El Salvaje era apenas un niño cuando su padre, Pedro Cantillo, albañil, entendió que si quería sobrevivir y mantener a salvo a sus dos hijos, debía salir con ellos de Apartadó.
Era 1998. Urabá, territorio en disputa entre paramilitares y guerrilleros, era campo de batalla en el cual casi no había semana en que los diarios no anunciaran una masacre y en ellas, como se sabe, suelen caer justos por pecadores.
"De cada veinte niños, es raro que tres lleguen a edad adulta; la mayor parte muere antes de terminar de crecer", dice El Salvaje que oía comentar a su padre en ese tiempo. Y si bien ésta no es una cifra oficial y sí una que le dictaba la observación, da cuenta de la zozobra que se vivía en los pueblos del litoral en la última década del siglo XX.
Así las cosas, el maestro de obra migró hacia Medellín con sus dos hijos, Háder -llamado hoy El Salvaje- y Elkin. Ya no tenían madre. Ella había muerto de una grave enfermedad allá en la zona bananera.
En Medellín, la familia recién llegada se instaló en Moravia. Háder tenía la ilusión de convertirse en futbolista. Sin embargo, llegar a un barrio integrado por inmigrantes de tantas regiones del país, los Llanos Orientales, la Costa, Bogotá, Chocó, casi todos empujados por la violencia, hizo que el muchacho, dueño de gran sensibilidad para el arte, se dedicara a la música. Esa sensibilidad la aprendió de su padre, costeño alegre que cantaba vallenatos y música de chirimías para sí mismo. Pedro murió poco después de instalarse en Medellín.
Intercambio cultural
"En una fiesta familiar de Moravia, la gente refleja sus raíces -cuenta El Salvaje- y cuando menos te lo esperas, aparecen las cantaoras chocoanas cantando sus alabaos, chirimías o chagualos; los llaneros, sus coplas; los costeños, sus vallenatos, sus cumbias, y todo eso va entrando en la sangre y se combina con el sabor de barrio y hasta con el conflicto".
Pronto y sin tristeza renunció a su sueño del balón y, casi sin darse cuenta, comenzó a remplazarlo por el del baile. Llegó a ser bailarín titular de discotecas. Le gustaba cantar, pero, tal vez la timidez o el miedo de no poder hacerlo, le hicieron postergar esta afición. Desde hace años se ocupa de barbero, oficio que le da la plata que necesita para vivir y sostener a sus dos "bebos".
"En la universidad más grande y bonita, la de la calle -interviene Doggy, quien no sólo es su parcero, sino su compañero en un grupo musical- nos encontramos un día de 1999 y comenzamos a hacer música".
Doggy, menos conocido como Wilson Rojas, nombre que solamente le dice su abuela y esto cuando está de malas pulgas, nació en Medellín, pero acompañó por años a una tía en Cali, adonde llegó a trabajar. Y puede decirse que formó allá su sentido artístico.
"Allá vivimos nada menos que en Siloco -cuenta Doggy, usando el nombre callejero con el que llaman el barrio Siloé-. Crecí entre negros y aprendí la jerga de los negros, los cantos de los negros. Negro es parte de mi sentir".
Hace siete años conformaron el grupo Doggy y El Salvaje, dedicado a salsa urbana, género que fusiona salsa con reguetón y otros ritmos.
Me criticas porque canto mi música,/ pero, socio, solo canto la realidad,/ lo que vivo, lo que siento, lo voy a hacer./ Y si eso no te gusta, ¿qué puedo hacer?
Este es el coro de una canción que compusieron para contestarles a los integrantes de combos y bandas, algunos de ellos del mismo barrio, que los presionan porque se dedican al arte y no a la guerra.
"Ellos presionan a los artistas; sobre todo a los más jóvenes -cuenta El Salvaje-. Les dicen: '¿quieres grabar una canción? ¿Cuánto vale? Pues, yo te la patrocino'. Y de esta manera, con unos tenis nuevos y billete, van atrayendo a los pelaos a sus combos, quienes, al mismo tiempo, se van decepcionando con el arte que no les da plata".
Pero cuando crecen y "sientan cabeza", como estos dos artistas, el asedio disminuye. "A la barbería van muchos pelaos a que les hable, a que les dé consejos, a que los oriente en asuntos musicales. Yo les digo que uno hace música porque se siente bien haciéndola; no porque con ella vaya a conseguir plata o fama".
Doggy prefiere salir poco de casa. Evita el peligro, dice. Hace menos de un año desaparecieron al hermano menor de El Salvaje y no volvieron a verlo más.
La 13, a ritmo de rap
Los violentos consiguieron que Ciro pasara del 8 de Marzo y el 20 de Julio. Este cambio no fue de fechas; fue de barrios. Crecía en medio del fuego en ese sector del Centro Oriente, cuando, hace nueve años, los balazos fueron para él. Le dispararon en un pie. Su familia decidió emigrar a la Comuna 13, "a vivir también en medio del fuego".
Pero allí lo recibió el país del arte. Esa música que retumbaba en las casas de madera de su viejo barrio y que le llegaba al alma, el rap, pudo hacerla él mismo en un sector en el cual ésta se oye por dondequiera que va. Dicen que el 75 por ciento de los habitantes de la Comuna 13 tienen que ver con ella.
Cuando llegó con su familia al 20 de Julio, quedó un año y medio desescolarizado. Tardó varios meses en adaptarse a su nuevo hábitat.
"Uno mismo se aísla. Cree que no lo miran bien. Pero luego se va integrando", cuenta. Pronto hizo parte de la ACJ, Asociación Cristiana de Jóvenes, la cual, aclara, no hace proselitismo religioso, sino que organiza a los muchachos en actividades diversas, al tiempo que los prepara en liderazgo. Allí conoció a El Chavo -Esteban Agudelo- y a Yesid -Yesid Garzón- y con ellos conformó el grupo Censura Maestra. "Censura porque ésta siempre recae sobre quienes piensan, hacen o dicen cosas diferentes a la mayoría, y maestra porque maestro, más que quien enseña, es quien aprende de todos", explica El Chavo.
La 13 está conformada por muchas personas desplazadas por la violencia. "Si a uno mismo no le tocó huir, les tocó a los papás de uno", cuenta Yesid. Y esta afirmación es de fácil comprobación. Allí, en la acera de la ACJ, nos acompañan otros muchachos: John, Alejandro Pulgarín -conocido en Facebook como Simón y artísticamente como Memo-, y Santiago Cano -Rapza, un destacado improvisador-, y todos contaron que sus padres habían llegado hacía tiempos de distintos pueblos.
Censura Maestra comenzó cantando temas basados en el conflicto. Pero se dieron cuenta de que ese era un lugar común, un cliché. Casi todos los raperos hacen lo mismo. Hoy, por eso, le cantan al amor, a la vida; "a lo bueno".
No somos extranjeros en ningún lugar./ No nos prohiben buscar al ser supremo y orar./ No hay diferencias en el color de la palma de las manos./ El ser y el existir en el mundo nos hacen hermanos.
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