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Sobre la calle Bolivia, entre Palacé y Venezuela, unos metros abajo de la Catedral Metropolitana de Medellín, nace un museo de cosas viejas que pudieron haber muerto por el paso del tiempo. Reliquias, diría Alirio Tavera, el amo y señor de los carros de época que allí reposan, de rockolas y neveras de ensueño. El amo y señor de un garaje que llevaría a cualquiera a los primeros años de 1900: a suelos americanos, con el lujo y originalidad de sus automotores, o a tierras paisas, con la música y zócalos que allí emulan una casa de pueblo.
El casado parece extraño, pero hay que verlo para entenderlo. Alirio primero da un no por teléfono: no tiene en el garaje que pronto será museo a sus más preciados compañeros: un carro funerario —único en su tipo en Latinoamérica y que salió en El amor en los tiempos del cólera por allá en el 97— y un vehículo ambulancia, azul y blanco, del 92. Pero venga y aquí miramos qué hacemos, dice por teléfono, y un par de horas más tarde abre la puerta de “Memoria’s Museo”, como le llamará al espacio una vez se estrene.
Todo comenzó hace 40 años, con un Cadillac 54.
—Cómo así, ¿ese carro llevó a todo esto?
—Sí. Me lo regaló un señor —confirma Alirio—. Me dijo: ‘vea, es que tengo un carro por allá restaurado, pero no tengo con qué sacarlo ni con qué pagarle parqueadero’.
Alirio tenía entonces cómo cuidar del carro y lo recibió. Le gustó el cuento. Se enamoró. Empezó a comprar objetos antiguos, a coleccionar, a intercambiar, a encargar e incluso a hacer viajes para conocer reliquias y luego cerrar negocios. Porque este museo que espera abrir las puertas en julio —una vez tenga todos los permisos— es cosa de ayer pero no comenzó ayer.
—Todo lo que ve aquí es funcional y original —dice—. Las neveras, las bicicletas, los pianos. Por ejemplo, cuando yo estaba restaurando los carros, acogía donantes: vehículos que no tenían documentos al día, los compraba para reparar otros o usar sus partes.
Justo de eso están hechos los muebles y centros de mesa que hacen las veces de sala en un espacio que, en paralelo, ambienta una estación ‘gringa’ de gasolina. Hay letreros, réplicas de velocípedos (de 1835, 1875 y 1900), cuadros y registradoras originales de principios del siglo pasado. Y hasta billar: convirtió un Mercedes en una mesa de juego.
—El éxito de estas piezas es el uso. Aquí todo funciona y es original. Esa es la clave —dice Alirio—. De lo contrario, viene lo que llaman mal de garaje: la gasolina se pudre y luego todo se daña, en el caso de los carros. Mejor dicho, como le dicen los hijos a uno: ‘papá, ¿usted no se pensionó?’. Sí, me pensioné, respondo, pero hay que trabajar. Ni riesgos.
En la primera planta del lugar, que en efecto operó como parqueadero, hay varios vehículos galardonados con placa azul por el Museo de Transporte —distinción más preciada por los coleccionistas de estos carros en la región—. Buick Roadmaster (1954), Chevrolet Impala (1959), Chevrolet Bel Air (1966), Mercedes-Benz 190E (1986), Renault 4 (1988). Estos son solo cuatro de los modelos sobre los que Alirio habla con propiedad. Y si se le escapa un dato, llama a Carlos.
—Carlos, Carlos —grita Alirio, mientras gesticula con las manos—.
Con la mirada le concede la palabra. Le dice, en últimas, que haga lo suyo. Carlos, de apellido Aguilar, quien conoce a Alirio hace 40 años, asume la tarea aún envuelto en un enterizo de mecánico:
—Sí. Acá tenemos un motor de seis cilindros, en línea, con válvulas en la culata —exhibe—. Lo más importante: 140 caballos de fuerza. Esto venía en pulgadas, es americano: 230 pulgadas cúbicas. un ‘Blu flamer’, que llaman.
Pero el tiempo parece insuficiente y Alirio, pese a su pasión por los carros, pasa a los otros momentos que integran el museo. Enciende una a una las rockolas tragamonedas alemanas y americanas que ha comprado. Habla de la Segunda Guerra Mundial, de los germanos que emigraron luego a Estados Unidos y no desistieron en la fabricación de esos aparatos sonoros, que acarician el oído.
Luego abre las neveras de colores que trasladan a filmes americanos. Mete la mano, expone el frío, que funcionan, que producen escarcha. Porque en “Memoria’s Museo”, insiste, todo es útil. No se permite la oda a la cosa por la vejez de la cosa. Si no prende, suena o enfría, no sirve. Y lo mismo ocurre en la segunda planta, donde una casa paisa agrupa más rockolas, una colección amplia de revistas de la National Geographic y más de 300 libros sobre Medellín y Pablo Escobar.
—No es para promocionarlo—dice Alirio—. Es nuestra historia y hay que contarla. Eso es todo.
Alirio espera que en principio el museo se enfoque en los extranjeros que vienen a conocer la ciudad. Piensa en entradas con un costo superior a los diez dólares, pero aún trabaja en esa idea. Espera, sea quien sea el visitante, que el recorrido termine frente a una pianola de más de 80 años que reproduce sola, con sus martillos, decenas de rollos de música. Mientras suena una tripleta con éxitos de Elvis Presley, el hombre de 63 años dice que este es su legado y que está dispuesto a compartirlo con la ciudad.
—Esta es mi vida. Lo que les dejo a mis cinco hijos y dos nietos.
Habla por más minutos. No quiere dejar de hacerlo. Avanza hacia la puerta, la abre, se despide, cierra. Y eso que no estaban sus favoritos: el carro funerario y la ambulancia azul y blanca, fotografías que envía luego por WhatsApp. Porque deben salir en el artículo, insiste. Y aquí han salido, Alirio, así no aparezcan las imágenes. Quienes quieran conocerlos, que se peguen la pasadita, ¿no? Vale toda la pena.
Periodista y politólogo en formación. Aprendo a escribir y, a veces, hablo sobre política.