Estados Unidos es un país de espectáculos pirotécnicos que adora, como ninguno, las caídas estruendosas de los que alguna vez fueron sus ídolos. Es un sentimiento morboso que ha aplicado indistintamente a sus cantantes pop o a sus políticos. Igual a Britney Spears y a Michael Jackson o a Bill Clinton y a John Edwards.
El último show que se transmite sin cesar por los canales de noticias de la primera potencia del mundo involucra a Anthony Weiner, un político que indiscreto, morboso y estúpido, fotografío sus partes íntimas con su teléfono celular para luego publicarlas en su cuenta de Twitter. Un error que al principio trató de negar diciendo que todo se debía a la mano criminal de un hacker pero que al final, tras las evidencias contundentes, tuvo que reconocer cabizbajo en una rueda de prensa.
Weiner es un congresista demócrata que hasta hace un mes era uno de los principales defensores de la reforma sanitaria en su país y que además tenía dentro de su partido la imagen de un hombre con talento y futuro. Toda la desgracia ha caído ahora sobre él tras fotografiarse en toalla en los baños del Congreso de su país y poner su historia en los titulares por encima de la crisis económica y el absurdo nivel de desempleo que no cede a pesar de los esfuerzos de la Casa Blanca.
El morbo del público, como nunca antes con el poder de las redes sociales, está moldeando las agencias informativas de los medios. La historia de Weiner eclipsó noticias tan contundentes como la rebaja de la expectativa de crecimiento de E.U. a solo el dos por ciento este año (después de tenerla entre el cuatro y el cinco) y a los inconvenientes que aún tiene la Otán para darle una salida al embrollo en Libia.
Nos mentiríamos a nosotros mismos al decir que un escándalo de este tipo, que involucre morbo y política, no sería la comidilla inmediata de cualquier país, incluyendo el nuestro, pero en E.U. parece convertirse todo en el libreto propicio de un reality show. La información se ha dejado permear tanto por el espectáculo que el formato de entretenimiento ha copado y permeado los otros espacios.
Weiner pagará con el fin de su carrera la indiscreción de creerse intocable. A nadie le cabe en la cabeza que un funcionario actúe de manera tan irresponsable con su vida privada lo que el elector traslada casi de manera inmediata a su vida pública. El mismo Twitter que ha encumbrado carreras políticas en América y revoluciones ciudadanas en África sirve para acabar de un solo trino o una foto con la carrera o la reputación de un político.
Lo que pocos han entendido es que el poder de la tarima pública de Twitter es inclemente. El grito que se suelta allí es imposible de detener y una vez lanzado es más poderoso o destructivo que el más aclamado de los discursos. Lo escrito permanece y en Estados Unidos se convirtió en una de las fuentes más accesibles y contundentes para muchos de los medios de comunicación. Desde blogueros independientes hasta grandes cadenas televisivas.
El público pide la cabeza y los medios se la ofrecen aún fresca, con la ayuda de las irresponsabilidades de los protagonistas. Sin intermediaros, los juicios son más directos y entonces las disculpas siempre parecen tardías sin importar qué tan inmediatas sean.
Esta nueva era de la ligereza, de escribir antes de pensar, de publicar antes de revisar, ha sido una leña perfecta para la inmensa fogata que calienta a la audiencia contemporánea. Cuando hay menos análisis y más show, más fotos y menos escritos, todo se vende más fácil sin importar si la raíz de la historia es un guitarrista, un deportista o un legislador.
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