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Lecturas del lector

15 de julio de 2008
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Los lectores pragmáticos que buscan conocimiento en los libros, los honran como quien asiste a una consulta con un académico, y después abandonan los bagazos. Otros conservan sus libros agotados, y les ofrecen albergue eterno con gratitud y devoción. Los fetichistas los fajan con horribles forros de plástico o papeles de estrellas, contradictorios con su contenido muchas veces, para preservarlos de las amenazas de la luz y el polvo, y los convierten en los objetos asépticos de un culto bobo, estrenando el mismo vestido siempre en el altar monótono de la biblioteca. Yo prefiero los libros usados, como las pantuflas viejas que se ajan al ritmo de nuestros pasos, y acaban por parecérsenos como un alma subalterna que siempre podemos volver a vestir.

Un amigo mío, no sé cuánto lo conocí, no prestaba sus libros porque, dijo, se los abrían. Sus libros eran para entornar, debían leerse con actitud de voyerista, como quien comete una impertinencia. Tus libros son para gatearlos, le dije, no para leerlos. Todos sus libros tenían el mismo aire insulso de lo recién comprado, y olían a naftalina, aún los mejores, pues era lector exigente a pesar de todo. Los libros deben parecerse a las infecciones que transmiten, o curan. Tienen una personalidad que comienza por la cara. O la carátula.

Me gustan los libros con las huellas del cariño que les pusimos, y los desgastes del amor, como esposas viejas o viejos amigos. Hay libros que envejecen bien. Como algunas personas, adquieren una manera de relajar lomos y hojas, que aumenta su nobleza. Los de los tipógrafos de antes, sobre todo, hechos cumpliendo una misión apostólica, por una necesidad espiritual.

Hoy en la superabundancia de los libros de bolsillo, o del éxito de un día, que las imprentas escupen como bosques mascados a millones, se publican más títulos que nunca. Pero son escasos los libros que inspiran afectos duraderos. Los libros de supermercado cuyo fin es entretener se leen y se olvidan.

No suelo leer libros prestados. Me gustan los míos, que puedo subrayar, marcar, anotar, torturar. Y detesto que me los pidan en préstamo. Plagados de notas y señales que me retratan, preservo del prójimo mis notas al margen con el mismo pudor que mis vicios. Los subrayados exponen el corazón del lector en paños menores. Un amigo subrayó en un libro de Camus dos palabras: cerebro vacío. Una semana después cayó en una crisis esquizofrénica. Un señor muy distinguido, cuyo diccionario heredé, había subrayado una palabra sonora de cuatro letras. Por primera vez vi subrayado un diccionario. George Steiner recordaba al viejo lector que a la actividad pasiva de leer añadía el cuidado de escandir y corregir los textos a medida que los penetraba. Subrayar es comunicarse con el libro, apropiárselo, como un camino que hacemos dejando marcas para volver. Sin embargo no son los mismos los subrayados de la vejez que los de la juventud. A veces en los de juventud nos sonroja el entusiasmo excesivo que pusimos en ciertas perogrulladas. Dicen que la escritura descargó la memoria de los bardos antiguos de la oralidad. Quizás los subrayados nos salvan de aquellas cosas que nos conmovieron en los libros leídos. Como el álbum de fotos de familia nos ayuda a mantener apartados entre pastas a los parientes muertos, para que no vuelvan a perturbarnos, sin permiso, con sus querellas.

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