Valdrá que lo digamos una vez más. Nada peor que una guerra mal terminada. Y nada más peligroso que el triunfalismo a las puertas de la victoria. Se contarán por miles las batallas perdidas que parecieron ganadas.
Aquello de que ni Dios nos quita la victoria, sonará harto familiar. Y Pirro nos recuerda que en gestas largas hay precios demasiado altos para ganancias aparentes. Todo nos sonríe en estas horas cenitales. El enemigo muerde el polvo de la derrota y ha perdido lo que pudiera quedarle en la simpatía o el respeto de las gentes. Cuanto lo que le queda son grupos dispersos de combatientes, sin jefes ni moral, y jefes que no tienen quién los oiga, oye en todas partes el canto de los cisnes.
Las Farc vendrán a una mesa de negociaciones antes de su desaparición definitiva. Pero no ha muerto la condición que las mantuvo vivas los últimos 25 años, lo que significa que podrán resurgir de sus cenizas o abrirle paso a otra organización que las sustituya o que oculte el hecho irrevocable de su extinción.
El narcotráfico, que es la más detestable forma del terrorismo moderno, no da trazas de correr suerte pareja a la de los viejos seguidores de Tirofijo. Porque se muestra desafiante y activo en México, se multiplica en Brasil, extiende sus garras por Centroamérica y domina el panorama de cenizas en que están convertidos Ecuador y Venezuela. Eso quiere decir que alguien suministra, puesto que muchos matan por distribuir.
El mercado de los Estados Unidos sigue vivo y se mejora el de Europa, crece amenazante en Brasil y las señales de la peste llegan hasta la vieja Rusia y se conectan con las que manda el renovado negocio de la amapola, que ha vuelto a la vida el peligro Talibán.
Las Farc se mueren, pero no hacemos lo suficiente para que pase lo mismo con su razón de vivir. Lo que explica las Águilas Negras o los grupos emergentes de paramilitares, mal disfraz de ejércitos que nacen al impulso de los mismos motivos de la supervivencia guerrillera.
No descartamos que haya sido porque se concentraran todos los esfuerzos en el enemigo conocido, tan antiguo como cruel. Pero lo cierto es que se ha perdido la política de Estado en la lucha antinarcóticos. Bastará comprobar que no se reúne hace mucho tiempo el Consejo Nacional de Estupefacientes, para advertir que hemos desertado de esa guerra concluyente.
La Policía ha fracasado en la erradicación de los cultivos, y a nadie parece importarle que tengamos una capacidad instalada para producir hoja de coca, suficiente para pertrechar unos cuantos millares de bandidos. Estamos avanzando en tratos con los vecinos para que nos compren mejor, pero se nos olvida exigirles que cierren los caminos de la droga, fuente segura de futuras desgracias. La extinción de dominio se nos quedó en la Ley más perfecta y audaz contra el lavado de activos que el mundo conoce, y dejamos su suerte en manos del dudoso personaje que regenta la Fiscalía General de la Nación. Los narcotraficantes han sentado sus reales en el famoso bunker y llenaron de papeles las oficinas que remedan quitarles sus tesoros. Y otra vez el que nadie mire, el que nadie proteste y ni siquiera pregunte.
Con dinero sucio todo es posible. Por conseguirlo se hace cualquier cosa, como organizar los 60 frentes de la exhausta guerrilla cuyo final celebramos. Con lo que queremos decir que si no hacemos ya y con plena eficiencia lo que falta, volveremos al principio. Y sabremos otra vez de la arrogancia del dinero fácil; y llenaremos los periódicos de estadísticas sangrientas; y volverán los secuestros y las bombas y las pescas milagrosas y las emboscadas al Ejército y las derrotas a la Policía.
Estamos estrenando Ministro del Interior y de Justicia. Recibe esta responsabilidad de dos que no la entendieron entre las suyas, cuando no hay otra más grave y urgente. Porque de seguir como vamos, a poco andar habremos descubierto que matamos una culebra y dejamos crecer otra igualmente venenosa, y probablemente más astuta y ofensiva.
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