sobre el tenor de Módena, dirigido por Robert Zemeckis. “Plácido ha sido un gran amigo y una gran ayuda, el primero en decir que sí a nuestros proyectos cuando se lo hemos pedido. Le quiero mucho, hemos convivido con él. Solo puedo estar a disposición suya, me resulta insensato este ataque”.

El tenor Javier Camarena elevaba el debate y hablaba de las consecuencias que el caso pueda llegar a tener en la profesión: “Este asunto debe hacernos reflexionar. Para eso sirve la lucha feminista. La cosificación, tanto en mujeres como hombres, existe. Hay que pelearlo: un trato digno y justo, es lo que tiene que cambiar en muchas mentalidades. Tal vez se llegue a establecer un protocolo de qué cosas se pueden llevar a cabo en escena, hasta en los contratos. Pero también eso forma parte y se debe regir por el sentido común. Yo no le pongo una mano a una compañera en ninguna acción del escenario si no nos hemos puesto de acuerdo antes por el bien del espectáculo”. Aun así, Camarena siente pena por lo que le está ocurriendo: “Es muy triste toda esta situación, creo que hay gran diferencia entre una declaración y una denuncia. En todo caso, lo que espero es que se haga justicia en el amplio sentido de la palabra. Siempre he visto en él un comportamiento muy educado con las colegas que estaban en escena. Es lo que a mí me consta”.

Mientras, Plácido forzaba en cada aparición la dimensión amenazada de su propio mito. Salzburgo se convirtió en la primera prueba. Y allí estuvimos. La capital austriaca, 12 días después de la primera publicación de las acusaciones, le resultó un punto de inflexión. No todo estaba perdido. Cuando apareció en escena para cantar Luisa Miller en versión concierto en la Festspielhaus, el público en pie lo aclamó sin que abriera la boca. Era un Plácido completamente distinto al que encontramos en julio en el Teatro Real de Madrid. En Salzburgo vimos a un Domingo resucitado sobre las cenizas de la peor versión en escena de sí mismo. “Salí con rabia, estaba muy reciente el caso, aparecí con ganas de decir: ‘Aquí estoy, esto es lo que he hecho toda mi vida”, nos confesó en diciembre en Valencia.

La división global en torno al caso quedaba servida. Y con el caso Weinstein en medio, ese sí en los tribunales, azuzando el debate. Exactamente igual que en Salzburgo reaccionaron en octubre en Zúrich y en diciembre en Valencia, cuando se metió en la piel del rey Nabucco. Y días después, en otro templo: La Scala de Milán, que le rindió homenaje en el 50º aniversario de su debut con una ovación cerrada de 20 minutos.

Nunca se había debatido con más pasión en todos los foros sobre Plácido Domingo. Ni las discusiones sobre sus hazañas o errores de trayectoria y musicales provocaron tamañas trifulcas. La cuestión rebasaba lo artístico y se trasladó a lo icónico. Hemos mantenido debates de calado incluso para ilustrar el presente reportaje. Plácido nos movía hacia adelante y hacia atrás. Nos ponía a prueba de riesgo y frenada. Nos planteaba dudas y nos imponía obstáculos a salvar: éticos, profesionales.

Más que nunca tocaba seguir el rastro. Preguntar en el mundillo y fuera. Plantarse en los lugares claves donde fuera a cantar, arrancarle algunas declaraciones más allá de comunicados oficiales como este: “Las acusaciones de estos individuos no identificados que datan de hasta 30 años atrás son profundamente inquietantes y, tal como se presentan, inexactas. Sin embargo, es doloroso escuchar que puede haber molestado a alguien o haberles hecho sentir incómodos, sin importar cuánto tiempo atrás y a pesar de mis mejores intenciones. Creía que todas mis interacciones y relaciones siempre eran bienvenidas y consensuadas. Las personas que me conocen o que han trabajado conmigo saben que no soy alguien que intencionalmente dañaría, ofendería o avergonzaría a nadie. Reconocemos que las reglas y estándares por los cuales somos, y debemos ser, medidos hoy son muy diferentes de lo que eran en el pasado. Tengo la suerte y el privilegio de haber tenido una carrera de más de 50 años en la ópera y me mantendré en los más altos estándares”.

Las palabras datan del 13 de agosto, cuando saltó la primera publicación de AP con nueve víctimas. ¿Qué hacer con algo así? Eso sí, el cantante no niega la mayor. Incluso va más allá en febrero, cuando el sindicato AGMA anuncia sus conclusiones. Tras el informe, que al cierre de este reportaje no se había publicado —El País Semanal lo ha pedido y no ha obtenido respuesta, mientras que al Teatro Real se lo han negado—, Plácido Domingo lanzó otra declaración: “Me he tomado un tiempo durante los últimos meses para reflexionar sobre las acusaciones que varias compañeras han hecho en mi contra. Respeto que estas mujeres finalmente se sintieran lo suficientemente cómodas para hablar y quiero que sepan que realmente lamento el dolor que les causé. Acepto toda la responsabilidad de mis acciones”.

Entre el primero y este segundo comunicado median siete meses y varios acontecimientos. Quizá también 500.000 dólares. Los que, según The New York Times, Domingo habría estado dispuesto a desembolsar al AGMA para minimizar los daños. Pero han sido sus propias palabras las que le han acarreado más consecuencias. De la fase en que algunos se enrocaron de defensa cerrada pasamos a la queja y a la decepción: había dejado en evidencia a amigos, medios y, lo que es más grave, teatros como el Real que salieron públicamente en su defensa el pasado verano, casi sin venir a cuento.

Todo ha acarreado serias consecuencias. Los teatros españoles rompían la posición europea y cancelaban compromisos con el artista. Todos sus citas: en el Palau de les Arts de Valencia, en el festival de Úbeda, en los teatros de La Zarzuela y el Real de Madrid, la ciudad en la que nació hace 79 años. El lugar donde pensaba retirarse al cumplir los 80, en enero de 2021.

Quizá no llegue a tanto encima de un escenario. Seguramente habría debido decir adiós mucho antes. Resultaba tentador aconsejárselo. Cuando entre todos los periplos aterrizó en Valencia para hacer Nabucco, nos concedió una entrevista. Sentía la necesidad imperiosa de reivindicarse. Pero no encontré al Plácido seguro de sí mismo de otras ocasiones. Era el Domingo aturdido, rabioso, desconcertado, sin norte, que matiza y matiza sin fin sus posiciones en privado y en público. Con el objetivo de que ambos nos sintiéramos cómodos, le propuse un pacto: “Para que yo pueda preguntar lo que debo y usted responder lo que considere oportuno, podrá matizar por escrito todas sus respuestas. Le daré una copia”. Nos lo permite el Libro de estilo de EL PAÍS. Aceptó.

Aquel Plácido andaba tocado. Lejos del que hace tan solo cuatro años protagonizara anécdotas propias de un desacomplejado divismo. Aquí una que lo ilustra bien: cuando Pedro Sánchez se enrocó en el famoso “no es no” que lo hundió a corto plazo y lo catapultó después, le dijo a él y a su mujer, Begoña Gómez, en presencia de unos comensales cercanos al cantante: “Mira que sois guapos, verdaderamente guapos..., pero en España ¡tiene que gobernar Rajoy!”. Ese era el Domingo acostumbrado a tratar con mandatarios y decidir cuestiones de políticas culturales tanto en Madrid como en Washington y Los Ángeles. El que departía con la reina de Inglaterra o con varios presidentes de Estados Unidos. El que había recibido la bendición de cinco pontífices —desde Juan XXIII al actual— o contaba entre sus líderes favoritos con trato personal a Gorbachov, a Isaac Rabin, a Nelson Mandela, a Václav Havel...

La guinda de todos los espectáculos, las recepciones o los shows televisivos. El único español que dio el salto de los escenarios elitistas de la ópera a ser también rey de la cultura pop: la figura que había pasado de ser Plácido Flamingo en Barrio Sésamo y cantar a la cerdita Peggy a formar parte del universo de Los Simpson junto a Homer en el capítulo dos la 19ª temporada. El urdidor junto a Pavarotti, Carreras y Zubin Mehta de los Tres ¬Tenores sin dejar de lado sus plusmarcas en la historia de la ópera. Hazañas tales que le catapultaron hasta llegar a ser considerado en una encuesta de la BBC de 2008 el mejor tenor de todos los tiempos, por encima de Enrico Caruso y Pavarotti.

Junto a una búsqueda obsesiva —y legítima— de la popularidad, Domingo sumaba hitos en la exigencia de su estricta profesión. Llegaba a alcanzar el mayor número de papeles cantados nunca por un intérprete de ópera —¬alrededor de 150—, se coronaba como el que más veces se ha metido en la piel de Otelo, sumaba décadas de continuidad sin atisbo de abandono en los teatros de mayor exigencia: La Scala milanesa, Salzburgo, el Metropolitan de Nueva York, el Covent Garden de Londres...

Lugares en los que debe primar ahora una reflexión que no se ha dado, según el crítico y escritor británico Norman Lebrecht: “Los teatros y las orquestas, en estos tiempos de crisis, dependen en parte de ciertos taquillazos. Se pueden contar con la mano los que actualmente lo consiguen: Anna Netrebko, Jonas Kaufmann o Joyce DiDonato en Estados Unidos, y de eso se trata. De una cierta dependencia en el mundo de la cultura que concede licencia sin límites a los que demuestran más brillo para hacer lo que les plazca al tiempo que se arrodillan ante ellos para que no cancelen sus compromisos. Y eso es insano y humillante económica y psicológicamente. El mundo de la música debe superar esa dependencia y crear un frente de intérpretes carismáticos de los que el público se pueda fiar”.

En el caso de Domingo, el divismo, entendido a su manera, vivió su época de adaptación al medio. Hoy, como en el mercado de divisas, los teatros se miran unos a otros a ver cómo fluctúa la marca: “Los mánagers europeos sospechaban lo que ocurría antes de que saltara el caso de las denuncias, pero les preocupaba más la venta de entradas. Esto va a cambiar después de la decisión de los teatros españoles de cancelarle los compromisos”, asegura Lebrecht.

La realidad es que en Europa se le van cerrando también puertas. Apenas le quedan cartas que jugar. Quizá haya llegado el momento en que se vea obligado a forzar un mutis por el foro. Aun así, algunos de los responsables de teatros con los que ha tratado su entorno aseguran que Plácido confía todavía en una salida más digna. Incluso regresos apoteósicos en teatros de Estados Unidos. “Eso denota estar fuera de la realidad”, admiten gestores consultados en España. “En Estados Unidos ya no tiene apoyo alguno, en Europa veremos dónde aguanta. De seguir, tendrá que centrar su carrera en Rusia y Asia”. ¿Para qué obcecarse con esta dinámica inútil desafiando las leyes de su trayectoria menguante? Él, más que nunca, intuía la salida en el encuentro que mantuvimos en Valencia: “Solo deseo que los días buenos sean quizá más largos, y los malos, más cortos”. —eps

©JESÚS RUIZ MANTILLA./ EL PAÍS SEMANAL./ EDICIONES EL PAÍS S.L 2020

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