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Esclavo de las palabras

01 de octubre de 2008
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En columna reciente dije que debería eliminarse la Comisión Interparlamentaria de Crédito Público, a la que califiqué como fuente prolífica de corrupción. Como ofendí por implicación a los congresistas que hoy la integran, comienzo por pedirles excusas: carezco de información que me permita atribuirles actuaciones ilegales. También al Ministro de Hacienda, quien ha recibido reproches por opiniones personales mías que no tiene por qué compartir. Sin embargo, el debate que me parece relevante no tiene que ver con conductas punibles, sino con el mal diseño de una institución que debe cumplir un papel valioso en la supervisión de la deuda pública.

En la actualidad, la Comisión Interparlamentaria debe emitir concepto previo sobre las operaciones de endeudamiento externo de la Nación. Es obvio, entonces, que cuando el Gobierno tiene urgencia en contratar un empréstito, y, como ocurría con frecuencia, la obtención del dictamen de la Comisión se demoraba sin razón aparente, resultaba creándose un ambiente propicio para la eventual negociación de reciprocidades. Para disminuir estos riesgos, el Gobierno expidió un decreto disponiendo que si producida la citación la Comisión no sesiona o no rinde su concepto, se entiende cumplido el trámite. Esta medida, junto con el carácter público que ahora tienen sus deliberaciones, ha producido una mejora sustancial en el flujo de las operaciones.

De otro lado, es evidente que estos dictámenes previos para los empréstitos y otras modalidades de endeudamiento externo son redundantes. Si la suma de las rentas computadas en el proyecto de presupuesto anual es insuficiente para atender la totalidad de los gastos previstos, el Gobierno debe presentar propuestas para incrementar aquellas o para financiar el faltante mediante la contratación de deuda. Como en uno y otro caso el Congreso tiene la última palabra al expedir la Ley de Presupuesto, es evidente que el financiamiento necesario para atender la totalidad de los gastos del ejercicio es objeto de explícita autorización. No hay razón, entonces, para que una comisión congresional revise al detal lo que por ley ya ha sido autorizado al por mayor.

Con estos argumentos, Anif, la Comisión del Gasto Público que encabezó Rodrigo Botero y un grupo amplio de parlamentarios, han propuesto la eliminación de la Interparlamentaria. Sorpréndanse: no estoy de acuerdo. La Comisión, que fue creada en los albores de la República, tuvo un papel importante en la supervisión del primer empréstito contratado por Zea para ponerla a funcionar y en la división de la deuda cuando se produjo la disolución de la Gran Colombia. En los años ochenta de la pasada centuria ayudó a morigerar el otorgamiento de cuantiosos avales para financiar el Metro de Medellín. Puede, de nuevo, ser importante.

El peso enorme que la deuda de la Nación tiene en la estabilidad fiscal y macroeconómica justifica que el Congreso, a través de una comisión especializada, le haga un seguimiento integral. Es decir, no exclusivamente como hoy, a la deuda externa, sino también a la interna, cuya importancia es creciente, y a la que surge mediante la emisión de garantías a favor de entidades territoriales o descentralizadas. Y no para opinar con relación a transacciones individuales, sino para sopesar su efecto agregado.

Sería importante que con esta perspectiva holística la Interparlamentaria examinara el plazo promedio de la deuda, su evolución esperada con relación al PIB, el costo promedio comparado con otros países, su posible senda de crecimiento o disminución, su sostenibilidad en el largo plazo, etc. Para el Gobierno, que por razones de prudencia en la gestión financiera tiene disponible esta información, proveerla a la Comisión, digamos tres veces al año, no implica esfuerzo alguno. Pero, repito, para rendir cuentas sobre el bosque, no sobre los árboles.

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