Estuvo optimista el pasado fin de semana el presidente de la República, Juan Manuel Santos, en sus entrevistas dominicales a medios capitalinos: la economía marcha bien, tiene expectativas razonables de poner a consideración de la ciudadanía un acuerdo aceptable de paz para ser ratificado en las urnas, y tiene confianza en la fortaleza institucional del país. Y espera ganar su reelección en primera vuelta. Pero esto último no es lo que nos convoca.
De lo que hablamos hoy es de lo de la fortaleza institucional. Aquella que, junto con la economía y la justicia social con equidad, ofrece seguridad jurídica con vigencia de un régimen constitucional y legal democrático. Estabilidad institucional que es objeto de examen periódico por parte de organismos internacionales o entidades supraestatales para darnos avales o certificados de buen comportamiento, que nos permitirán algún día, como país, llegar a ser parte de un mundo más avanzado que aquel en el que llevamos estancados durante décadas.
La revisión que hagan desde afuera sobre nuestra realidad institucional en 2013 podrá causar preocupación, incluso espanto. Pero la que hacemos desde aquí dentro del país no es menos alarmante.
De la perplejidad por la falta de parámetros claros de conducta de los altos funcionarios del Estado, a la indignación por la falta de ética en el comportamiento de algunos magistrados de altas cortes, pasando por la desmoralización pública ante casos de corrupción crónica, se llega fácilmente a la conclusión de que nuestras instituciones no alcanzan la madurez ni la respetabilidad que se espera de una democracia que, mal que bien, intenta consolidar muchas de ellas por lo menos desde 1886.
Y nuevamente nos vemos obligados a insistir en el desconcierto que causan las declaraciones del fiscal general de la Nación, Eduardo Montealegre. Declaraciones que no obedecen tanto a sus opiniones sobre hechos coyunturales, como a sus posiciones jurídicas sobre asuntos tan graves que, de prevalecer y ejecutarse como políticas del Gobierno o de la propia Fiscalía, auguran graves fallas en la institucionalidad y en la vigencia de un orden justo.
En el “explosivo reportaje” (calificado así por su propio autor, el periodista y gran entrevistador Yamid Amat) del pasado domingo en El Tiempo, el fiscal Montealegre se permite licencias que ni por Constitución ni por lealtad institucional debía permitirse.
Dice que no emite consejos al presidente de la República sobre cómo actuar en el caso de la sanción disciplinaria a Gustavo Petro, pero a renglón seguido dicta una extensa cátedra de lo que, a su entender, debía hacer (o más bien, no hacer) Juan Manuel Santos. En tono perentorio achaca al procurador Alejandro Ordóñez la causa de un desarreglo institucional (¡por cumplir sus funciones!), y se permite la extravagancia (no encontramos otra definición) de recomendar “interpretaciones heterodoxas de la Constitución”. No lo dice un profesor universitario ante sus alumnos. Lo dice el fiscal general: como para ponerse a temblar.
Ya nos había desengañado el fiscal Montealegre -que es el funcionario que debe combatir la impunidad en el país- con sus posiciones complacientes con quienes han cometido toda clase de delitos graves y atroces. A ellos ofrece comprensión y laxitud. E interpretaciones “heterodoxas” de la ley. ¿Qué nos quedará a los colombianos ante semejante panorama?.
Es conveniente para el estado democrático que el fiscal intervenga
Por Ramiro Bejarano Guzmán
Abogado, columnista de prensa y profesor universitario.
La tesis del fiscal Montealegre ya la había sostenido yo desde varios días atrás: en el caso del alcalde de Bogotá, el presidente de la República no puede ser un mero ejecutor de destituciones ordenadas por el Procurador, ni un amanuense. La interpretación del artículo 323 de la Constitución tiene que ser razonable con el sentido de las atribuciones presidenciales. El Jefe de Estado podría decir que no ejecuta la sanción en cuanto advierta razones de ilegalidad. Lo contrario repele a la lógica democrática. Hay que acudir al principio del Código Civil sobre el efecto útil de las normas: se debe preferir la interpretación de la norma que genere efectos.
El fiscal no es el único que está opinando. Muchos otros intervienen en asuntos que no les competen. Recuerden que el procurador viajó a La Haya para sugerirle acciones a la fiscal de la Corte Penal Internacional sobre el proceso de paz en Colombia. O cuando fue a pasar revista al meridiano 82. Y la contralora en lo mismo.
En este momento, es importante que el fiscal esté interviniendo, en cuanto a que el procurador tiene arrinconado a todo el mundo, con la contralora a su lado y la Corte Suprema y el Consejo de Estado. Por el bien de la democracia, es bueno que por lo menos el fiscal general haya intervenido en esta ocasión.