Un hombre inteligente es un hombre rodeado de mujeres fuertes. La fortuna me ha regalado la dicha de contar a mi vera con un buen puñado de ellas, así que podríamos deducir que soy un tipo la mar de listo. No es el caso, para mi desgracia. Simplemente tengo suerte. Como no necesito quién me cocine -ya me encargo yo, como buen vasco-, me planche o me diga qué me pongo para salir de ronda sólo recurro a ellas para cuatro cosas sin importancia. Las necesito para que me orienten, pues tropiezo a cada paso, para que me equilibren cuando me acelero cual Ferrari, para que le pongan tres cubitos de hielo a mi sangre ardiente y me la templen, para que me den su calor y me escuchen cuando ni yo mismo me entiendo -lo que ocurre con demasiada frecuencia- y para que me planten los pies en la tierra, pues me disipo con la facilidad ensoñadora de un disolvente. Que soy más volátil y tengo más peligro que el gas sarín.
No quiero a mi lado mujeres sumisas y complacientes. Quiero consejeras, amigas, cómplices y confidentes. Amantes con voz y voto. Sin ellas a mi lado estaría más perdido que un pulpo en un garaje. Por eso, entre otras cosas, doy gracias al cielo cada mañana.
La mayoría de las mujeres que conozco nos dan sopas con onda en casi todo. Soportan mejor el dolor porque conviven con él desde chicas por las reglas de la biología. Nos alumbran con una naturalidad pasmosa que pone al descubierto nuestras debilidades. Si por nosotros fuera, la especie humana no habría pasado de Adán y Eva. En el mejor de los casos, Adán habría recurrido a 50 cirujanos y montando un cirio del demonio a la primera contracción. Y nada de amamantar a las criaturas. Veinte euros y gateando al McDonald’s.
Su único defecto, común en todas ellas, especialmente entre las más brillantes, es que son incapaces de darse cuenta de que son las criaturas más maravillosas que existen. Por eso, siempre se atormentan con sus kilitos de más o de menos o con su talla de sostén. Por eso, desearían tener una cintura adaptable, que suba y baje, y se estreche o expanda a voluntad, y que ensamble a la perfección en cualquier talla. La propia canciller Merkel, el mandatario más poderoso de Europa, se me desvela cada noche por esas menudencias pese a haber revalidado con holgura su poder tras arrasar en las urnas.
Como ya no quedan casi trogloditas incapaces de admitir estas cosas, Bergoglio ha dado otro paso más al frente y ha reconocido que la iglesia católica necesita más mujeres al frente. Nos encontramos ante un hombre inteligente y revolucionario, en el buen sentido del término. "Es necesario ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva... La mujer es imprescindible para la Iglesia. María, una mujer, es más importante que los obispos", ha dicho el Papa Francisco en una reciente entrevista.
Y tiene más razón que un santo.
El Vaticano parece un club masculino de fumadores donde las monjas retiran las cenizas de cuatro vejestorios y poco más. Habrá quien sostenga aún que si Cristo se rodeó sólo de hombres sería por algo. Olvidan que en aquellos tiempos, tanto en el mundo romano como en la sociedad hebrea, las mujeres estaban apartadas por completo de la esfera pública, limitadas a su labor de esposas y madres. Cristo no vino a cambiar eso como no vino a traernos el sufragio universal, los derechos laborales o las redes 4G. Tampoco se manifestó nunca sobre el privilegio de los varones judíos de repudiar a sus mujeres sin pasarles una pensión y no por ello creo que fuera un misógino. Evolucionar es nuestra tarea.
El pasado viernes, la iglesia anglicana -la tercera confesión cristiana más numerosa del mundo- ordenó a la primera mujer obispo en las islas británicas y la Tierra sigue girando. ¿O alguien conoce un solo motivo por el que una mujer no pueda ser Papa?.
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