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La grandilocuencia que permiten los presupuestos abultados ha traído como consecuencia que cuando alguien nos dice “ciencia-ficción” pensamos casi de inmediato en naves espaciales o dinosaurios desatados protagonizando batallas interminables. El dinero nos ha lesionado la imaginación. Porque el verdadero sentido de la expresión tiene más que ver con la curiosidad, con la posibilidad de especular sobre futuros posibles a partir de las posibilidades que la ciencia y la tecnología nos presentan.
Afortunadamente todavía hay productores que se animan a hacer películas como “El hombre perfecto”, de Maria Schrader, una historia pequeña en sus pretensiones visuales pero inmensa en casi todo lo demás: en la profundidad de las preguntas que es capaz de formularse y formularnos; en la intensidad emocional que consigue desarrollar a través de sus personajes; en la amplitud de miradas que es capaz de tener en cuenta, sin comprometerse a declarar cuál sería “la forma correcta” de hacer las cosas, o de creer que su protagonista tiene la razón sin más. Como pasa con un buen ensayo, terminaremos de ver “El hombre perfecto” con la sensación de que entendemos un poco mejor algo, aunque no sepamos decir exactamente qué.
A lo mejor le pasa lo mismo a Alma (no se preocupen que su nombre es lo único poco sutil en el guion) al final, tendida sobre una vieja mesa de ping-pong, mientras conversa con Tom, el robot humanoide con quien ha tenido que convivir durante los últimos días para que sus reacciones y su evaluación sean tenidas en cuenta por el estado alemán, que debe decidir si otorga o no el permiso de comercialización de otros seres como él. Cuando la vemos acabamos de oír su reporte, y pareciera que hay una contradicción entre sus palabras y sus acciones, pero en el fondo es esa contradicción justamente lo que hace que nos identifiquemos con ella.
Porque claro, es fácil decir desde la teoría que tener seres hechos a la medida de nuestros anhelos nos convertirá en seres incapaces de lidiar con la vida real. Pero en la práctica, que es lo que narra la película, es más complicado argumentar qué tiene de malo que todos en esta vida tengan la posibilidad de ser amados por alguien que luce como su amor platónico, o que no demos cabida a seres que siempre conservan la calma y la amabilidad cuando por otro lado convivimos con seres humanos que se pasan por la faja las reglas y tratan a sus congéneres como objetos.
Tanto Maren Eggert como Dan Stevens ofrecen interpretaciones brillantes que llenan de vida el inteligentísimo guion que firman Jan Schomburg y la misma directora, y que es capaz de lograr que la revisión policial de un robo se convierta en pregunta ontológica. “Un profesional habría visto que no hay nada de valor”, dice un policía. “Claro que hay muchas cosas de valor”, dice Alma. “Sí, pero el valor es algo que le otorgamos nosotros a las cosas”, le corrigen, porque saben que se refiere a fotos y otros recuerdos. ¿Cuánto valor podrán tener esos seres artificiales cuando seamos capaces de amarlos? Puede que debamos ver más películas de ciencia-ficción como ésta, para que podamos tener alguna vez una buena respuesta.
