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LA GUERRA NOS HACE DAÑO

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13 de octubre de 2013
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La doctrina contrainsurgente determina que "la guerra es 20 por ciento acción militar y 80 por ciento política". Después de décadas de reflexión sobre los éxitos y los fracasos de la contrainsurgencia en países asiáticos, africanos y latinoamericanos, es claro que la guerra no se gana porque se destruya, en una zona específica, al insurgente, trátese de su fuerza militar o de su aparato político.

La victoria –esquiva, por cierto– sólo se logra cuando el insurgente es aislado por la población, no por imposición sino por convicción. La victoria sólo se obtiene mediante la legitimidad ganada por el contrainsurgente y su demostración a la población, por medios legítimos, de que el insurgente es irrelevante. En la medida en que la victoria se diluye en el tiempo, por la prolongación de la guerra, la población se convierte en el botín de insurgentes y contrainsurgentes, y la violencia se dirige contra esta.

Esta cruda premisa conduce a que insurgentes y contrainsurgentes concentren su guerra sobre la población, promoviendo espirales de violencia en las comunidades, a punto de miedo, alianzas y traiciones. "La crueldad de la guerra revolucionaria no es una crueldad en masa, anónima, sino una altamente personalizada, una crueldad individual". (David Galula, Counterinsugency Warfare, 1964).

De aquí que ganar el apoyo de la población (y combatirla) es tan necesario para el contrainsurgente como para el insurgente. La insurgencia no necesita apoyo masivo, debe contar con una minoría que represente sus intereses, esta es su esencia. Medir el poder del insurgente a partir de su fuerza militar es un error. Aun en situación de debilidad militar, su resurgimiento es posible con mínimas reservas y su capacidad de adaptación.

La contrainsurgencia, por el contrario, tiene que ganar el apoyo de toda la población. Para obtener ese apoyo, dice la doctrina, el contrainsurgente debe movilizar una minoría con ascendencia en lo local, para lograr la neutralización de cualquier oposición a la campaña contrainsurgente.

Como los ejércitos no pueden estar en todo lado, esa minoría se torna en agente del contrainsurgente. Por sus calidades de local, este sabe interpretar el ambiente y las oportunidades. Además de cumplir con los fines contrainsurgentes, explota las oportunidades para fines propios.

El esfuerzo contrainsurgente se vuelve voraz a partir de esta delegación. Los límites de acción de esa minoría local, según la doctrina, son cuestión de ética y de valores políticos imperantes.

Como buena parte de la doctrina contrainsurgente está escrita por militares franceses, británicos y estadounidenses, estos reconocen que, en sus países, esas acciones están condicionadas por el imperio de la ley. En cambio, en los países en donde acontecen las guerras, los cálculos son de otro tipo. Las consideraciones son pragmáticas, con resultados funestos para el gobierno local pero beneficiosos para la minoría, convertida en élite local, por su brutal efectividad contrainsurgente.

Con la delegación, la campaña contrainsurgente es corroída y suplantada por la defensa de intereses privados. La prolongación del conflicto lleva a que estos dos propósitos se mezclen aún más, y que la guerra sea un medio para defender los intereses privados. Esta fuente de violencia sólo se puede anular aboliendo la lógica insurgente y la contrainsurgente.

De aquí que cualquier camino político que facilite la terminación de la guerra debe ser perseguido. La prolongación de la guerra es equivalente a una decisión de prologar el sufrimiento de la población.

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