Cuando los nadaístas comenzábamos a escribir al comienzo de la década de los sesenta en Medellín, Amílcar Osorio nos aventajaba a todos en conocimientos estrambóticos y osadías experimentales. Amílcar despreció mis primeros versos influenciados por Julio Flórez y Lucila Godoy, y por apartarme de esos poetas sentimentales me propuso escribir un texto acerca de una lata de sardinas.
Le eché cabeza a la cosa hasta que me pareció encontrar la solución al problema técnico en una novela rusa donde el autor evoca el pasado de una familia rusa contando los avatares de una tetera rusa. De modo que hice un relato marino con tormentas y pescadores, los frutos de cuyos trabajos acababan embutidos en una lata como los usuarios del transporte público en una ciudad moderna. Se lo presenté a Amílcar. Pero lo desechó. No se trata de eso, dijo. Al otro día trajo para ayudarme un libro de Allan Robbe Grillet, padre de la novela objetal, autor de moda entonces, un francés capaz de gastar doscientas páginas en la descripción de un muro con pelos y señales incluidos los mordiscos del viento en los ladrillos.
Muchos años después mientras hacía una vuelta en una oficina pública intuí la grandeza de la propuesta de Amílcar, el desapego del yo que implica la teoría de los objetalistas. El funcionario que debía atenderme escuchó mi solicitud con los ojos vacíos del que piensa en los huevos del gallo, y se entregó a la contemplación de los instrumentos de la oficina con fruición religiosa. Se sumergió en el análisis del sello de caucho azul gastado, la impronta y el asa de madera pulidas por el uso; tomó una hoja de papel cuyo blanco vacío indagó por ambas caras con la lentitud y la seriedad de quien entiende un abismo, y la puso en una carpeta de cartón; fijó los ojos en la anacrónica máquina de escribir como si la viera por primera vez, y por fin sostuvo entre el dedo pulgar y el índice derechos un clip que observó con unción platónica como quien accede a partir de un rizo metálico al secreto más hondo del universo material. Cómo miró el clip ese hombre en mangas de camisa. Cómo lo puso al contraluz de la ventana para entenderlo. Cómo lo dejó caer en la penumbra del cajón abierto de la mesa oscura, y lo encerró con elegancia y serenidad admirables. Fue tanta mi conmoción mientras asistía al sacerdotal ministerio que no me sentí ofendido cuando al cabo de la minuciosa liturgia echó un ojo al reloj en la columna de concreto, se volvió hacia mí consumiendo un bostezo del tamaño de un buñuelo, y me comunicó afligido que por desgracia había terminado su jornada de trabajo, y debía regresar otro día.
Me marché agradecido. Jamás recibí una lección igual de amor por las pequeñas cosas del mundo. Ni siquiera cuando leí a Francis Ponge, y a Robbe Grillet. Y también estaba avergonzado por interferir en las actividades espirituales de ese hombre con la solicitud rastrera de un recibo. Me decía. Ese cuarentón que el estado mal paga, es un poeta y nadie sabe. Un contemplativo de la realidad última de las cosas como Francis Ponge y Robbe Grillet. Y me preguntaba por qué debía ese pobre ser admirable ganar el pan en la esfera del pragmatismo ramplón de los tesoreros impartiendo recibos azules si su vocación era el éxtasis. Y la vida me pareció absurda.
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