Horizonte, de César Acevedo

Espectros errantes

Oswaldo Osorio

Hay un cine colombiano reciente que está narrando la violencia de manera diferente. A los autores nacionales más jóvenes ya no les interesa tanto mirar el conflicto y sus repercusiones desde el realismo social, desde la denuncia o de manera expositiva. Ahora están apelando a otros códigos, casi todos amparados bajo el gran paraguas del cine moderno y recorriendo sendas como el lirismo, los espacios como protagonistas, lo poético o el realismo espectral.

Este último concepto es con el que mejor se puede asociar la segunda y esperada película del director de La tierra y la sombra (2015), porque los muertos que la protagonizan no son fantasmas, ni las apariciones del realismo mágico, sino espectros que habitan la tierra y deambulan buscando justicia, reparación o al menos algún tipo de redención. Son ya muchas películas colombianas pobladas por este tipo de personajes, los cuales se pueden ver en títulos como Los reyes del mundo, Los silencios, Yo vi tres luces negras, Memento Mori o Anhell69. En ellas la muerte es una presencia que convive con los vivos y entre unos y otros tratan de negociar verdades y perdones.

En Horizonte (2025), Basilio regresa a su casa luego de estar demasiados años en la guerra, tanto que su madre ya no reconoce a su joven hijo, reclutado hace mucho, en este hombre de gesto cansado y con las marcas de los horrores que presenció y protagonizó. Juntos deambulan por una tierra devastada por la guerra, avanzan hacia ninguna parte entre las ruinas físicas y morales que se les presentan como constantes obstáculos en su camino y en esa relación que están retomando. Caminan lento y penosamente, mientras tratan de poner en palabras ese dolor propio y ajeno que lo cubre todo como un olor malsano. En esos diálogos está mucho de la fuerza del relato, pues están cargados con el pasado que no pueden cambiar, así como con conversaciones y cavilaciones de gran elocuencia en su urgencia por exorcizar con palabras todo el vacío que les ha dejado la guerra. También es cierto que el peso de esa carga retórica, por momentos, se acerca más al discurso de la literatura que del cine.

En el contrapunto a la potencia de las palabras está toda una concepción visual, simbólica y espacial de ese ruinoso y yermo mundo por el que erran. El territorio es un protagonista avasallante en esta película: pueblos desolados, ríos secos, inhóspitos páramos y sombríos bosques son los paisajes que hacen eco al lamento y sollozos de los personajes. Así mismo, Acevedo demuestra su capacidad para crear impresionantes imágenes de una fuerza poética y alegórica que pocas películas colombianas han alcanzado. La casa, especialmente, es un lugar y concepto que funge como leitmotiv alusivo a todos los males de la guerra: la casa en ruinas, la casa abandonada, la casa en llamas, la casa repleta de despojos, la casa que contiene una horda de víctimas y la casa que se eleva para huir de esta tierra maldita. Y así, como este solo elemento, la película tiene muchos otros en los que su aspecto externo es desbordado por la simbología y las alusiones y asociaciones que teje este cineasta con su imponente puesta en escena y una expresiva fotografía que enfatiza sus virtudes.

Se trata de una película grandilocuente, en el buen sentido del término, porque en ella todo es supremo y contundente: las palabras, las imágenes, los paisajes, los símbolos, las verdades sobre la violencia y la urgencia por aprehenderla y expulsarla. Incluso el inusual punto de vista, desde un victimario tristísimo y penitente, termina redondeando esa mirada inédita que sobre el conflicto colombiano propone este cineasta, una mirada audaz, renovadora, sublime y profunda.

La Larga Marcha, de Francis Lawrence

Solo hay un ganador y no existe una línea de meta

Mario Fernando Castaño

No vamos a decir todas las reglas, pero todo se resume a esto: si reduces tu velocidad a menos de 6,5 km/h, tendrás 3 advertencias, luego de eso, recibirás tu pasaporte. Camina hasta que solo quede uno y éste ganará el gran premio.

Un joven de solo 19 años de edad escribe en 1966 una historia distópica que narra la necesidad de un país decadente por renovar sus valores nacionales a costa de la juventud, sembrando en esta ideales basados en el honor, el reconocimiento público, la fama y, lo mejor, ser vista ante el ojo del Gran Hermano como héroes nacionales.

Ese joven escritor es Stephen King, quien ya ha obtenido fama mundial por su novela Carrie (1974), además de quedar plasmado en la retina mundial en 1976 gracias a la gran película homónima dirigida por Brian DePalma  y de contar con el éxito que tuvo su segundo libro Jerusalem’s Lot (1975). Esta vez la editorial quiere una nueva novela, pero King prefiere jugársela con una historia que no esté iluminada por su famoso nombre, él se quiere probar a sí mismo y averiguar si sus historias agradecen su triunfo a la fama o a su contenido, para esto utiliza el seudónimo de Richard Bachman y es ahí cuando luego de lanzar Rabia (1978), La larga marcha (1979) sale de un baúl de historias rechazadas y entra en escena para convertirse en una de las historias más aterradoras e implacables de su carrera literaria.

46 años después y luego de varios intentos fallidos por llevarla a la pantalla, llega el director Francis Lawrence (Los juegos del hambre, 2013-2023, Constantine, 2005, Soy leyenda, 2007), para llevar a imágenes la historia de Raymond Davis Garraty (Cooper Alexander Hoffman), un joven que toma la decisión de unirse al concurso junto a otros como él y caminan hasta el final por carreteras solitarias e interminables con el sueño firme de hacerse con el anhelado premio.

A través del camino va encontrándose con que los demás competidores a pesar de tener el mismo objetivo, están marcados por ideales muy diferentes y entre ellos conoce a Peter Mc Bryes, interpretado por el actor británico David Jonsson, quien ya dejó su huella bien impresa en la cinta Romulus (2024).  Su personaje toma con cada paso el control de la historia, convirtiéndose en un hombro en quien apoyarse para Raymond cuando siente que todo está perdido y regalando más de un momentazo que logra remover las entrañas del espectador.

El comandante aparece cuando el momento requiere una dosis de aliento nacionalista y se convierte poco a poco en un personaje más que detestable, esto gracias a la gran actuación de Mark Hamill. A medida que las millas se vuelven cada vez más infinitas, la psicología de los competidores se va quebrando, sabemos cuál es el costo del pasaporte y ya no hay marcha atrás. Algunos se quiebran físicamente, otros en su mente y es ahí cuando se muestran tal y cómo son, es ahí cuando la humanidad sale a relucir ya sea llena de grandeza o inmundicia. El ser humano en todo su esplendor, un ser desdibujado que se va desvaneciendo con cada paso y que va perdiendo el sentido de las razones por las cuales antes soñaba y esto bajo la mirada de un público que presencia con morbosa curiosidad el inevitable desenlace, en donde nosotros mismos como espectadores somos partícipes de este macabro circo, observándolo todo desde nuestras cómodas y seguras butacas mientras disfrutamos de unas deliciosas crispetas.

Este es un relato que, cuando fue escrito, era un llamado más de la Contracultura, una alegoría a cómo una manipulada juventud se enviaba como conejos detrás de una zanahoria a morir dentro de una lejana selva de Saigón, al otro lado del continente, en una guerra que muchos quieren olvidar, pero que está pegada como alquitrán en el asfalto de la memoria. Una promesa rota que se ve reflejada en los cuerpos de esos jóvenes llenos de ilusiones que regresan a su tierra con honores y que ahora habitan cajas de madera adornadas por relucientes medallas listas para colgar en la sala del hogar de sus adoloridas madres, recordándoles cada día el por qué sus hijos murieron como héroes de una gran nación. Hoy, por estos días oscuros, esta historia tristemente es aún más que vigente y se identifica con la realidad, no solo del país estadounidense, es el espejo de nuestra humanidad, en donde nos vemos a nosotros mismos persiguiendo nuestra propia sombra dentro de una historia ya contada, caminando los mismos pasos hacia una meta de la que todos sabemos, es inexistente.

Una batalla tras otra, de Paul Thomas Anderson

Una revolución en malas manos

Oswaldo Osorio

El problema de asumir la crítica desde el cine de autor es que, para algunas películas, que en circunstancias generales serían bien recibidas, bajo este criterio se empequeñecen frente a la obra previa del autor en cuestión. Es decir, Una batalla tras otra (One Battle After Another, 2025) es una película muy entretenida, con algunas imágenes y personajes memorables, un tema de fondo actual, pero que no termina diciendo nada significativo ni manteniendo esa solidez general que tienen la mayoría de películas de Paul Thomas Anderson, uno de los más importantes cineastas estadounidenses de las últimas tres décadas.

En la película sí está la dinámica del cine de género de Sidney (1996) y Vicio propio (2014), la riqueza en los personajes y variedad de líneas narrativas del cine coral de Boogie Nights (1997) y Magnolia (1999), el romanticismo único de Embriagado de amor (2002) y Licorice Pizza (2021), la visceral intensidad de Petróleo sangriento (2007) y el misticismo de The Master (2012) y El hilo fantasma (2017); no obstante, nada de todo eso parece acabado y en relación orgánica con todo lo demás. Las situaciones gratuitas y las salidas forzadas saltan y nos asaltan a cada momento del relato, al punto que, para poderla disfrutar, como dicen coloquialmente, no hay que meterle mente. El problema es que uno sí quisiera meterle mente a una película de este director.

Anderson inspira su guion en la novela Vineland, de Thomas Pynchon (1990), que habla sobre los movimientos radicales de los años sesenta, y la adapta a esta oscura época para los inmigrantes en la administración Trump. Este es el primer bemol de la película, pues un asunto tan dramático e imperativo en la actualidad, apenas es un telón de fondo para el conflicto y los personajes centrales. Las odiosas postales de confinamiento y persecución a los inmigrantes, contrastadas con los discursos de odio de esa sociedad secreta de ultra derecha que presenta, no son suficientes para librar el tema de un esquematismo que solo es usado como excusa para una trama de acción cómica.

Y es que esa combinación entre acción, comedia y la proverbial torpeza de su protagonista, interpretado por Leonardo DiCaprio, más la desorientadora naturaleza del antagonista, el personaje de Sean Penn, lanzan a la deriva una historia y relato que suben y bajan como esa carretera de la persecución final. Incluso ese potente tema con el que empieza todo, revolucionarios en medio del país en que históricamente menos han surgido o se han tolerado, queda por completo desvirtuado a causa de (advertencia de spoiler) la incompetencia de casi todos ellos y, peor aún, su facilidad para convertirse en delatores.

Así que, sin tener mucho peso el tratamiento del problema de los inmigrantes en Estados Unidos y con una revolución en tan malas manos (tanto por los personajes como por el director), lo que queda es la habilidad de Paul Thomas Anderson para la narración y la creación de imágenes. Y bueno, eso ya puede ser bastante: Supongo que el público sin ninguna expectativa por el nombre del director y sus anteriores títulos (y uno mismo cuando se convence de obviar tal criterio) podemos disfrutar del taquicárdico tempo del relato y su montaje, los cuales son enfatizados por la intensidad y anomalías de la música del ex Radiohead, Jonny Greenwood; también deleitarnos con los momentos grandilocuentes en que la fotografía sabe explotar el formato en VistaVisión, como las persecuciones o la amplitud de los paisajes, tanto rurales como urbanos; e igualmente, acoger con entusiasmo la concepción de ciertos personajes, como el ímpetu con que Perfidia abre la historia o el sosegado liderazgo del Sensei.

Entonces, ¿vale la pena ver esta película? Claro que sí, sobre todo aprovechar la pantalla más grande que se pueda. ¿Que por ella vamos a recordar a Paul Thomas Anderson? Seguramente no. Ni tampoco a DiCaprio. Solo tal vez a Teyana Taylor y a Benicio del Toro.

Un poeta, de Simón Mesa Soto

El hombrecillo que penaba

Oswaldo Osorio

La diferencia entre la poesía y el poeta es que la primera es el ideal de la belleza y lo sublime, mientras que el segundo es un ser que no requiere, necesariamente, poseer estas virtudes, y a veces, es justo lo contrario: vulgar y ordinario. Esta película, desde su mismo título, tiene clara esta diferencia, por eso se ocupa del hombre y no de su arte, y lo hace de forma descarnada, casi sin simpatía, incluso más con lástima, aunque también es cierto que no puede evitar algunos momentos de ternura y comprensión.

Para contar la historia de este poeta, el cineasta Simón Mesa cambia por completo de rumbo en esa narrativa que se le vio en sus dos primeros cortometrajes (Leidi y Madre) y en su ópera prima, Amparo, una narrativa definida por un realismo desdramatizado y que en muchos sentidos desatiende las convenciones del relato clásico. En esta película, en cambio, está claro y es intenso el conflicto de su protagonista, sus personajes siempre están hablando y llena su historia de giros argumentales. Pero no por eso es una obra menor o desaparecen sus gestos de autor, lo cual puede significar que, además de a sus seguidores habituales, es decir, la cinefilia, la crítica y los festivales, esta película también le va a interesar a un público más amplio y hasta puede que la agradezca más.

Lo que me pregunto es cómo la recibirán estos espectadores tan disímiles: como una comedia, una oda al patetismo, una burla al mundillo de la poesía, una historia de superación, un divertimento a costa de un hombre sin carácter, un estudio sobre el fracaso o la desagradable radiografía de las miserias humanas. Lo más sorprendente de todo, es que la película contiene todas estas facetas. Por eso creo que cada persona podrá ver una obra distinta. Por ejemplo, un viejo y conocido poeta de Medellín, que salió de la misma función en que la vi, dijo que se sintió muy afectado por esa mirada al gremio de los poetas.

Y claro, si hice ese inventario de posibilidades es porque vi un poco de todo ello, lo cual puede ser favorable para la película, en cuanto resulta muy dinámica y nutrida de ideas y de momentos memorables e inesperados. Pero, por otro lado, tanta palabrería, tantos sucesos y tantos giros podría hacerlo un relato recargado y agotador. Y aunque no niego que ocurren ambas cosas, también sé que se impone lo primero, esto es, un relato cargado de fuerza, fundado en un personaje dimensionado en su construcción y sus matices, lleno de los contrastes que también tiene la película, pero que, si para él son infelicidad y motivo de pena, para la película representa riqueza y complejidad.

El asunto es que Óscar no solo tiene problemas con la poesía (que ya no escribe), sino también de dinero, de alcoholismo y como padre. Conocer a una joven poeta y tratar de promover su obra termina siendo la exacerbación de sus tribulaciones… pero también la posibilidad de redimirse. Y aquí nuevamente Simón Mesa, quien también escribió el guion, sabe maniobrar dramática y argumentalmente su relato, donde los ritmos cambiantes entre la tensión del drama, el humor del patetismo y la emotividad de la conexión con su hija y su pupila conducen esa narración a veces frenética, con muchos momentos embarazosos y otros definidos por esa poesía tan esquiva para Óscar.

Un poeta (2025) es una singular pieza en el contexto del cine colombiano (tal vez solo parecido a lo que hace Carlos Osuna), esto porque supo construir un relato con las características de un cine que puede tener una amplia acogida, pero manteniendo una visión personal y sin hacer concesiones, ya sea al humor fácil, a la sensiblería, a la exhibición de la miseria o al mal melodrama. Es una película original e ingeniosa, aunque también, dentro de su tono cómico y desenfadado, tiene una mirada dura y poco halagüeña de las personas, las situaciones y los entornos que recrea. Es pura ficción, llevada un poco al disparate, pero nadie puede decir que así no somos los colombianos.

Tres lunas nuevas, de Rodrigo Dimaté

Bogotá: No futuro

Oswaldo Osorio

Esta película tiene la misma premisa, pero con tres argumentaciones diferentes, esto es, tres distintas historias, en tres lugares de Bogotá y con tres protagonistas. Aun así, dan cuenta de un mismo universo, con sus problemas y premuras, con unas condiciones que lo determinan y lo ungen de un sino, cuando no trágico, al menos adverso. Es realismo social y sucio hecho con temple, honestidad y revelando la vida en unos márgenes que parecen no tener escapatoria.

El primer relato es sobre un joven que parece no interesarle el colegio, sino más bien lo que ve que hacen otros jóvenes de su entorno: errar por el barrio, pasarla bien y hasta, de pronto, buscar algo de beneficio. Su madre y el colegio no son suficientes para darle un norte o para forjar su carácter. Su lánguida cotidianidad se aferra a cualquier atisbo de amistad, sucumbe a desafíos inconsecuentes y al sopor de un mundo lleno de limitaciones. Cuando, junto con otros dos jóvenes, irrumpen en un lujoso condominio, no solo se pone en evidencia la indignante brecha social de la ciudad en que viven, sino también la naturaleza de cada uno de ellos, definida por una gradación de expectativas y valores que van desde el abandono pesimista de cualquier aspiración, pasando por la cobarde traición, hasta la entereza de asumir los actos propios sin apelar a bajezas. Es un agónico relato de desorientación y desasosiego juvenil, contado sin juzgar a sus personajes, pero tampoco justificándolos. Tal vez la justificación tiene que ir por cuenta de uno, cuando en la ecuación que ellos representan, cruza su edad, con los vacíos familiares, la precariedad económica y un sistema sin muchas oportunidades ni bienestar.

Apenas jugando con algunos planos o cortas escenas para que se traslapen con el final de esta historia, se da inicio a la otra, donde Steven, mientras se mueve en ese borde en el que él y sus amigos viven, se resiste a ser arrastrado a las oscuridades de la droga y la violencia. Es el único de los tres protagonistas por quien se siente alguna empatía, pues cada día se ocupa de malabarear lo mejor que pude unas relaciones cargadas, de hostilidad, suspicacias y rencores. El barrio es un micro universo en constante tensión y regido por el caos. Los saludos fraternales, que comparten cariñosamente mariguana y licor, conviven con recelos y situaciones a punto de estallar, así como con el bazuco, las armas y algún tenebroso personaje dando vueltas en una camioneta. El relato sabe mantener la permanente tensión de estas dinámicas sociales y no toma partido por nadie, ni siquiera por el protagonista. Solo observa y lo traduce todo con su caligrafía de imágenes reales y potentes, así como con unas muy convincentes actuaciones.

La progresión de malestar y fatalidad aumenta con la tercera historia, en la que Kevin está enganchado en la droga y siempre anda con una sombra de amenaza tras él. Ya hace mucho se desprendió de ese borde en el que, temblorosamente, se movían las otras dos historias. La adicción, el robo, el asesinato y el destierro son los giros que le depara la vida. Parece un joven ya sin principios ni moral, sin dignidad y casi sin humanidad. Uno supone que, hace años, fue uno de los jóvenes de los otros relatos, pero él sí sucumbió a la injusticia, desigualdad y falta de oportunidades. Es el personaje con la suerte ya echada, y tal vez por eso resulta el relato, no solo más oscuro, sino también más esquemático, y no por torpeza del guion, sino por la naturaleza del personaje y ese vector de vida que, dadas sus condiciones, ya tiene trazado de antemano.

Tres lunas nuevas (2025) apela a un realismo que es bien conocido en el cine latinoamericano y colombiano, especialmente por vía de Víctor Gaviria (no debe ser casualidad que dos de sus actores hagan parte de esta película), pero es un realismo que, no por recurrente, sea fácil de lograr con entereza. El riesgo de la porno miseria, los juicios morales, las apologías o las malas actuaciones acechan siempre este tipo de relatos, pero no es este el caso. Empezando por lo que consigue con las interpretaciones, ejecutadas por actores que, a pesar de su diversa índole, no presentan ningún desfase en su tono, unas interpretaciones que saben, con el cuerpo y el habla, darles alma a unos personajes que, por ello, sentimos cerca y entendemos muy bien. Es importante también mencionar la banda sonora, la cual se aparta de lo usual en este tipo de películas. Claro, suena algo del rap propio de los personajes y su entorno, pero es la musicalización de ciertos momentos, también oscura y abrasiva como el relato, la que le da un inédito sentido a este realismo descarnado.

El tríptico que propone la película es, sin duda, desolador y descorazonador, aunque no porque en él haya algún atisbo de saña con esa realidad o busque la fácil afección desde la seguidilla de desventuras, sino porque sabe identificar unos trazos humanos, de situaciones y contextos que conforman un complejo mundo representado aquí con elocuencia y contundencia.

Zona de interés, de Jonathan Glazer

La banalidad del mal

Oswaldo Osorio

Es inevitable titular esta crítica con el concepto propuesto por Hannah Arendt luego de cubrir el juicio por genocidio a Adolf Eichmann, un funcionario nazi. La filósofa alemana de origen judío vio en él, no al despiadado asesino que juzgaban, sino a un simple burócrata que solo cumplía órdenes sin pensar en las consecuencias de sus actos. Se trata de un mal banal e irreflexivo que tal vez es mucho peor, porque está en un número mayor de personas que pertenecen a un brutal sistema, en este caso, el Nacional socialismo alemán durante la Segunda Guerra Mundial.

Un abultado número de películas han dado cuenta de este tipo de nazis, ya sea directa o indirectamente. La diferencia con Jonathan Glazer, quien se basó la novela de Martin Amis, es que su propósito principal con esta obra es ilustrar de manera descarnada y contundente este concepto. Para hacerlo, toma a la familia del comandante del mayor campo de exterminio de judíos, Auschwitz, se detiene en su cotidianidad, sigue sus conversaciones anodinas y recorre desenfadadamente los espacios de la casa y sus jardines.

La principal fuerza de la película, entonces, se encuentra en el dramático contraste que hay entre esa normalidad cotidiana de la casa, ese “espacio vital” del que se apropiaron en Polonia los nazis, con todo lo que ocurre fuera de cuadro al otro lado del muro en el campo de concentración, representado por las chimeneas siempre en actividad y una banda sonora plagada de gritos, disparos y lamentos. Mucho se ha hablado del exterminio judío por parte de los nazis, pero poco se conoce esa política de expansión y exterminio del imperio alemán sobre Europa del este, que incluso precede a Hitler, pero que este la continuó y acentuó.

Rudolf Höss, el protagonista de esta historia, tiene mucho en común con Eichmann, pero su complemento dramatúrgico es su esposa Hedwig, a quien sigue buena parte del tiempo la cámara y quien resulta aún más elocuente en reflejar esa banalidad del mal, pues su falta de contacto con el campo de exterminio y su entendimiento de lo que allí se hacía la convierte en la mejor representación de esa maldad libre de conciencia, en la mejor muestra de esa casi absurda separación moral que hacen entre su vida y lo que ocurría detrás del muro. Su madre, en cambio, no lo pudo soportar.

En medio de esa contradictoria vida de normalidad que Glazer sabe construir con su mirada, su punto de vista y ese espacio soleado y lleno de flores que habita esta familia, no olvida insertar esos momentos anómalos y turbadores que se le conocen de su obra, en especial en algunos videos musicales y en su anterior película, Under the Skin (2013): La inquietante pantalla negra inicial, los contrastes y golpes de la banda sonora, las misteriosas escenas en negativo o ese final documental que muestra el museo de Auschwitz en la actualidad y que recuerda a la impactante Noche y niebla (Alain Resnais, 1956).

Zona de interés (The Zone of Interest, 2023) es lo normal y cotidiano navegando tranquilamente en medio del horror y la muerte, es la evidencia de que la naturaleza humana es capaz de lo peor sin siquiera ser consciente de ello, y transmitiendo esto al espectador esta película lo hace de manera inteligente y eficaz.

Yo vi tres luces negras, de Santiago Lozano

Una experiencia sensorial y poética

Oswaldo Osorio

El cine colombiano está poblado de espectros. Los vimos apenas hace un par de meses recorriendo las escenas de Memento Mori y ahora los vemos en esta película. Pero antes se han paseado también por Los reyes del mundo, Retratos en un mar de mentiras, Todos tus muertos y tantas otras. Y es que la convivencia entre la vida y las muertes violentas   en este país es la normalidad desde hace más de medio siglo, por eso el personaje que ayuda en la transición entre esos dos planos es tan común en las distintas regiones de Colombia, ya sea el Animero del Magdalena Medio o don José de Los Santos en el Litoral Pacífico.

Esta película es el viaje de don José entre esos dos planos, y es a ese tránsito entre ambos mundos al que hace referencia la expresión poética de su título. Estos espectros (y esa poética) están apareciendo cada vez con más frecuencia en las películas sobre la violencia colombiana, probablemente, porque los cineastas buscan distintas formas de referirse al conflicto, pero ahora sin tener que recurrir a las anécdotas de guerra y muerte o a los relatos con ideas explícitas sobre el tema. Tal vez la necesaria insistencia de nuestro cine con este asunto así lo requiere. Porque mientras persista el problema, el cine no va a dejar de hablar de él, y aunque se acabe, aún durante mucho tiempo tendrá la responsabilidad y el imperativo de hacer memoria.

Dándole continuidad a su anterior título, Siembra (codirigida con Ángela Osorio en 2015), que también versa sobre la violencia, el desplazamiento y un viejo con su hijo asesinado, en esta otra película a don José su hijo muerto le avisa de la cercanía de su propia muerte, por eso ese viaje del que se ocupa el relato, que lo es tanto físico, a través de la selva, como espiritual, entre los dos mundos. Su travesía le sirve a su director y guionista para adentrarnos no solo al corazón del conflicto colombiano en el Pacífico, sino también a una idiosincrasia que apenas si conocemos por referencias. Esa cultura ancestral afro que siempre ha resistido y tiene en sus ritos, creencias y cantos un vehículo para lidiar con las adversidades, empezando por la muerte que acecha constantemente en una zona infestada de grupos armados, de los que ya no queda vestigio de alguna ideología o propósito más allá de mantener el dominio de esas economías ilícitas, el narcotráfico y la minería principalmente, que carcomen la región.

Por eso se trata de una de esas películas sin un argumento convencional, pues la historia es apenas ese viaje hacia el final a encontrarse con los suyos, pero la película es todo ese mapa trazado con el recorrido en que don José nos va revelando un paisaje exuberante, rico en vida silvestre, fluvial y vegetal, pero intrincado y lleno de límites y trampas en sus dinámicas de violencia y poderes de hecho. Aun así, con su avanzada edad y en su aparente indefensión, él tiene una autoridad que le confieren las almas de los idos y el respeto por la muerte. Aunque es una autoridad frágil frente a los descreídos. Pero cuando él ya no esté, esa autoridad y ese respeto pervivirán en otros como él a quienes dio ejemplo, también en los ritos ancestrales y en la música y sus cantos, porque la vida siempre prevalece y busca las formas de lidiar y sanarse de la muerte.

Así que estamos frente a una obra más sensorial que narrativa, una pieza que aprovecha la mencionada exuberancia, tanto visual como sonora, para crear una experiencia inmersiva (por eso es ideal verla en una sala de cine) donde imágenes llenas de simbolismo espiritual e idiosincrático y de poesía visual se apoderan de los sentidos del espectador y del sentido de la película, creando una consciencia, más allá de los explícito y lo racional, que nos acerca un poco más a ese universo que a la mayoría nos es ajeno. Aunque siempre habrá unos aspectos que son universales, como la eterna confrontación entre la vida y la muerte o las distintas maneras del ser humano de afrontar tal dicotomía definitiva.

Vidas pasadas, de Celine Song

Una cálida conversación

Oswaldo Osorio

¿Puede existir el amor sin amor? Esta película demuestra que sí. Y eso es lo llamativo y refrescante de ella, que todo el relato y sus dos protagonistas están construidos sobre esta paradoja. El arte en general, y el cine en particular, tienen la virtud de poder hablar de lo que no existe o no está presente, sugiriéndolo o evocándolo, llamándolo de distintas maneras, solo anunciándolo en un provocador y a veces sádico juego de suspenso contra el que nada puede hacer el espectador, tal vez solo ilusionarse con improbables anticipaciones amañadas a sus deseos.

Posiblemente este sea uno de los triángulos amorosos más amables de toda la historia del cine. El amor de una pareja de niños coreanos parece reavivarse veinte años después de que ella emigrara a Canadá y ya estando casada con otro hombre. El grueso de la película es la historia de su reencuentro y de un relato que trata de responder sutilmente preguntas como ¿Se impondrá el destino o la serendipia? ¿Existe el destino en el amor? ¿Cómo saber cuál (o quién) es el verdadero destino en el amor?

Casi toda la narración son largas conversaciones, pero constituidas por unos diálogos tan cotidianos como inteligentes, un constante cruce de ideas, sentimientos y emociones desencadenados por la particular situación y siempre con el amor como pivote de las palabras y las reflexiones, también de los silencios, unas veces incómodos y otras elocuentes. Y en medio, la incertidumbre del desenlace de ese triángulo, así como la contenida impotencia del tiempo pasado o las oportunidades perdidas.

También hay una pregunta por la identidad, pues mientras ella es coreana, canadiense y neoyorquina, él es un coreano que ni habla inglés. Aquella célebre frase de Rilke que dice que la verdadera patria es la infancia, parece puesta a prueba aquí, porque ella no ha podido desprenderse de esa patria, pero tampoco está muy convencida de si todavía pertenece a ella, porque tiene otras patrias y otros amores. Todos esos dilemas y dudas, así como la seguridad de lo que se siente y la vacilación sobre lo que se debe hacer, están delicadamente desarrollados en este relato con palabras, titubeos, miradas o los dedos a punto de tocarse en un viaje en metro.

Vidas pasadas (Past Lives) es una deliciosa y agridulce fábula de amor y desamor, un permanente contraste de sentimientos opuestos donde toda su elaboración, principalmente los diálogos y la construcción de los personajes con su relación, está finamente equilibrada, pulida en sus detalles y llevada de principio a fin como si fuera una cálida conversación con alguien con quien uno se siente muy a gusto.

El vaquero, de Emma Rozanski

El cosmos debajo de una cama

Oswaldo Osorio

¿El caballo hace al vaquero? Si se tiene la determinación, sí. Y bueno, también es posible con una yegua. O al menos eso piensa Bernicia, una silenciosa y reservada mujer adonde quien llega una yegua extraviada cerca al restaurante donde trabaja. Emma Rozanski, cineasta australiana radicada en Colombia, escribe y dirige esta historia donde, con ese peculiar encuentro, elabora un original relato, el cual está más interesado por construir un singular universo y unos entrañables personajes que por desarrollar un argumento de manera convencional.

Ese universo propuesto aquí está poblado de mujeres (es un misterio por qué el título está en masculino), quienes mantienen unas afectuosas relaciones, las mismas que se desarrollan en un paisaje rural tan tranquilo y cálido (emocionalmente) como ellas. No es el árido oeste norteamericano, homenajeado e idealizado con cariño por esta película, sino las montañas de Ubaque, Cundinamarca. En este contexto, Bernicia paulatinamente se transforma en un inesperado personaje, el cual es acogido por ese entorno femenino con la naturalidad de quien acepta la más trivial decisión de un ser querido, aunque le advierten que el “mundo exterior”, es decir, el de los desconocidos y tal vez el de los hombres, no lo van a aceptar de la misma forma.

Esa transformación tiene su origen en una particular conexión de Bernicia con la naturaleza y en una introspección que parecen darle un poder sensorial diferente. Es por eso que, a través de ella, es posible adentrarse a una distinta percepción del mundo y de las relaciones, más sosegada, sensible y hasta espiritual. Por eso piensa con amorosa nostalgia en los vaqueros, pero no los que andan cabalgando como locos dando balazos, sino los que miran atardeceres, los que acampan junto al fuego y tocan la armónica, como ella misma ha empezado a hacer.

Y es que, para conquistar al lejano Oeste, primero hubo que encontrar una necesaria armonía con la naturaleza, y el punto de partida fue la comunión con los caballos. Por eso esta yegua, que nunca tuvo nombre, es la que dispara (sin balas) esa conexión de Berni con el aire libre, incluso con la soledad, aunque no hasta el punto del aislamiento. Los lazos familiares continúan, en especial con su divertida y cariñosa prima, pero también tantas personas, por más queridas que sean, es un bullicio que interfiere con otros placeres mínimos, pero casi sublimes, como sentir el detallado silencio de la naturaleza, acariciar una planta, ponerse un sombrero o prender un fuego. Solo con esa actitud es posible ver el cosmos debajo de una cama o en la mierda de una yegua.

Se trata, entonces, de una obra callada y entrañable, como su protagonista, una película que, a partir de una improbable conexión –entre la dependienta de un restaurante con el western– crea un tranquilo y sensible relato que aboga por el sosiego, la sinergia con la naturaleza, la sabia introspección y el placer de las cosas simples.

Una madre, de Diógenes Cuevas

La locura y la desesperación

Oswaldo Osorio

La búsqueda del padre o de la madre es una constante del cine latinoamericano. En una cultura en la que la familia es fundamental, pertenecer a una es un imperativo de cualquier sentido de identidad. Las razones de la ruptura del núcleo familiar suelen ser el abandono o la separación de los progenitores, pero en esta película el motivo tiene un componente adicional que le da una mayor fuerza dramática, así como una carga connotativa a esos temas de la búsqueda, la identidad y la familia.

Luego de morir su padre, un joven parte en busca de su madre que se encuentra recluida en una institución mental. El encuentro se torna en fuga y luego en otra búsqueda, pero ya entre madre e hijo y sin las certezas de una dirección escrita en un papel. Se trata, entonces, de una suerte de road movie de dos seres dañados, cada uno a su manera, a través de verdes campos y montañas. Y como en toda road movie, el recorrido, la compañía siempre sometida a tensiones o conflictos y los encuentros con extraños en esa travesía, inevitablemente siempre nos están diciendo algo nuevo de los personajes y de la transformación de su relación, es decir, Diógenes Cuevas en su ópera prima sabe utilizar este recurso para desarrollar a esos personajes, emociones y sentimientos que pareciera sentir tan cerca.

Lo primero que se pone en evidencia es la situación adversa de ella: como mujer, como madre y como enferma mental. Los indicios de la historia, proporcionados con sutileza por el relato, dan a entender que la suya ha sido una vida arrinconada por la represión del machismo y del sistema, representado ya sea por el matrimonio, el patriarcado o las instituciones “médicas”. Históricamente las mujeres han sido tildadas de locas cuando son diferentes o por querer ser libres. Y claro, a veces terminan volviéndose locas porque las tratan como tal, así como aquel personaje de García Márquez que entró a un manicomio y solo quería hacer una llamada.

El hijo, por su parte, también tiene sus angustias y pesares, aunque lo fundamental es recuperar a su madre, pero el rescate que ejecuta en aquel opresivo lugar regentado por monjas es apenas una recuperación a medias, esto es, de su integridad física, porque luego tendrá que lidiar con un improbable rescate de su cordura, su memoria y esos sentimientos que son la razón de ser de sus anhelos de hijo sin madre. En este proceso esas angustias y pesares se incrementan, dimensionando aún más el vacío y las carencias de este joven.

Así que se trata de un contrapunto entre los desvaríos mentales de ella y la angustia y desesperación de él, lo cual define la dinámica de una relación que tiene pocos momentos de sosiego. Incluso en el episodio en el que se topan con ese inverso espejo de ellos, aquel padre que tiene sometida a su hija, las premisas de su relación se enfatizan: la condición femenina oprimida y casi sin salida, el mundo de los hombres imponiendo sus reglas, el hijo defendiendo a la madre y tratando de encausarla en una normalidad que parece inalcanzable y la madre sintiéndose siempre fuera de lugar. Todo esto contribuye con un creciente drama donde las emociones se intensifican para dar cuenta, de forma consecuente y sin artificios, de unos sentimientos capitales como el amor filial, la desesperanza y la impotencia.

El relato transcurre en medio de la permanente contradicción entre lo que se puede leer como un intimismo, por la relación de los personajes y el estado de adversidad que los vincula, pero desarrollado “a cielo abierto” y en medio de un constante sobresalto en las emociones y de esa desesperada huida. A ese vínculo e intimismo contribuye en mucho la conexión y desempeño entre la pareja de actores, Marcela Valencia y José Restrepo, quienes sostienen la película hasta ese final arrebatador, que no podía ser otro y que termina definiendo con elocuencia y contundencia a ambos personajes y lo que ellos representan.