Estación Escuela, en la que, según los escolásticos, enseñarían no solo a conocer el mundo sino a tener argumentos para explicarlo y aplicarlo a la vida cotidiana, esa de todos los días y en la que más cosas hay que hacer. Pero no se ven allí argumentadores y promovedores de acciones sino muchachitos aprendiendo de memoria lo que no han entendido, buscando datos en los celulares sin llegar a cuestionarlos (convertidos en meros consumidores de datos), mirando con angustia a profesores que no los motivan para tener preguntas sino que les exigen respuestas limitadas (como en los viejos catecismos), sin posibilidad de discusión, como si ir por la vida fuera leer avisos y no una certidumbre en la que para moverse hay que querer y necesitar saber más, pero no de un solo libro, sino también de la experiencia del maestro, personaje este que es el que más leen los alumnos en sus actitudes y reacciones, en lo que la vida ha hecho con él y en la virtud de relacionarse con los otros.
Jean Jacques Rousseau sostenía que el fracaso en la educación se debía a que sentábamos a un grupo de muchachos a recibir respuestas sobre lo que no habían preguntado, como si fueran sujetos vacíos a los que fuera necesario llenarles el cerebro con una información (así como se rellena un chorizo) que no logran ver aplicada en ellos mismos ni en sus contactos con el mundo. Y Pestallozzi, el educador suizo, añadía que si antes no hay una educación sensible que permita que el alumno logre entrar en contacto con la naturaleza y el arte, lo que le llegue adicional no tendrá sentido, pues eso que se plantea en un tablero en cifras y fórmulas no es una visión de lo que se vive sino una serie de símbolos que mueren en la medida en que se solucionan y al final se borran. Y sí, son olvidados por falta de corazón.
Un país son los maestros que ha tenido. Y si esos maestros no han enseñado un estar, un ser, un hacer y un proponer, cualquier territorio se convierte en mero suelo. Y ese saber no llega (a pesar de tanta metodología) sin un previo de motivación necesaria que demuestre que lo que se enseña si ha hecho efecto el maestro. Porque quien enseña es el modelo, la seguridad y la certeza de que ese saber ha hecho bien. Así que lanzar datos, obligar a memorizarlos, no llevarlos al diario, es el fracaso en la enseñanza. Y fracasa porque no creamos seres humanos (que se alegran con aprender) sino muchachos ya vencidos por la incertidumbre de lo que van a preguntarle, como si el saber fuera una ruleta y no una respuesta a algo que se ha vivido, que es lo que no se olvida. Pero enseñamos para olvidar.
Acotación: Si bien hay maestros que tratan de que sus alumnos aprendan a vivir, los más se dedican a transmitir lo que han memorizado sin llegar a comprobar. Y en esta cadena de tener datos y no vida, la educación se convierte en una carga y no en unos resultados que lleven a sentir que estar vivo es bueno. Si el conocimiento no produce alegría, como se decía Spinoza, se está enseñando mal.
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