Walter Vidal Durango tiene 53 años y 21 de ellos los ha dedicado a sembrar ají dulce criollo, topo o topito, como también se le conoce. Es el representante legal de una asociación de agricultores. Cuando saluda aprieta fuerte la mano y su piel morena y manos ásperas reflejan el trabajo del campo, una labor a la que le debe que dos de sus cinco hijos ahora sean ingenieros.
“Llevo 12 años trabajando como líder, pero esta es una zona muy complicada”, dijo como si fuera una conclusión, pero es más bien una resignación.
Sincelejano de nacimiento, pero cacereño de corazón. Desde que se mudó a El Deseo, unas de las 60 veredas que tiene el municipio de Cáceres, conocido también como la “perla caucana”, Walter no ha dejado de sembrar ají, un trabajo al que le dedica más de seis horas diarias, nueve cuando hay recolección, para luego enviar su producción hacia la Costa Atlántica, su principal mercado. Y aunque él sabe que vive en medio de un fortín agrícola, reconoce que hay un desconocimiento generalizado sobre el potencial que tiene lo que ellos mismos producen, un abandono al agricultor y un miedo por estar en medio de las disputas de grupos armados en el territorio.
EL COLOMBIANO recorrió la zona y pudo constatar la falta de capacitación que sufren los agricultores, las dificultades que enfrentan para transportar su producción, la inseguridad en las zonas rurales, las afectaciones en sus cultivos por el crecimiento inesperado del río Cauca e, incluso, el desconocimiento en cuanto a información y orientación sobre exportaciones de ají colombiano y el nuevo mercado que se abrió, por ejemplo, hacia Estados Unidos.
Un sabor dulce y amargo
Para llegar a El Deseo se debe navegar sobre las aguas turbias del río Cauca. El trayecto en lancha dura unos 15 minutos y es la única ruta hasta ese lugar, donde lo primero que se ve cuando se pisa tierra son los cultivos de ají, berenjena, arroz y plátano que trabajan los campesinos bajo las altas temperaturas características de la zona.
A pesar de que Cáceres, según datos de la Secretaría de Agricultura de Antioquia, es el municipio con mayor volumen de producción de ají en el departamento (294 toneladas/año), y cuyo rendimiento promedio (21.000 kilogramos por hectárea) es el mejor del departamento, es un cultivo que sigue creciendo en medio del abandono y el miedo por la violencia: algunos campesinos han tenido que botar sus cosechas de ají porque no tienen cómo venderlas, unos han preferido no salir de sus veredas por la difícil situación de orden público y las consecuencias que ha dejado la pandemia de covid-19, y otros, al final, no han tenido más opción que venderlos a intermediarios a precios muy bajos.
La jornada de Walter comienza a las 6 de la mañana y termina hacia las 12 del medio día. El intenso calor o las lluvias no le permiten continuar más tiempo con sus labores de campo. Todos los sábados es la recolección de ají, de ahí contrata una lancha, que le cobra $30.000, para sacar sus productos al comercio: “Sincelejo, Montelíbano y Planeta Rica son nuestros principales mercados costeños. En Antioquia solo nos compra Caucasia”, expresó.
Los costos de producción de esta hortaliza, según Walter, están aproximadamente en $3’700.000, de los cuales $500.000 se van para insumos. “Es difícil la situación porque algunos insumos que antes compraba entre $60.000 y $70.000, ahora están en $100.000”, dijo.
Uno de los sabores amargos que le ha dejado el campo a Walter han sido las trabas para poder progresar con sus cultivos, por ejemplo, en mercados institucionales.
“Yo no sé cuál es la forma de querernos ayudar, porque si nos ponen un montón de requisitos y ni siquiera nos orientan, para nosotros es muy difícil cumplirlos. Por ejemplo, las tecnologías y las normas internaciones financieras que nos exigen cumplir nos están matando. Nosotros a duras penas manejamos el campo y si acudimos a un contador para que nos ayude, este nos dice que nos cobra $5 millones y uno como pequeño productor cómo hace entonces”, apuntó, con desazón.
Por su parte, Álvaro Bertel es un agricultor de Cáceres que apenas se animó a incursionar en el cultivo de ají. Todos los días cruza por unos 20 minutos el río Cauca en su lancha para llegar hasta su casa, en donde hace poco, junto con su pareja sentimental, comenzó a sembrar semillas de ají dulce. Su esperanza es sacar adelante el vivero y poder llegar a producir, pero el principal problema, según él, es que no cuentan con un conocimiento técnico ni para sembrar ni para comercializar.
“Estamos haciendo un semillero de ají, pero no tenemos la técnica. Nosotros solo llenamos las bolsitas con tierra y empezamos a echarles semillitas. Sería muy bueno que nos ayudaran con eso, así como a buscar mercados a los cuales podamos llegar, porque aquí se está perdiendo el ají, no hay a quién vendérselo”, dijo.