Los reyes del mundo, de Laura Mora

Viaje a la semilla

Oswaldo Osorio

Cuando no se tiene nada, hay que jugársela por el todo. Eso es lo que piensan los cinco jóvenes protagonistas de esta película de carretera cuando emprenden un viaje hacia la esperanza de tener un lugar en el mundo. No tienen un techo y ni siquiera una esquina en el centro de la ciudad. La vida los ha desterrado de todas partes. Solo se tienen a ellos mismos, como una suerte de disfuncional y díscola familia que va en busca del hogar que siempre les han negado.

La nueva película de la directora de Matar a Jesús (2018) también habla de realidad, marginalidad y violencia, pero de muy distintas formas, al punto de poder decir que supera su ópera prima en el lirismo de sus ideas y en la contundencia cinematográfica. Estos cinco descastados parten de Medellín hacia el Bajo Cauca con un puñado de papeles que les puede significar tener una casa por vía de la restitución de tierras. En su periplo tratan al mundo como este los ha tratado a ellos, de forma atrabiliaria, haciendo destrozos y embistiéndolo todo como desbocados.

Son marginales, pero no han caído a los infiernos de muerte y culpa como Jesús, aunque descargan como pueden esa rabia que tienen contra la sociedad que los excluyó. Aun así, Laura Mora los trata con una ternura y compasión que permite ver en ellos una humanidad difícil de identificar desde el prejuicio. Así mismo, la violencia está presente, pero siempre acechándolos y más bien buscando el fuera de cuadro. El relato pone de manifiesto esa “Antioquia profunda”, donde se mimetizan bajo un sombrero hombres dispuestos a mantener el orden y la propiedad a fuerza de represión y autoritarismo.

En cuanto al realismo, solo es un punto de partida de cuenta de la naturaleza de los protagonistas y de ese contexto de violencia, pero el espíritu del relato va más por vía de la poesía, el lirismo y del romanticismo existencial (ya no pertenecen al credo del No futuro), porque aman la vida y se quieren devorar el mundo. ¿O si no, de qué otra forma se puede leer ese burdel de hospitalidad crepuscular, o el leitmotiv del caballo blanco, o esa pareja de viejos fantasmas que se encuentran casi al final del camino? Con estos y otros tantos elementos la película devela su verdadera naturaleza, la de hacer un viaje de búsqueda y liberación que reivindique a estos espíritus libres y maltratados. Un viaje que, como toda película de carretera, empieza siendo físico, pero el que se impone en importancia es el viaje sicológico y emocional.

Aunque ese viaje no físico de los personajes está jalonado y sugerido por esas imágenes que se alejan del realismo, así como por una puesta en escena que sabe coreografiar ese ímpetu de reclamo y amargura de estos jóvenes, quienes siempre parecen estar revoloteando entre ellos mientras saltan de un lugar a otro. Y aunque parece un movimiento desordenado y delirante, lo cierto es que tienen una agenda clara: reclamar esa tierra, pero no tanto por la propiedad, sino por lo que significa para su tranquilidad e identidad. Quien los ve tan díscolos y transgresores y, en últimas, solo buscan un lugar donde puedan estar tranquilos y vivir en paz.

Ahora, insistiendo con esa suerte de realismo lírico de esta película, obliga mirar en retrospectiva y dudar de la supuesta “pureza” realista del cine de Medellín. El mismo Víctor Gaviria con Rodrigo D y en especial con La vendedora de rosas (y ni se diga con ese corto fantasmagórico que es El paseo), elude el realismo puro y directo, pues le confiere a sus personajes y a algunas escenas un vuelo poético y delirante que habla de esa realidad de otra manera. Igual podría decirse del melancólico blanco y negro de Los Nadie, o de ese cetáceo varado en una avenida de Medellín en Los días de la ballena. Pero Laura Mora sube la apuesta e introduce sistemáticamente unas imágenes y recursos que hacen que esa realidad tome vuelo hacia los terrenos de la abstracta evocación, la poesía visual o la metáfora mística.

Se trata de una película inteligente y compleja en su construcción, porque nada es simple o evidente en ella, su guionista y directora asume unos riesgos narrativos que le permiten hablar de unos personajes, su realidad y un propósito concreto, pero de forma elusiva y poética, llamando las cosas por otros nombres, cambiando la apariencia de lo vulgar o trivial por unas imágenes evocadoras y sugerentes que obligan a pensar y a hacer asociaciones. De eso se trata el arte, de eso se trata el buen cine.

Rebelión, de José Luis Rugeles

La vida como un cuarto sucio y desordenado

Oswaldo Osorio

Siempre se ha dicho que la salsa es el rock de los latinos. Esto en cuanto su actitud, descarga y pasiones desbordadas. Entonces, guardadas las proporciones, los rock stars latinos son los salseros, con todos sus excesos, ímpetu y vocación autodestructiva. Lo pudimos ver, por ejemplo, con El cantante (Leon Ichaso, 2006), el biopic sobre Héctor Lavoe, y ahora este tópico lo retoma esta historia sobre Joe Arroyo. Aunque decirle historia no es exacto, porque poco argumento hay en ella, pero esa es, justamente, su principal virtud, la de ser una película que va más allá de una historia de vida, porque prefiere ahondar en el espíritu y personalidad de lo que nos propone como un atormentado genio de la música.

Rugeles ya le había dado dos buenas películas al cine colombiano, García (2010) y Alias María (2015), muy distintas entre sí, como lo es esta última comparada con ellas. Pero en las tres mantiene su compromiso con un cine personal y sin concesiones, y con Rebelión (2022) se arriesga aún más, pues toma a un ídolo musical tan querido y conocido en el país y lo aborda desde su faceta más oscura y menos popular. Aquí no está presente esa historia de éxito, fama y del origen de canciones queridísimas por los colombianos y salsómanos del mundo. Para eso está la televisión nacional, diría su director y guionista. Una decisión narrativa que fue más para bien que para mal.

Lo que hace Rugeles es juntar a todas sus mujeres en una sola y su hábitat durante décadas lo sintetiza en unos cuantos cuartos de hotel. Entre la una y los otros, y con la música de por medio, el relato construye un universo sucio y sombrío, cargado de drama, energía creadora y desesperación. Los dos principales recursos que usa para esto es, por un lado, la presencia del actor Jhon Narváez en cada una de las escenas de la película, quien apela a una riqueza de rangos interpretativos que van desde la angustia existencial y el tormento emocional hasta el afloramiento del genio y el éxtasis creativo; de otro lado, está la dirección de arte, que envuelve esos comportamientos y estados de ánimo en unos ambientes caóticos y decadentes, incluso hasta niveles no realistas, o tal vez metafóricos, como aquel derruido lugar donde graban, precisamente, La rebelión.

Solo hay un par de personajes que aparecen en medio de ese delirio y desasosiego: Mary, esa mujer que puede ser cualquiera de sus amores, y su manejador, una suerte de punto medio entre alcahuete y Pepe Grillo, cuya principal función es que el relato no sea un soliloquio, es decir, más que un personaje real o convencional parece una estrategia del guion para propiciar ciertos diálogos y revelar sentimientos y actitudes del Joe, así como para hacer posible algunas situaciones. Entra y sale de escena para lograr su cometido dramatúrgico o el suministro de información necesaria, que no es mucha, porque no se trata de un biopic de trivias. Es un personaje que refuerza el carácter alegórico y conceptual del relato, que prefiere la experiencia sensorial y emotiva, así como la elaboración de ideas en torno al músico y su vida antes que la trillada historia del cantante que transita, en clave de relato aristotélico y de viaje del héroe, esa conocida senda de amores, éxitos y demonios personales.

 

Puentes en el mar, de Patricia Ayala Ruiz

Resiliencia y resistencia

Oswaldo Osorio

En Tumaco convergen casi todos los factores causantes de la violencia en Colombia: presencia de los distintos actores armados, cultivos de coca en la región con el consecuente narcotráfico y las rutas para sacar la droga por el mar, pobreza multidimensional, corrupción y una alta proporción de jóvenes en su población, cuya cotidianidad está permanentemente rozada por la violencia, la delincuencia y el conflicto. En medio de este funesto panorama transcurre la inevitable historia de un adolescente y su madre, una historia contada con eficaz sencillez y elocuencia en su denuncia, así como con un gesto de resiliencia ante la grave situación.

La madre acompaña todos los días al joven al colegio, asumiendo una actitud sobreprotectora que, naturalmente, a él lo fastidia, pero que cualquier otra persona entendería dado el contexto en que viven. Por eso todo empieza con este pequeño y cotidiano conflicto entre ellos, el cual es importante porque define la estructura narrativa, pues el relato primero acompaña a la madre en su desasosiego porque su hijo no llega a la casa, y luego a éste en ese desaventurado incidente en el que se ve envuelto. Aislar estos dos puntos de vista fue una decisión narrativa inteligente, pues potencia y define mejor a ambos personajes y su drama personal en relación con el otro.

Entre una y otra línea argumental se despliegan las aristas y matices de un problema crónico en el que, principalmente los jóvenes, son carne de cañón, o el cañón mismo, de una violencia que mantiene confinada a la población; un problema en el que el crimen organizado tiende sus filosos hilos por toda la ciudad y pasa por cada uno de esos puentes de madera que malabarean sobre el mar. Es un rincón de Colombia donde el Estado ha sido incapaz de controlar lo que la violencia y la criminalidad tienen bajo control, en buena parte porque los políticos y la institucionalidad mantienen vínculos con los criminales.

En la contraparte de esto, la película también se esmera en darle protagonismo a una comunidad que, aunque temerosa, ha aprendido a construir una red de apoyo, resiliencia y hasta resistencia. Por eso, esta madre desesperada nunca está sola, siempre tiene el soporte especialmente de otras mujeres. El miedo que mantienen se enfrenta con la unión, con la simbólica luz de una vela, con movilizaciones colectivas o con un cerco humano que rodea a quienes lo necesitan, como ocurre con el joven y atemorizado protagonista.

En medio de este doble contrapunto entre madre e hijo y entre la amenaza constante a una comunidad y su decisión de no doblegarse ante la violencia, la narración es conducida con sobriedad a través de unos actores –en su mayoría naturales– que son los que empiezan por darle ese tono de honestidad y realismo a una puesta en escena que evita la grandilocuencia y los sobresaltos, la cual contrasta positivamente con esa tensión dramática que casi desde el principio tiene la historia. Ese contraste también se da con las imágenes, igual de sobrias y cuidadas, pero con la potente belleza del Pacifico y lo pintoresco de las rústicas y coloridas estructuras de madera. Es un paisaje que no merece estar cruzado por tanta violencia y que, por el contrario, parece explicar la calma y sosegado hablar de sus vecinos, en especial de la protagonista.

Dicen en la película que “los hijos solo traen desvelos”, pero es este conflictivo país el que desvela, sobre todo en zonas como Tumaco. Y aun así, hay algo en las personas que se niega a que prevalezcan estas situaciones. La película misma se une a ese espíritu, porque en ella hay una amorosa comprensión de este problema y la vocación de comprometerse con él, de hacer del cine una activa forma de resistencia y resiliencia, tanto para esa castigada comunidad como para todo el país.

8 de agosto de 2023, Cinefagos.net

La piel en primavera, de Yennifer Uribe

La mirada y autonomía femeninas

Oswaldo Osorio

En una época en que es una importante tendencia el cine feminista y muchas películas son empujadas en la corriente principal por el empoderamiento femenino, es refrescante y reconfortante encontrarse con una obra que hable de la naturaleza femenina sin enarbolar banderas ni apelar a discursos o clichés que tomen atajos para referirse al tema. Sandra, la protagonista de esta película, es madre, trabajadora, amante y mujer. Pero ninguna de estas condiciones supedita la otra, y así lo demuestra la rutina que el relato describe y observa con sensible meticulosidad, apelando a un tipo de realismo sutil, revelador y sin tremendismos.

La película comienza con el primer día de trabajo de Sandra como vigilante en un centro comercial, también ese día conoce al conductor de bus con quien más adelante tendrá una relación. Estos dos aspectos son los que, en principio, articulan todo el relato que, más que un argumento, propone acompañar a la protagonista durante algunos días y hacernos testigos de su desempeño en esos mencionados roles en que se mueve su existencia. Parece un planteamiento simple, pero eso a ojos de quienes esperan una convencional historia con narrativa clásica e inesperados giros, porque en realidad se trata de la imbricada construcción de un universo cotidiano, el de una mujer y de una ciudad, que siempre están diciendo más de lo que en apariencia presentan en la imagen y en esas acciones triviales y recorridos rutinarios que componen buena parte del relato.

En una ciudad como Medellín, de fuerte tradición realista, puede verse cómo encaja con naturalidad esta película, no obstante, no es el realismo social alineado con ideologías y resistencias, ni tampoco el realismo sucio que suele retratar la violencia y la marginalidad, se trata de un realismo distinto, que apenas en este siglo se ha estado cultivando y puliendo en Latinoamérica, el cual bien puede llamarse realismo cotidiano, cinestésico o centrífugo, dependiendo a qué autor se cite, porque apenas se está consolidando la reflexión sobre el tema.

Y no es que esta ópera prima repudie esos realismos que la anteceden, de hecho, hay un bello homenaje a la primera película de Víctor Gaviria cuando Sandra, mientras asea su casa, canta la misma canción que entona la hermana de Rodrigo cuando trapea. Pero Este realismo se interesa más por las historias cotidianas o intimistas, dejando las problemáticas sociales y políticas en un fuera de campo, aunque sin negarlas necesariamente. Tampoco está impulsado por un conflicto central fuerte, por eso Sandra no tiene grandes problemas qué resolver, salvo saber asumir el día a día de acuerdo con su naturaleza y necesidades. De ahí es que se desprende esa dinámica reposada y sin sobresaltos de este tipo de relatos, que son como un pedazo de vida. Pero no hay que caer en el reduccionismo de decir que “no pasa nada” allí, porque en la vida siempre está pasando algo, solo que se necesita la disposición y sensibilidad para identificarlo, y esta cineasta sin duda tiene esas cualidades.

Entonces en esta película es posible ver a su protagonista en un revelador viaje de autodescubrimiento y libertad, pero es revelador más para el espectador que para ella misma, quien parece tener claras las cosas desde hace mucho tiempo. Lo suyo es una autonomía que la mantiene libre y calmada, sin depender del universo masculino como tantas otras mujeres; pero no es que no le importen los hombres, pues sí los quiere en su vida, como al chofer, pero no la determinan. Y esto lo aprovecha su guionista y directora para desarrollar unas sólidas ideas sobre el cuerpo y el placer femeninos, los cuales casi siempre han sido negados por la mirada masculina cuando estos aspectos no están en función de los hombres, tanto de los que están en la escena como de sus creadores y de los espectadores.

Es así que cuando Sandra canta Tu muñeca, de Dulce, la letra de la canción tiene una connotación completamente distinta, por eso esa escena funciona como homenaje a Rodrigo D, pero también como ironía. Además, esa mirada femenina –que no feminista, hay que insistir– que propone esta película, cuyo principal recurso es su protagonista y su forma de asumir la cotidianidad, es complementada por el coro de mujeres con que ella interactúa, dando lugar a una desenfadada muestra de sororidad y a un intimismo femenino al que, para los hombres, tal vez solo es posible acceder por medio de relatos como este.

De otro lado, mencionaba antes la ciudad como protagonista. En esta película Medellín se ve, se recorre y se escucha. Para esto es fundamental el realismo cotidiano, pues su concepción del tiempo y de transitar el espacio permite la construcción de un mapa urbano y unas atmósferas sonoras de ciudad que solo es posible con relatos que, como este, no están “distraídos” con destacadas acciones o giros sorprendentes. Esta ciudad se experimenta de una forma más vivencial y orgánica con los recorridos de Sandra para llegar a su casa o cuando simplemente se fuma un cigarrillo en su terraza. Así se ve y se oye Medellín, con sus titilantes luces trepando las montañas y con el ritmo en distintos planos y de diferentes músicas siempre presentes en ciertos sectores y barrios. Y claro, la película es consecuente con esta musicalidad de la ciudad, por lo que muchas canciones, sobre todo de salsa, suenan y suenan a lo largo de la narración.

Así que se trata de una película que presenta unos aspectos que, si bien no son inéditos en el cine nacional, sí los avanza significativamente, como su forma de asumir el realismo cotidiano, la representación que hace de la mujer, la Medellín reconocible pero mapeada con muchas más capas y hasta la manera como usa la música. Por todo esto, se trata de una obra que dista mucho de parecer una ópera prima, porque resulta madura, compleja en su sencillez y expresiva en ese universo que construye.

Mudos testigos, de Luis Ospina y Jerónimo Atehortúa

De melodramas y falsas ficciones

Oswaldo Osorio

Esta es la película definitiva del cine silente colombiano, un periodo definido por la precariedad y la escasez cinematográficas, pues se produjeron menos de veinte largometrajes, la mayoría de los cuales sobreviven solo parcialmente en sus metrajes. Y es con muchos de estos que se arma esta historia, que no es la de ninguno de ellos, pero que bien pudo condensarlos y representarlos en un ingenioso y creativo ejercicio de apropiación y construcción de una nueva ficción. Ver esta película es ver todas aquellas y, además, conectarlas con el presente.

El “cinema mentiré” del que siempre hablaba Luis Ospina mantiene su vigencia en este “melodrama en tres actos”, aun luego de su muerte (2019). Venía de vieja data la vocación del director de Un tigre de papel por crear a partir de material de archivo, así como su interés por el cine silente nacional. Por eso no sorprende su obra póstuma, la cual solo ha sido posible gracias a la complicidad y labores de quien iba a ser su productor, pero que terminó siendo co-director, luego del “soplo de vida” final del veterano cineasta. Entonces esta resulta ser la última película del uno y la primera del otro, como aludiendo a ese eterno uróboro del ciclo vital.

En los tres actos propuestos por esta “falsa ficción” se cuenta la historia de Alicia y Efraín, un amor imposible con un inescrupuloso y posesivo antagonista de por medio. Las dos primeras partes están sintonizadas con el tono de melodrama propio del cine silente nacional, en el que este género dramatúrgico y el amor, cruzado por adversidades, siempre fueron sus principales componentes. Con la imaginativa vocación ficcional de quienes, además, conocían cada imagen del cine de aquel periodo, sus directores concibieron un argumento y narrativa que borró las fronteras y diferencias entre los trozos de un filme y otro, resultando una historia orgánica, coherente y con gran sentido dramático.

Pero al finalizar el segundo acto… una sacudida visual y sonora. Entonces ya no es cine colombiano de hace cien años, sino la misma práctica de apropiación de imágenes de archivo, pero con un gesto moderno, de cuño experimental, donde la narrativa de ficción cede su lugar a la distorsión, el pastiche, la abstracción, el ruido en imagen y sonido, la superposición, la repetición y el extrañamiento. Siguen siendo las mismas imágenes, pero hablando otro lenguaje, menos explícito, pero igual de legible, aunque con diversas posibles lecturas, de las cuales solo una es clara: esta no es una película de los años veinte del veinte, como muchos podrían confundirla, sino un filme muy contemporáneo, el cual, además, eventualmente hace comentarios y guiños a la Colombia actual.

El tercer acto está escrito a manera de diario, otro indicio de modernidad que complementa la narrativa clásica con la que empezó, lo que lo hace un filme posmoderno. En este diario se hace más evidente la reconstrucción de la historia, con unos giros y suturas menos invisibles, lo cual es premeditado, porque el tono narrativo empieza a tener componentes reflexivos y asociativos con las particularidades del contexto del relato. También el melodrama se repliega en favor de la aventura desventurada y fatalista, para dar fin a esta épica del desamor “no con una explosión sino con un sollozo”, como diría el poeta.

Así que estamos ante un sofisticado producto cinematográfico que parte de las imágenes y la mentalidad de la Colombia de hace un siglo y, al tiempo que crea memoria, recrea un relato lleno de comentarios al margen. Una película de cinéfilos que necesariamente será leída al menos de dos distintas formas: la de los cinéfilos mismos, que pueden leer el código oculto de esas imágenes conocidas y los gestos narrativos de entonces, pero actualizados; y un público más desprevenido, que se encontrará con una fascinante historia de amor y un tipo de relato que parece de antaño pero que no lo es.

Es cine resucitado y que toma el cuerpo de un Frankestein de celuloide, que es mudo, pero no silencioso, porque esas imágenes están potenciadas con una música y efectos sonoros que impresionan por su profesionalismo y precisión cinestésica. Es cine del pasado y del futuro, porque es una de esas películas que, sin duda, sobrevivirá en el tiempo.

Morichales, de Chris Gude

Vidas de oropel

Oswaldo Osorio

Las personas que viven en función de perseguir la riqueza suelen empobrecerse en su humanidad. Los buscadores de oro podrían verse como el arquetipo de los que persiguen tesoros. No obstante, en el contexto del tercer mundo, se da la paradoja, debido a su sistema de explotación, de que esos buscadores son los que menos réditos obtienen, quedándose, casi siempre, sin riqueza ni humanidad.

Esta es una película colombiana (producida por Moutokino), dirigida por un estadounidense y rodada en la Guyana venezolana. Rara mezcla, pero así son las películas de Chris Gude, que con esta película completa la trilogía sobre el tráfico ilegal de ciertas mercancías, que inicia con el microtráfico en Medellín en Mambo Cool (2013), luego con el de la gasolina y el whisky en Mariana (2017) y ahora con el oro y su explotación ilegal y sin control. El de Chris Gude es un cine de frontera, en sus temas y narrativas, pues suele ubicarse en universos liminales o difusos en sus reglas, así como en el juego entre la ficción y el documental, entre el performance, el ensayo y el experimental.

En esa urgencia que tenemos los críticos de clasificar y nombrar, Morichales (2025), por su recursividad retórica y visual, sería más preciso definirlo como un ensayo fílmico, porque hay ficción, con ese hipotético explorador que describe y guía la explotación del oro, que se encuentra bajo las palmeras de moriche; así como documenta el proceso y el contexto de su comercialización; además, apela a ilustraciones que enriquecen y comentan el relato, incluso lo llevan a una abstracción, en especial cuando se asocia con la sugerente música; y todo esto a partir de una voz en off, que no solo está narrando el funcionamiento de este universo, sino que lo hace desde una poética propia y lo cuestiona con preguntas que van más allá de sus circunstancias y trascienden hacia la misma condición humana.

Si bien la explotación del oro es el tema central, el territorio es la preocupación de fondo. No solo porque “nada se retorna a la tierra”, sino porque el relato y la cámara (con su bella textura en 16mm.) lo recorren con meticulosidad y recelo, tratando de entender sus dinámicas sociales y medio ambientales, testimoniando cómo ese territorio es lacerado por la presión del agua de las mangueras, reconfigurando su geografía: desapareciendo bosques, desviando ríos y creando grandes extensiones de lodazales. Los hombres solo piensan en ese esquivo y escaso polvo producto de una explosión estelar. Por eso vive al día, recibiendo las migajas de los dueños de los medios de producción, quienes, a su vez, reciben lo mismo del mercado internacional.

Ahí es donde se pierde la humanidad, cuando el hombre solo se preocupa de sí mismo y de la vacua ganancia del día, olvidándose de la sociedad, al menos de una mejor, así como de la naturaleza, esa que le está dando todo, por poco que para él signifique. Por eso el relato cuestiona esas prácticas extractivas que ponen en entredicho la racionalidad de las personas en su relación con la tierra.

Así que lo que propone Chris Gude es una reflexión en clave ambiental, ficcional y poética sobre un territorio, tan rico en recursos como en problemas y contradicciones. Todo esto en función de una experiencia visual, sonora e inmersiva en una tierra herida, en su exuberancia, su color local y las pulsiones extractivistas del ser humano.

 

Mi bestia, de Camila Beltrán

Mila y el maligno

Oswaldo Osorio

El cine fantástico es escaso en Colombia. Para referenciarlo, casi siempre, hay que recurrir al gótico tropical de Caliwood. Más escaso todavía es el fantástico bogotano, aunque lo de gótico le pegaría mejor, sin duda. Por eso es que Jeferson Cardoza, director del cortometraje Paloquemao (2022), ya está hablando es de gótico popular. Sin ser tan popular como una plaza de mercado, el fantástico de Camila Beltrán se ubica en el sur de Bogotá, y allí construye un relato misterioso y sugerente, con una tensión latente creada con diversidad de recursos y una propuesta estética que también aboca al extrañamiento.

Mila es una joven de 13 años que vive la histeria de la ciudad por una supuesta venida del maligno, anunciado por una luna roja que se avecina. El asunto es que este ambiente enrarecido, además de la desaparición de algunas niñas del sector, se suma al momento coyuntural que su vida y su cuerpo están experimentando. Y esta es la principal virtud de la película, su capacidad para, a partir de diversos indicios, gestos y elementos, crear una turbadora sincronía entre ella y los universos social y familiar, que parecen desmoronarse ante la espera de lo peor.

Un elemento con mucha fuerza en todo el relato, y que potencia el conflicto, es la presencia del novio de la madre de Mila. Una temprana escena al interior de un carro, que resulta tan bien lograda como inquietante, plantea un importante leitmotiv en el relato y en las emociones de la joven. Y es que los encuentros y desencuentros con él son repetidos y aguzan la permanente tensión de la protagonista. Con esto se crea una inteligente ambigüedad entre el miedo real a un depredador sexual (que estadísticamente siempre se inclina hacia la pareja de la madre) y la misteriosa bestia anunciada en el título.

Y esa tensión de ella es creada por el cruce de variables que el relato va suministrando, casi siempre de manera inteligente, aunque también con algunos esquematismos, como las clases de las monjas, por ejemplo. Entre esas variables, lo primero, es la forma en que ella, a veces, confronta lo que siente con la realidad que la circunda, pero otras veces, lo confunde. Esta realidad pasa por una madre ausente, lo cual le permite esa errancia por el barrio y por lo que nunca tiene más guía que las supercherías de la gente y de su cuidadora. En ese terreno, las inseguridades y sugestiones cosechan sus miedos, pero también el maligno o la luna o su nueva y secreta fuerza de mujer le dan certezas y un mudo y misterioso poder, mientras uno en la butaca está a la espera del estallido o de la catástrofe o de lo que sea que sabe que seguramente pasará.

Otras variables son la coincidencia con la primera menstruación y con su primer beso, la conexión con los animales, esos estados de éxtasis en que cae cuando entra al bosque, las niñas desaparecidas, aquello indefinible que le sale de la piel y, en fin, todo un conjunto de elementos que están constantemente sembrando las inquietudes en el espectador y su siempre alerta capacidad para la anticipación, aunque uno no termina por decidirse si está viendo un thriller, cine de horror o en general solo fantástico, no importa cuán avanzada esté la narración.

La sensación de desequilibrio y extrañamiento del relato viene acompasada por una concepción visual y sonora diferentes a las del género (cualquiera que sea), incluso inédita en el cine colombiano. Con una banda sonora muy sensorial que, sin ser efectista, resulta siendo inmersiva hacia un mundo de espeso sonido ambiente y cargado de detalles; mientras que la imagen juega, primero, con el archivo –real o impostado– que nos transporta a la década del noventa, y sobre todo, con unas texturas, deformaciones y una inestabilidad que, incluso, llega a afectar físicamente a los ojos. El caso es que fueron unas decisiones estéticas arriesgadas, pero tan afortunadas como ingeniosas.

Y hasta que llega el grand finale, y sí, hay caos, bestias feroces, confusión, luna roja y transformaciones… Aunque, lamentablemente, sin la intensidad a la que nos había preparado todo el relato. Sí es un buen final, lógico, redondo y con una fuerza mayor en lo poético que en su materialización visual, pero tal vez no termina habiendo algún sentido más hondo que pudiera ir más allá del juego con el género. Aun así, la experiencia de ver esta película, no solo vale la pena, sino que resulta muy estimulante.

Memento mori, de Fernando López Cardona

Un país poblado de ánimas

Oswaldo Osorio

Si los asesinados y desaparecidos de la violencia colombiana pudieran verse, el territorio estaría poblado de ánimas en pena con las que nos toparíamos constantemente. Esta película comienza (de nuevo) como ese “río de las tumbas” en que se ha convertido el país y que es, sin duda, uno de los motivos constantes del cine nacional. Primero, registra otro más de esos muertos que han bajado por uno de nuestros ríos, y luego, emprende un viaje espectral a contar su historia (y a encontrar su cabeza), en un relato que apela a la memoria y que da cuenta de esas prácticas y creencias que tiene la gente para lidiar con la muerte.

Hay muchos relatos que se han referido a los muertos que bajan por el río Magdalena y que son recogidos y “adoptados” en Puerto Berrio, baste mencionar el más completo de todos, el documental Requiem NN, de Juan Manuel Echavarría (2013). Tanto esa adopción como los relatos, son necesarios para recordar a esos muertos y esa normalizada práctica desprendida de la violencia que vive esta población, porque, como decía Hannah Arendt, la memoria da profundidad a la existencia. Por eso la gente los adopta, les pone nombre y les reza (ya sea para reemplazar a uno de sus desaparecidos o porque los creen milagrosos)*, y por eso son necesarias películas como esta.

A la historia del decapitado se le suma la de una enfermera que tiene a su marido desaparecido y la de un peculiar hombre al que le dicen el Animero, pues tiene una conexión especial con las almas errantes y en pena que circulan por ese territorio. La búsqueda de la cabeza del decapitado es el hilo conductor de un relato que se adentra en lo más oscuro y tétrico de la violencia colombiana, es la excusa para conocer la atmósfera que reina en esas zonas dominadas por el miedo y la muerte, así como para ver los fantasmas cargados de remordimientos y recorrer un mundo donde no existe el estado ni la justicia.

En un sincretismo entre espiritualidad católica y superchería popular, la gente de Puerto Berrío mantiene una conexión con los muertos, los suyos y los ajenos. El Animero es el epítome de esas prácticas y creencias, también es el conducto para comunicar los dos mundos. Estar vivo y muerto al tiempo en el relato es un recurso que contribuye a ese estado liminal en que se mueve toda la historia, y así, tanto el protagonista como la narración, transitan fluidamente entre ese plano dominado por el temor y el pesar, el de los vivos; y el sentenciado a la penitencia y el olvido, el de los muertos. De ahí que toda la película mantenga un tono opresivo y afligido, donde los vivos parecen condenados a cumplir unos compromisos con la muerte. Y aunque esta situación se haga más evidente en esta población, lo cierto es que se aplica a todo el país, donde las violencias han estado dispersas por todo el territorio y los ríos irrigan cada rincón como potenciales vertederos de muerte.

Para sostener este tono y en consecuencia con su historia, la película propone una cuidada fotografía, atenta en sus encuadres y composición a los contrastes de ese amplio y soleado paisaje, lleno de vida natural, pero también de personajes pesarosos. Y en las noches, aprovecha la fotogenia de la luz de las velas, siempre asociadas a las plegarias y los muertos, para crear unas atmósferas de lúgubre belleza. Porque esta película la definen esos opuestos, que empiezan por la dicotomía entre vida y muerte, determinante en la existencia, pero que un país como este se presenta con una nefasta variación de violencia, injusticia y olvido.

 

* Desde 2021, la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD), a pedido de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), emprendió una labor de identificación y recuperación de cuerpos víctimas del conflicto que se encontraban en el cementerio La Dolorosa de Puerto Berrío.

Malta, de Natalia Santa

Una mujer real

Oswaldo Osorio

A veces, para encontrarse hay que irse. Esa es una idea que ha funcionado para mucha gente, y con más frecuencia para los jóvenes. En el horizonte de Mariana y de este relato está la isla mediterránea de Malta, eso quiere decir que esta película, desde su mismo título, empieza con un deseo, pero antes la historia debe dar cuenta de cómo es la vida de ella y cuál es ese mundo que quiere dejar. En ese trámite, Natalia Santa logra construir una pieza aparentemente sencilla pero llena de capas, dramática, emotiva, graciosa y con una sólida puesta en escena en su base.

A Santa ya se le conocía por La defensa del dragón (2017), una película muy diferente en su tema y personajes, pero con una concepción del cine similar a esta: un realismo cotidiano ejecutado de manera elocuente, más interesado por el devenir de sus personajes y sus relaciones que por un gran conflicto central, y con la actuación y los diálogos como la fuerza que mueve el relato. Es un cine sin concesiones, directo en lo que quiere decir pero sin ser obvio, y que puede lograr un alto grado de identificación con cualquier espectador.

Tal vez la principal virtud de esta obra es la construcción de su protagonista, una mujer auténtica y ricamente compleja, definida sin apelar a lugares comunes ni estereotipos, todo lo contrario, concebida desde una forma de representar a la mujer como el cine colombiano apenas se está atreviendo recientemente (La piel en primavera, Cristina, El alma quiere volar, ¿Cómo te llamas?, Una mujer). Así como podemos ver que se orina en el baño o se mancha el bluyín cuando le llega el periodo, presenciamos su vida sexual sin ningún tipo de juicio o énfasis moral. También trabaja, estudia, flirtea con un compañero o discute y ama a su familia. Es una existencia llena de facetas y matices que la ponderan como personaje, el cual termina siendo más parecido a la vida que al cine mismo.

Mariana vive agobiada por una suerte de descontento existencial. Por eso se quiere ir. La ausencia del padre, la relación tensionante con la madre, la falta de amigos, cierta precariedad económica… son muchos los factores. De ahí que es una mujer con la que hay que lidiar para entenderla, porque incluso a veces resulta repelente. Pero, por eso mismo, siempre es tan real, tan de carne y hueso, no solo hecha artificialmente de diálogos e imágenes. Sus distintos rangos y matices se pueden ver mejor cuando está en el entorno familiar, donde la directora consigue sus mejores escenas, tanto las emotivas y desenfadas como las duras y dramáticas. Es fascinante ver cómo esta película pasa fácilmente de un tono a otro en esas relaciones familiares.

También es una película sobre la ciudad, o al menos sobre esa Bogotá de Mariana, que suele ser fría, tanto por el clima que obliga a todos a andar abrigados como por el contacto entre las personas, que parecen necesitar del calor del licor y la música para socializar mejor. La cámara recorre las calles y se monta al transporte público con su protagonista. Ambas miran la ciudad con cierta distancia y recelo, con la única banda sonora del sonido ambiente, y solo a veces, unas –más frías aun– clases de alemán.

Y además de todos estos componentes, a Natalia Santa todavía le quedó tiempo y espacio en la historia para proponer una línea alivianada por el humor, que bien sabe salpimentar el relato. La relación de Mariana con su compañero de estudio (un divertido Emmanuel Restrepo) contribuye a que ella se salga de tanta hosquedad que la define y se abra a contarnos más de ella, de su pasado y sus anhelos, pero también pone en evidencia sus frustraciones y reticencias.

Malta es una película que hace parte de un cine nacional significativo y que va a perdurar: cine de autora, con un guion que ya no tiene vicios y cargas literarias, una poco frecuente forma de representar a la mujer y un tipo de realismo que toma distancia del realismo social y con agenda política. Una obra compleja, orgánica y sensible al abordar a sus personajes y temas. Una segunda película que nos promete a una importante cineasta del futuro.

 

 

La jauría, de Andrés Ramírez Pulido

El no futuro tolimense

Oswaldo Osorio

Más que una jauría, los jóvenes que protagonizan esta historia parecen uno de esos grupos de perros que tiran de un trineo, pues en lugar de estar dispuestos para lanzarse a la caza, han sido cazados y sometidos. Conservan su rabia latente y una irrefrenable pulsión de libertad, pero tanto sus carceleros como el relato los mantienen confinados por sus propios intereses, los primeros para acondicionar una finca de recreo y el segundo para dar cuenta de unas dinámicas de violencia, marginalidad, corrupción y desesperanza social y existencial.

Esta ópera prima tiene un gran problema para quienes han visto los dos cortometrajes previos de este director: El Edén (2016) y Damiana (2017). Y es que, conociendo los cortos, el largo no sorprende, incluso le hacen spoilers y hasta compiten con él en la complejidad y hondura de su premisa. La Jauría es la combinación de las circunstancias y personajes de Damiana con la locación y un hecho crucial de El Edén. Es cierto que en el cine de autor los vasos comunicantes entre sus obras y la reiteración de temas, personajes y universos es algo común, pero tal vez en este caso resultó contraproducente, al menos para las expectativas de aquel espectador que esperaba esa gran película ganadora del Premio a la Semana de la Crítica en Cannes.

Hecha esta significativa salvedad, hay muchos elementos adicionales que el largometraje propone. Se trata de la historia de Eliú, quien se encuentra en una especie de centro de reclusión para su resocialización luego de asesinar a un hombre. Cuando llega a aquel centro el Mono, el otro joven con quien cometió el crimen, el ambiente en el lugar se torna inestable y enrarecido, incluso amenazante.

Este ambiente es tal vez la principal virtud del filme, pues el recién llegado aumenta la sensación de zozobra del lugar, que ya de por sí se mostraba adverso y anómalo. Empezando por esa suerte de filosofía de reaconductamiento que les aplican mientras los someten a trabajos forzados. También el calor intenso, el tupido sonido la naturaleza, las precarias condiciones de vida, los mantras de una terapia inútil y la permanente coacción carcelaria. Todo se conjura para hacer de este universo un lugar inquietante para el espectador e insoportable para estos jóvenes. La tensión se siente a cada minuto, con cada diálogo y la presión es latente, por lo que en cualquier momento se espera el estallido.

En medio de todo esto, el relato despliega una radiografía de distintos aspectos nada halagüeños, empezando por la condición marginal de sus protagonistas, producto de sus precarias circunstancias sociales y la falta de oportunidades, así como por las subsecuentes malas decisiones que los llevaron a este abismo. Igualmente, la construcción de estos personajes sugiere una ambigua mentalidad entre un espíritu de supervivencia y de derrota, la cual está cruzada por sentimientos primarios como la venganza o la violencia. Incluso la historia proyecta, con descarnada claridad por vía del hermano menor, la cíclica renovación de esa generación de marginales y desadaptados. Es la versión tolimense del no futuro.

Otro asunto radiografiado en el relato es la corrupción en estos centros de detención y la condición de usar y tirar de quienes permanecen recluidos en ellos; de la misma forma, está esa violencia normalizada en todas las instancias del contexto nacional. Todo se quiere resolver con la supresión del otro y, la más de las veces, impunemente. Aunque llama la atención que esta violencia, que hace parte de la cruenta realidad del país, esté aquí cruzada por un componente no realista, por un guiño sobrenatural, lo cual, valga aclarar, no es una propiedad exclusiva de esta película, sino que muchos otros títulos del cine colombiano cuentan con esta combinación, como Todos tus muertos, Retratos en un mar de mentiras o Los reyes del mundo.

Se trata, sin duda, de una obra con una fuerza y un universo muy singulares, aunque hable de aspectos recurrentes del cine colombiano de autor: violencia, marginalidad y jóvenes sin futuro. Lo único que se resiente en ella es que, a pesar de todos esos asuntos referidos en este texto, la premisa, encarnada en el protagonista, parece reducida a la mera supervivencia: respirar, mimetizarse, aguantar y escapar. Y es que no necesariamente se pueda decir que la mirada de largo aliento contribuye a la construcción de unos personajes más complejos, de hecho, hay algunos muy esquemáticos, el Mono, por ejemplo.

Tal vez estoy siendo muy exigente con ella, pero de nuevo aplico el criterio de comparación con sus cortos, sobre todo con El Edén, en el que en solo quince minutos unos personajes similares terminan siendo más complejos éticamente y el relato más contundente hablando de la violencia y del contexto social.