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La vida sísmica de un rompeasfalto

Un oficio rudo es el de quienes rompen aceras y calles con un taladro. Estiven Alarcón Isaza es uno de ellos.

  • La jornada de un rompeasfaltos requiere pausas para evitar problemas de salud. FOTO Juan Antonio Sánchez
    La jornada de un rompeasfaltos requiere pausas para evitar problemas de salud. FOTO Juan Antonio Sánchez
27 de octubre de 2015
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El ruido ahí y él con el ruido. El sismo ahí y él en el sismo. Se diría que ese sujeto no fuera un hombre sino el Espíritu del Caos.

Así vive Estiven Alarcón Isaza, el tipo que se encarga de manejar un martillo neumático o un taladro de calles y aceras, desde hace seis años.

“Un día me preguntaron: «¿Usté sabe manejar un martillo neumático?» Y yo dije que sí, que sí sabía, aunque, la verdá, viejo, no tenía ni idea”.

Casi lo tumban los 90 kilos de peso de ese aparato. Le costaba llevarlo al hombro. Su primer trabajo fue demoler una viga de una construcción de El Poblado. La tumbó a fuerza de lidias. Al final, “casi me tumba el peso del martillo: ¡me jaló hacia abajo!”. Al principio, se mareaba y debía recostarse por momentos contra un poste. Uno se imagina que debe estar bien alimentado, haber tomado un desayuno trancado para soportar ese trabajo. Total, estar levantando del suelo esa máquina para volverla a enterrar, es decir, venciendo la gravedad de la Tierra miles de veces con una carga de noventa kilos no es cualquier cosa...

“Yo nunca desayuno. Ni siquiera traigo almuerzo. Aguanto hasta que llego a la casa, por la noche. ¿En el día? Agüita, porque uno se deshidrata mucho”.

Por estos días demuele media tajada longitudinal de la acera que bordea una fábrica de vidrio y llega hasta las escalas de la estación Envigado del metro. Un hombre, otro Estiven, qué casualidad, viene detrás suyo retirando los escombros que va dejando. Entonces, en esa franja donde antes había una acera plana, va quedando la tierra desnuda, apelmazada, que otros obreros deberán picar y retirar para enterrar tubos por los que pasen cables de sistemas de comunicación. El área que debe demoler está delimitada por una cinta amarilla remarcada con las letras etb.

Estiven, overol azul oscuro, casco azul rey, zapatos de puntera reforzada que fueron negros pero ya están llenos de polvo de cemento y son grises, guantes de carnaza, está atento al accionar de esa broca en forma de pala que brinca sobre la acera como si fuera un animal vivo que estuviera parado descalzo en un suelo ardiente y se le quemaran las patas.

Antes de ponerse los protectores auditivos, unos tapones pequeños que se hunden en su oído externo, y de empuñar el manubrio de la herramienta, dice: “O sea que, para mejor decir, yo no tuve maestro”. Dicho esto, enciende el ruido y aviva el sismo y se mete a vivir en ellos. Ese ruido lo domina todo. No deja escuchar los otros ruidos de la calle: el de los automotores que pasan por la vía Regional, situada a unos metros de allí, ni por la Simón Bolívar, la que une a Envigado y Itagüí, ni el rugido de los motores de los colectivos que estacionan a pocos pasos del demoledor, en la base de la estación.

San Vito

Con uno de sus pies guía la broca para controlar sus movimientos. Hunde la punta en la losa y ejerce palanca para despegar el trozo de concreto, para que al otro Estiven le quede más fácil recoger los fragmentos.

Una vez, en uno de sus brincos, la punta se montó al zapato, ay, y le hirió un dedo. Voló a Urgencias, sangrando y adolorido, a que le cosieran la herirá, le detuvieran la hemorragia y le quitaran ese dolor del demonio. Le dijeron que no lo atenderían sino hasta las tres. Eran las nueve. Qué se iba a quedar haciendo en esa sala de esperas desesperantes. Se fue a casa, donde vive con su hermana y los diez hijos de ella y, con su ayuda, se lavó la herida y se hizo la curación.

El temblor agita las mangas de su overol. Dos chorros de aire salen hacia abajo, a uno y otro lado de la herramienta, como si se tratara de una fiera que resoplara y levantara del suelo una polvareda gris que huele a cemento.

A su alrededor, la gente pasa de prisa. Un grupo de ancianas hace señas, desde lejos, al otro Estiven para que le pida al taladrador que pare su labor por unos segundos. El recogedor de escombros debe tocarlo en el hombro y hacerle señas de que pare un momento.

“Si tuviera una opción de trabajo mejor”, dice el demoledor, “me iría sin pensarlo dos veces, viejo. Llegué a este oficio porque el que tenía antes, ayudante de construcción, era más duro y no pagaban tan bien. Apenas el mínimo. Aquí me gano el mínimo más dos mil pesos por cada hora en la que está máquina esté prendida”.

El ruido que emerge de la ciudad en los segundos que toma el paso de las ancianas, resulta tolerable, casi agradable, al lado del infierno de Estiven.

Su jornada es de ocho de la mañana a cinco de la tarde. Sin embargo, por ley, debe hacer una pausa de once y media a una, y otra de tres a cuatro. En esas treguas no le pagan bonificación.

Sin que nadie le avise, se percata de que se acerca una mujer en embarazo. Suspende la labor. Le han dicho que si una mujer preñada se expone por cierto tiempo a la vibración, el hijo puede nacer con anomalías.

“Dicen que una persona que trabaje en esto puede sufrir de la columna y de los riñones. Y a la postre, puede quedar tullida. A mí me duele la columna con frecuencia. Cuando duele más, me hago paños de agua caliente y me voy a la cama”.

La mujer se aleja para acercarse, paso a paso, día a día, al parto, Estiven arma el barullo de nuevo, y otra vez la gente hace el gesto de fastidio.

Lo más duro que debe destruir son piedras. Se revienta, suda como en un sauna, los músculos le duelen como sí hubiera recibido puñetazos de un pugilista. Y la bendita piedra incólume, como si el Estiven hubiera estado apenas pasándole papel abrasivo. En esos días termina temblando más de lo acostumbrado, como un poseso.

“Una vez que no traje la motico, me fui en metro. La gente me veía temblando tanto que me preguntaba si yo sufría alguna enfermedad. Me daba lidia mantenerme quieto. Parecía convulsionando. El mal de San Vito, me decían. Y yo tenía que decir que no, que eso era cosa del trabajo”.

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