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Sartre no es el diablo

01 de enero de 1900
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?Yo creo en cambio que Sartre no es el diablo?. Cesare Luporini.

Jean-Paul Sartre fue, sin lugar a dudas, un escritor polémico, controvertido. Lo que hacía, lo que decía, pero ante todo lo que escribía ponía a pensar.

Fue Sartre el escritor contemporáneo que llevó hasta las últimas consecuencias la problemática del pensamiento. Esto es así. Había que pensar incluso contra sí mismo, liberarse del ?amonedamiento? en el ejercicio del pensar. Si se piensa de veras, ninguna certidumbre es posible. Es esta una de las características de la modernidad, y en eso Sartre es moderno. Si se tiene en cuenta la contingencia histórica de la modernidad, en su metafísica no hay certezas ni valores vinculantes (Adorno).

En efecto: Sartre es un escritor que está siempre correlacionándose con su obra, y eso permite correcciones, contradicciones, avances, transformaciones. Es un poco la actitud que proponía uno de los nuestros, tan admirado por Sartre -hasta el punto de proponerlo como candidato al premio Nobel de literatura- , nos referimos a Fernando González, el de Otraparte, quien se refería a esa virtud heroica del auténtico intelectual: quien vive ?a la enemiga?, cavando hondo en las cosas, mirando con los ojos de la sospecha.

Sartre era, pues, de esos que cavaba hondo en las cosas, de esos que pensaba contra sí mismo, incluso en las páginas de un mismo libro, y lo hacía con una lucidez y un ejercicio de la razón asombroso. De ahí que en el polémico libro titulado El siglo de Sartre, Bernard-Henri Lévy elogiara con júbilo su espíritu de contradicción: ?Teoría del pensador por explosiones?.

La frase se aplica a Descartes, pero también podría valer para Sartre. Podría aplicársela a sí mismo y aplicarla a la dura tarea que siempre se impuso: pensar contra sí mismo, contradecirse, si era menester, de un libro a otro, o de una página a otra del mismo libro.

Un pensamiento que avanza por espíritu de contradicción, paradojas, contrasentidos, a veces sinsentidos, más contradicciones y contratiempos, por eso Sartre, el Sartre obsesionado con el hueso, la piedra de sus ideas convertidas en tópicos, nunca dejó de elogiar el ?pensamiento a la contra?, y en especial contra sí mismo. Fue esta una de las razones que lo llevó a rechazar el premio Nobel: no quería petrificarse, no quería que lo convirtieran en una estatua.

El filósofo de la libertad, el abanderado de una subjetividad total quería moverse con seriedad y jovialidad en la arena movediza del pensamiento. Y así, con esa fuerza y ese vigor, con ese carácter único, pensó muchas cosas: se introdujo en los temas de la filosofía, el arte, la literatura, la política, etcétera.

Fue, de veras, un escritor total, aunque no totalitario. Recordemos su enérgica sentencia: ?Si la literatura no es todo, la literatura no es nada.? La obra literaria y filosófica, debía dar cuenta de la totalidad de la condición humana. Para Sartre, una obra literaria es una obra plena de sentido si da cuenta de la totalidad, si se convierte en expresión de esas acciones, esos gestos y, ante todo, esas elecciones que le configuran un sentido al azar de nuestra existencia.

Dijimos al inicio que Sartre ponía a pensar con lo que hacía, decía y escribía. La famosa expresión -que causó escozor entre los escritores franceses de su tiempo- : ?Ante un niño que muere de hambre, La náusea no tiene peso?, puso a todos, inclusive fuera de Francia, a pensar sobre el significado y el valor de la literatura.

De ese debate surgió el libro de Bernard Pingaud y otros: Los escritores contra Sartre. Luporini tercia a favor de Sartre. Sartre no es el diablo, nos dice, y en su argumentación esgrime el paradigma gramsciano del ?filósofo individual?, del ?gran intelectual? comprometido.

Sartre fue eso efectivamente. Un escritor y un intelectual comprometido con su tiempo; el intelectual -señala Luporini- independiente, singular, que asume posiciones propias, que forja criterios con respecto a los grandes temas de la cultura y a los problemas políticos y sociales de su época; el hombre que ?entra en la lucha democrática, con su contribución de ideas, de problemas, de búsqueda, de crítica?. Fue esta su gran manera de ?influir en la opinión pública?. En los términos de Gramsci, Sartre fue el ?filósofo democrático?, que se sabe relacionado activamente con la sociedad, buscando la modificación del ?ambiente cultural?. De la reflexión de Cesare Luporini, podemos extraer una conclusión: a un pensador singular, como lo es el caso de Sartre, no se le puede juzgar por lo que dice, por lo que piensa sino por ?el conjunto de su pensamiento y de su acción?.

Sartre no es el diablo, repetimos con Luporini. Estamos en el deber y en la obligación intelectual de volver a su obra, lúcida, iluminadora y edificante. No fue su pensamiento una moda. Es una obra seria y compleja, que quizá no se ha estudiado y por ende no se ha comprendido.

Todo lo contrario, ha sido distorsionada y oscurecida, subvalorada diríamos, por quienes hablan desde el prejuicio, la opinión y el desconocimiento, por quienes, obedeciendo a ?razones? de todo tipo, ante todo ideológico, emprendieron un trabajo mezquino de ?desmitificación? y de ?satanización? de Sartre, movimiento de ?desmitificación? que empieza en Francia, y que inicia con una obra desafortunada, mezquina y desleal como la Ceremonia del adiós de Simone de Beauvoir, que debería encabezar una antología de la deslealtad en el ámbito de lo humano y de lo intelectual.

La historia habrá de juzgar. Por lo pronto, ¡cómo extrañamos hoy día a un intelectual como Sartre! Es cierto, el desierto crece. Falta la conciencia crítica. El interrogante de Gramsci tiene, a propósito de Sartre y su centenario, una gran vigencia: ?¿Es legítima, en nuestra sociedad, la subsistencia del ?filósofo individual?, del ?gran intelectual singular???.

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