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MIRAR LA DISCAPACIDAD CON LOS OJOS DEL AMOR

  • MIRAR LA DISCAPACIDAD CON LOS OJOS DEL AMOR
21 de julio de 2014
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Seguramente todos hemos tenido alguna vez momentos de sufrimiento que llegan a nuestra vida de manera inexplicable e incluso absurda.

A veces uno se pregunta por qué hay personas que soportan grandes dolores, sin merecerlo. Por algo decía San Agustín en su obra Confesiones: “Buscaba el origen del mal y no encontraba solución”.

Esta experiencia se hace concreta en aquellos padres de familia que reciben la dura noticia de que su hijo tiene alguna discapacidad seria. ¿Qué ha hecho de malo el pequeño para venir con este problema? ¿Por qué le toca justo a estos padres? Son preguntas que nos pueden venir a la mente cuando nos enteramos de una noticia así.

Hace unos días leí en la revista Ser Persona un artículo titulado “Un hijo discapacitado, una bendición para la familia”. Contaba la historia de Beto, un joven de 25 años a quien, desde el seno materno, le fue detectado un problema neurológico.

Sus padres dan testimonio de cómo Beto ha llegado a sus vidas para cambiarles totalmente la perspectiva de lo que significa tener y amar a un hijo. Ellos, al igual que todos los papás, querían que su bebé naciera sano, que tuviera una vida como la de la mayoría de los niños y que luego se convirtiera en un hombre exitoso. Y al recibir la noticia de que su pequeño venía con problemas, estas expectativas tomaron otro rumbo.

“A medida que nuestro hijo crecía, nosotros descubríamos que a través de sus limitadas facultades, siempre se podía ver nítidamente su persona. Que era él, ese alguien único e irrepetible; quien obraba, observaba,  comprendía, recordaba, sentía y vivía”, comparten sus padres.

Este testimonio me parece mucho más convincente que la típica frase de cajón: “no voy a traer al mundo un hijo para que sufra”. Ante esto cabe preguntarse ¿Y es que alguna persona puede eximirse del sufrimiento? Y además ¿Y no será que un niño discapacitado puede ser incluso más feliz que uno que goce de todas sus facultades? ¿No será que a veces queremos ahorrarnos la incomodidad (y ahorrársela a nuestro bolsillo) de atender, ayudar y, en definitiva, amar a una persona con limitaciones físicas o mentales? ¡Cuántas veces, en nombre de la calidad de vida nos olvidamos de la calidad humana!

Y así como Beto, he conocido varios padres de familia valientes, que han sabido descubrir en sus hijos limitados que el amor es tan, pero tan grande que va mucho más allá de la productividad de una persona y que esos seres a quienes llamamos “especiales”, ya sea de nacimiento o sea porque una enfermedad o accidente los dejó en esta condición, nos recuerdan el valor de las cosas esenciales.

Beto, con sus limitaciones, ha hecho que sus seres queridos descubran que el amor es ilimitado. Él no será un docto en letras, artes o ciencias y aún así, puede enseñarnos mucho más que un gran académico, pues como testimonian sus padres: “Mi hijo camina percibiendo solo la mejor parte de lo que lo rodea y en él solo anida la bondad y un fresco asombro por la vida. No miente, no tiene rencores, ni envidias ni frustraciones; nos ama plenamente sin causarnos penas por deficiencias morales y con un transparente amor filial”.

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