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La mujer que oye con el corazón

10 de mayo de 2009
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Una de las cosas que Gloria Vélez Arango, a pesar de su gran fortaleza mental, no ha podido superar, es la imposibilidad de contestar el teléfono. Por eso, en los últimos años, el correo electrónico se ha convertido para ella en un consuelo. Ya tiene 15 amigos con los que suele intercambiar mensajes.

Nacida en Manizales poco antes de la mitad del siglo pasado, Gloria perdió la capacidad auditiva cuando tenía seis o siete años. Y desde entonces comenzó para ella la odisea de todas las personas que viven con alguna incapacidad.

Ríe siempre. Habla como extranjera. Su rostro es el de una persona feliz. Con la motivación que le dan sus hijos y nietos, ella proyecta al mundo una imagen amable, sin complejos ni resentimientos.

Y pensar que todo esto lo ha conquistado por sí sola.

"Soy un ser que del silencio aprendió a vivir, sintiendo con sus manos el golpeteo de una puerta, el ritmo musical a través de los pies, el palpitar del corazón con la mano en el pecho y así sentir el amor u otra emoción, sin palabras, porque mis oídos no perciben nada de esto".

Son expresiones de su libro La fuerza de una ilusión, que escribió recientemente para compartir con los demás su experiencia.

Al conocerla, ella hace pensar que la vida es sencilla, que nunca se ha amilanado, que siempre ha sido valiente. En el alto piso del apartamento de su hijo, Jorge, ella pasa su tiempo ocupada en decir cosas amables, en jugar con sus nietos, en pintar cuadros de paisajes y bodegones.

Dificultades
De niña, cuando los ruidos se iban apagando y parecía que el resto del mundo se estuviera alejando de ella, le costó aceptar su condición. La estudiante del colegio Sagrado Corazón, de la capital caldense, regido por monjas francesas, sumó a la dificultad normal de adaptarse a su nueva vida, las desalentadoras frases que veía dibujarse en los labios de los demás: "pobrecita" o "qué pesar". "Esto era muy frecuente, creo que me alcanzó a hacer daño, pues fueron palabras que me marcaron".

Gloria recuerda que la sordera se le desencadenó con una gripa, cuya fiebre fue alta. Estaba invitada, con su hermano, a la Primera Comunión en una casa vecina. Su madre, al verla enferma, le recomendó que no fuera, pero ella quiso asistir para comprobar lo que ya sentía: que estaba dejando de oír.

Para no desatinar cuando pronunciaran su nombre en los actos públicos del colegio, ella encargaba a alguna compañera que le avisara cuando eso ocurriera para salir al frente. Pero a veces se equivocaban o le gastaban una broma cruel: le señalaban que saliera cuando no era el momento. Darse cuenta de esto era para Gloria causa de desasosiego, ira e impotencia.

Gloria descubrió que las palabras se iban dibujando en los labios de la gente. Y fue aprendiendo, por sí sola, a leerlas.

Esa lectura la fue reintegrando al mundo: lleva una vida normal, se casó a los 21 años con un viudo padre de siete hijos, con quien tuvo dos. Pero tiempo después, se separó. Fue en la soledad de su casa, ya divorciada, mirando las paredes desnudas que pensó en pintar.

"Voy a pintar cuadros de colores alegres que me acompañen", se dijo entonces.

Asistió a clases durante un año y desde ese momento ha perfeccionado su técnica sin ayuda alguna. "Para mí pintar es una actividad ideal porque requiere mucha concentración y yo, en mi mundo sin ruidos, no tengo problemas para eso".

A Gloria no se le miente fácilmente. Hay que mirarla a la cara siempre que se le habla para que ella lea los labios, y resulta difícil mentir mirando a una persona fijamente.

Dice, también, que las personas con una limitación como ella -la cual ha superado con el desarrollo de otros sentidos y "en especial la mente"- deben llevar un doble modo de vida para no estar excluidas: el de los demás, que sí oyen, y el propio.

"Está bien que quisiera escuchar las voces de mis hijos y mis nietos", comenta, y que extraña cuando enloquecía con las canciones de Pedro Vargas y Agustín Lara, "pero yo los escucho a ellos con el corazón".

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