La noche antes de las elecciones, a eso de las 4:00 de la madrugada, cuando hubo de enderezar hasta el último detalle chueco que tuvo pendiente, Nicolás Maduro se sentó en la cama y se puso a conversar con Cilia Flores, su esposa, sobre lo que es la vida, las vueltas que da.
“Nunca me imaginé estar acá”, musitó el presidente, con la garganta a punto de quebrarse, horas antes de que se conocieran los resultados y mientras se secaba el sudor que le salía a chorros de la frente.
“¿Maduro? Ese fue un chamo con suerte”, dice Faustino Rodríguez, al voltear por la calle 14 de Caracas. Esa es la entrada al barrio Jardines, en la parroquia El Valle, donde el nuevo presidente electo de Venezuela vivía como un ignoto chofer.
Son las vueltas que da la vida o la suerte, como diría Faustino. “Casi nadie se acuerda, por ejemplo, que Nicolás, por su corpulencia, al principio parecía de la escolta de Chávez, en la primera elección. Su función era estar al lado del jefe, todo el tiempo. Ahí no duró nada, claro, porque luego fue promovido para que se lanzara a diputado para la Constituyente.
¿Dime si eso no es suerte, chico?”, se pregunta Faustino, uno de los millones de seguidores de Henrique Capriles que hoy no se sienten representados en el Gobierno y que se declaran huérfanos.
Jardines, donde vivió Maduro, está constituido, en su mayoría, por modestísimos bloques de edificios que tienen la particularidad de tener rejas hasta en las ventanas de los pisos más altos. ¿Las rejas son por seguridad? ¿Quién robaría por una ventana de un piso doce? “No importa, aquí en Caracas uno con rejas duerme más tranquilo, no importa donde se viva”, sigue Faustino.
Ese chamo con suerte, que ganó las elecciones y que ayer se paseó por Caracas secundado por un desfile de hombres de la Guardia de Honor, poco tiene que ver con el conductor del Metro que fue.
Verlo ahí parado, alto como una espiga, rodeado por un enjambre de periodistas internacionales, tomando agua de un pequeño pocillo esmaltado de florecitas que un estafeta le carga para arriba y para abajo, hace que uno le dé la razón a Faustino: sí, hubo suerte de por medio, pero también una lealtad ciega y a toda prueba que se vio recompensada.
Pero la suerte no es eterna y Maduro recibe un país sumido en una crisis creada por la revolución y que reconocen hasta los mismos chavistas, de dientes para adentro, por supuesto.
Y es que en catorce años de chavismo, Venezuela se fue volviendo un país movedizo, inseguro, no solo por la tasa de homicidios (56 asesinatos por cada 100 mil habitantes, la segunda tasa más alta del mundo), sino por el aumento de delitos como el hurto.
En Caracas hay barrios sin ley, lugares a los que los taxis tienen prohibido subir. Si quieres ir a Petare, una montaña donde viven más de 10 mil personas, nadie te lleva. Si quieres conocer más adentro El Valle, el mismo que caminó Maduro cuando era pobre, nadie te sube.
Aunque eventos de robos se cuentan todos los días, una cosa es escucharlo, pero otra muy distinta presenciarlo. En la noche del martes 9 de abril, dos hombres con pistola entraron al restaurante chino Kung-Hey, cerca de Plaza Venezuela, adonde yo había acabado de llegar a cenar. No llevaba ni cinco horas en Caracas.
Por estar distraído con el teléfono, no me di cuenta que a mi espalda, los dos hombres armados le estaban quitando las billeteras a un grupo de africanos a los que seguramente venían siguiendo. Una vez ocurrió el robo, uno de los extranjeros se paró, tomó por el cuello al portero del restaurante y lo tiró al piso, luego lo arrastró en medio de un escándalo acusándolo de ser cómplice de los atracadores. El administrador del restaurante, un hombre de rasgos orientales y medio tranquilo para situación, dijo que había llamado a la Policía, pero ésta nunca llegó. El portón del restaurante se cerró y yo me quedé adentro pensando, ¿por qué me dio por ir a comer arroz chino en Caracas?
Pero algo va más allá de la anécdota. Los empleados de los hoteles se gastan la saliva sugiriéndole a los extranjeros que no saquen el celular. En las calles se puede notar una cierta anarquía de los carros para con las señales de tránsito; y los homicidios no paran. Y Maduro lo sabe, aunque haya evitado tocar el tema a fondo en sus discursos.
La crisis será económica
En la imponente Avenida El Libertador de Caracas hay dos tipos de vecinos que tendrán que aprender a convivir. Dicen que los primeros eran chatarreros o desempleados sin estudios venidos de las parroquias más pobres de Caracas, que ahora andan estrenando apartamento en una zona suntuosa en la que, ni en sueños, jamás se hubiesen visualizado.
Allá llegaron a estrenar vida hace ocho meses, en unos multifamiliares de 74 metros cuadrados, tres habitaciones, cocina terminada, nevera, lavadora, muebles. Todo lo que necesitaban fue entregado por el Gobierno Bolivariano y gratis.
Los otros vecinos están al frente. Son de otro estrato, son los que hicieron empresa toda su vida y compraron su apartamento en una zona exclusiva, central, alejada de las barriadas. Entre unos y otros no se conocen. Los primeros son tachados de vagos, de lumpen mantenido por el Estado; los segundos, de ser oligarcas, derechistas, seguidores del fascismo. Así está dividido Venezuela.
El tiempo de la revolución corre y Caracas cada vez se parece más a Cuba. Néstor Venecia es un cartagenero que lleva 20 años Venezuela y que ya logró la máxima aspiración de su vida: un apartamento, una pensión de 1.050 bolívares (unos 100 mil pesos colombianos, al cambio no oficial), mucho más de lo que tendría si se hubiese quedado en su tierra, tal vez lanzando atarrayas para pescar.
Eso lo logró Néstor porque desde hace diez años se enfiló en las Milicias Bolivarianas, que no son otra cosa que civiles que fueron adiestrados militarmente, para regalarle su tiempo a la causa. Pero hay otros ciudadanos como Faustino, a quienes no les ha llegado (ni les llegará) el Estado benefactor.
Porque por muchas reservas de petróleo que haya, la crisis no parece tener reversa. Luis Vicente León, analista de Datanalisis, se atreve a decir que el modelo económico asistencialista, que se reactivó como nunca en el último año, previo a elecciones, no resistirá mucho tiempo.
En Venezuela ya no se cultiva tomate como antes, un producto por el que el país sacaba pecho. El año pasado, un informe de Fedeagro descubría que el 95 por ciento del tomate con el que se elaboraba la pasta era importado de Chile y Estados Unidos. Y eso tiene varias explicaciones. Una de ellas tiene que ver con la quiebra de empresas antes expropiadas y ahora controladas por el Gobierno, en un monopolio de 21 actividades económicas.
Sin hablar de la inflación, un asunto que al ciudadano de a pie le preocupa y lo afecta. Martha Colomina escribió hace poco en El Universal, de Caracas, que la inflación de marzo fue del 2,8 por ciento, la más alta para este mes en los últimos seis años. En la capital, por lo menos, uno deja de ver por temporadas ciertos alimentos: leche, queso, pollo, huevos, y otros.
Pero nada de eso puede verse en los noticieros, pues la prensa (no toda) está politizada y la propaganda socialista no conoce de autocrítica. En la retórica con la que Maduro enfrentó estas elecciones, no hubo muchas soluciones ni propuestas concretas. Pero este es el país en crisis que tiene que Gobernar y si no lo hace bien -él mismo lo sabe- su pueblo se lo puede cobrar, en esas vueltas que la vida da