El atropello cometido con Cat Stevens hace años por las autoridades de inmigración del nuevo orden, es otra muestra de la paranoia que parece un componente del alma del mundo moderno sobre todo en Estados Unidos.
La historia del cine gringo es una extensa crónica de los terrores secretos de la nación admirable por tantas cosas. Norteamérica pelea con japoneses, alemanes, coreanos, rusos, filipinos. Y cuando faltan, el cine mantiene vivo el sentimiento de inseguridad con sus extraterrestres, invasiones de marcianos, el fríjol estrangulador de crecimiento vicioso que llega de un planeta vecino a invadir los hogares yanquis, o el ser prehistórico surgido de las podredumbres secretas del puritanismo que se mete por sus ventanas. Es el delirio de persecución de un gigante lleno de confusiones, incapaz de resolver el antiguo conflicto con el demonio bíblico.
Stevens, víctima de una retaliación mezquina, es un buen señor: cantante de éxito, renunció a una gloria gorda en la farándula moderna para abrazar la religión de los musulmanes. Y cambió su nombre por Yusuf. Esto lo resintieron los suspicaces como una traición a la civilización cristiana ignorando el eco evangélico de su pasaporte: así se llamó el padre de Jesús. No importa. Eso lo hizo sospechoso de pertenecer a una incierta organización terrorista. Pero el baladista, pacifista declarado, heredero de la filosofía de los jipis, no es el único occidental de nota que abrazó el Islam.
Cassius Clay en la cúspide de su carrera lo hizo en protesta contra la Guerra de Viet Nam, y por los derechos civiles, bajo el nombre simbólico de Mohamed Alí. Esto le costó al más hermoso de los campeones, al más sabio de los pesos pesados, que volaba como una mariposa y picaba como una avispa, juicios, prisión, y la pérdida de su corona ganada a trompadas en el cuadrilátero.
El astronauta Neil Armstrong optó también por la sumisión de Mahoma. Y pagó con la mala fama de desquiciado. Cuando a las policías inseguras las agarra la terronera, muchas veces confunden la independencia con el desequilibrio.
El capitán Richard F. Burton, uno de esos espías llenos de encantos espirituales de la Inglaterra imperial que agotaron el mundo en busca del nacimiento del Nilo o la cuna de las lenguas humanas, según sus biógrafos mantuvo en secreto sus prácticas en la mística sufí, refinamiento del islamismo, bajo la máscara de erudito. Fue intérprete del Ananga Ranga, el Kamasutra, el Jardín Perfumado y las Mil y Una Noches, tesoros del Islam, patrimonios de la humanidad.
Rene Guenon, escritor francés, intentó la síntesis de las ideas religiosas en una larga fila de obras. Indagó en las analogías del pensamiento religioso de occidente con el taoísmo y la mística del medio oriente. Y entregó su corazón a las mezquitas. No extraña en uno inclinado al estudio de esas nobles fantasías. En cambio, resulta increíble en Roger Garaudy. Pensador marxista, lúcido crítico del arte y la literatura y francés. Es estrambótica la vuelta de la conciencia de Mao a Mahoma.
La apostasía se asocia con el vértigo satánico, y la muerte del alma. Uno puede desentenderse de la religión natal, ensañarse en ella, cocear contra el aguijón: la altanería y la blasfemia siguen siendo formas de reconocimiento y veneración. Pero en el estado actual de cosas dan ganas de trasladar el alma con sus sueños al Islam. En protesta frente a los abusos del materialismo occidental contra el pueblo de las mezquitas y de Attar, el poeta.
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