La estrategia del mero, de Edgar de Luque Jácome

Priscila y el mar

Oswaldo Osorio

En el cine de la costa Caribe colombiana se pueden identificar algunas constantes como, en principio, claro, su relación con el mar, no solo como paisaje privilegiado y fotogénico sino como un espíritu natural con el que conviven sus habitantes y que los condiciona; una cultura machista que define muchas de sus historias y que se hace más recalcitrante lejos de las ciudades; y una suerte de poética que a veces surge aun en medio de las realidades más aciagas. Esta película comparte estas constantes e, incluso, hace de ellas la esencia de un relato que sabe decir con claridad y contundencia lo que se propone.

En una isla vive un solitario pescador, uno de los últimos en ser capaces de sumergirse a pulmón hasta las profundidades donde se encuentra el mero, pero su paz y rutina se rompen cuando llega, luego de muchos años de no verlo, su hijo Samuel, ahora convertido en Priscila. El conflicto está servido y se acrecienta con la actitud hostil del pescador y su desprecio por lo que ahora es su hijo. Así que se apodera del relato una pesada atmósfera cargada de beligerancia, que se tensa al punto de violenta ruptura con cada contacto entre padre e hija.

El relato decide desde el principio su punto de vista, que es el de Priscila, con lo cual se pone en evidencia no solo el rechazo y los prejuicios de que es objeto, tanto por parte de su padre como del grupo de pescadores que eventualmente van a la isla, sino también de la difícil vida que ella ha llevado por su condición de mujer transgénero, una vida que solo conocemos en fuera de campo y que está marcada por duras pruebas como la muerte de su madre o por escabrosos sucesos como las marcas en sus brazos o el asesinato de un policía.

Con todo esto vemos a un personaje bien dimensionado, víctima de su condición y de sus circunstancias, un personaje que no puede ocultar su tristeza y frustración, pero que también es dueño de un cierto gesto de altivez y resiliencia que no lo deja hundirse por completo. No se puede decir lo mismo del padre, quien, siendo consecuente con su naturaleza, tiene una visión del mundo y una actitud más básicas, aunque no está exento de la posibilidad de transformarse. Por otro lado, está ese pescador que hace, literalmente, de villano de la historia. Él tal vez resulta la nota más baja de la película, por su esquematismo y porque parece más producto de los afanes del guion para crear una intensidad y nos giros que el relato no necesariamente requería. No obstante, no se puede negar que funciona para enriquecer los cuestionamientos que la película hace sobre este choque de mundos.

Hacia el final, tal vez resulta un poco predecible, en tanto es apenas lógica la transformación de la relación entre sus dos protagonistas, sin embargo, no es tampoco complaciente, porque el futuro de Priscila sigue siendo azaroso, por eso funciona tan bien su final, entre entrañable y poético, con ese viaje a la infancia y hacia el fondo del mar, dos lugares donde todo es puro y verdadero, donde es posible evadir, al menos momentáneamente, los prejuicios e inequidades de la vida.

Estancia, de Andrés Carmona Rivera

De puertas para adentro

Oswaldo Osorio

Una casa está definida por quienes la habitan. Muchas veces no importa su historia o el lugar donde está situada. Este documental se decantó por lo primero y desatendió lo demás. Y es que una casa patrimonial, que está ubicada en el más importante parque del centro de Medellín, bien pudo conducir a cualquiera a dejarse seducir por su pasado, su arquitectura, su restauración y su entorno, pero Andrés Carmona eligió dirigir su paciente mirada a ese grupo de hombres mayores que viven en ella, creando así un relato que despliega un universo íntimo, oculto y revelador.

Si elegir como su principal interés a los personajes, antes que al lugar, fue la primera decisión inteligente, la segunda fue privilegiar una mirada respetuosa y contemplativa, tanto del interior de la casa como de sus habitantes. La cámara muchas veces parece emplazada como un mueble más, a la espera de que un espacio vacío sea ocupado o transitado. Entre tanto, el encuadre, la luz y el aura añeja de la casa incitan al espectador a pensar en lo ya sugerido, en ese tempo distinto en el que se mueven esas vidas y ese lugar. Es un devenir diferenciado por los días sin afanes, incluso sin ocupación, así como por el peso del tiempo en la gastada madera y en esos rostros marcados por los años.

La humanidad y recuerdos de cada uno de estos viejos que forman el coro protagónico se va develando paulatinamente, por lo que el relato resulta un viaje al pasado, a distintos pasados, con unos denominadores comunes, intensos y problemáticos, como su homosexualidad, su juventud vivida con ímpetu y la ciudad conservadora y mojigata que habitaban, la cual los restringió y reprimió.

Sin ningún atisbo de sensacionalismo, el documental testimonia unas vidas que pudieron ser adversas y turbulentas, pero también vivaces y con un gesto de resistencia al no renunciar a sus creencias e identidad, ya sea el más libertino de ellos o aquel casi místico imbuido en su ordenada rutina. De igual forma, la historia de amor entre tres de ellos se asume con naturalidad, porque en aquella casa no hay nada prohibido ni nadie se escandaliza por nada. El abundante consumo de licor, las anécdotas escabrosas, el lenguaje sucio o procaz y hasta la misma muerte están normalizadas en un entorno que ya es seguro y que moldeó sus propias reglas.

Se trata de un trabajo cuidado y amoroso con estos personajes y con su singular vida doméstica, un documental con una mirada sensible que supo entender las circunstancias de la vejez y otros tipos de masculinidades, una película serena en su trasegar y que fue capaz de encontrar en un mismo lugar el amor, la frustración, la risa, el abandono, la nostalgia y la hasta paz interior.

Entrevista laboral, de Carlos Osuna

La vida en un plano

Oswaldo Osorio

La ficción del cine colombiano es poco proclive a búsquedas y experimentos. A lo sumo, las ficciones que son distintas bien se pueden matricular en la gran categoría del cine moderno. No obstante, uno mira casi cualquier película colombiana con esta narrativa y, fácilmente, puede encontrar sus equivalentes en el cine de autor de diferentes latitudes. Pero lo que hace Carlos Osuna con esta película, tiene un cierto aroma de inédito, de búsqueda honesta y de riesgo narrativo y conceptual que, indudablemente, entusiasma y estimula el gusto cinéfilo.

A continuación, me copio la introducción que escribí cuando entrevisté a su director ya hace un año en FICCALI, aunque su estreno fue en el FICCI 62: En Colombia casi todos los directores permiten identificar con cierta facilidad su tipo de cine, si es que lo tienen. Y con los más jóvenes aún es más fácil, porque solo han hecho una o dos películas. Pero con Carlos Osuna esto no ocurre, primero, porque en una década ha hecho ya cuatro películas: Gordo, Calvo y bajito (2012), Sin mover los labios (2017), El concursante (2019) y Entrevista Laboral (2023); y segundo, porque todas ellas son muy distintas en sus propuesta estéticas y narrativas, aunque ciertamente se pueden identificar unos elementos en común que admiten hablar de una mirada y espíritu reconocibles, tanto en la concepción de sus personajes y su relación con el mundo como en sus búsquedas formales, por más disímiles que estas sean. Por eso es un director autor muy particular de nuestro cine: arriesgado, inquieto, inteligente, ingenioso e, incluso, temerario. (https://canaguaro.cinefagos.net/n10/entrevista-a-carlos-osuna/)

Porque ciertamente es una temeridad construir un relato casi sin diálogos, solo con largos planos generales (que también son plano secuencias) y combinándolo todo con la puesta en escena de un curso de inglés (!). Dicho así, parece algo sin forma ni sentido, pero el sentido se lo otorga su joven protagonista como hilo conductor y la forma se la da esa mirada distante, entrometida y voyerista que le pone trabajo al espectador. Es decir, esta no es una película para espectadores perezosos, porque el relato siempre le está exigiendo que complemente la información, tanto del relato y sobre las motivaciones de los personajes, como en su concepción visual.

Y es que esos largos y estáticos planos que miran de lejos, ya sea una calle, una ventana o una esquina, en realidad pueden ser muchos planos, eso depende de qué tan inquieto sea el espectador, de qué tantas preguntas se haga sobre esa “única” imagen, la cual, en realidad, está llena de información, de indicios, de líneas, de cuadrículas, de figuras y, claro, de grafitis, porque en esta película se pone de manifiesto ese gran lienzo que es Bogotá.

Asistimos, entonces, a ese momento liminal de muchos jóvenes de estrato popular, los desorientados “ninis”, que no estudian ni trabajan, pero, aun así, su vida no deja de estar colmada de cierta intensidad, desde buscar a un perro perdido, pasando por los momentos de rumba y placer, hasta la angustia de que le corten los servicios públicos. La película sabe dibujar esta coyuntura existencial como si se tratara de esos relatos bíblicos en frescos o vitrales que, episódicamente, cuentan la gesta de un santo o de un mártir. La diferencia es que aquí recrea el “heroísmo de la vida ordinaria”, cuya mejor síntesis puede ser ese largo plano final.

Y mientras ni es lo uno ni lo otro y ni siquiera le toca silla en un bus, nuestro anti héroe –todos los protagonistas de Osuna lo son– sueña con esa vida de cartilla de curso de inglés, idílica, fácil, plástica. El contraste, tanto estético como emocional, que proporcionan estos segmentos, le dan un respiro a la exigencia y radicalismo del relato, pero igual el espectador debe seguir trabajando, porque se trata de una suerte de maridaje que le proporciona otros matices a este plato, como el humor, el absurdo, la ironía, el extrañamiento.

Esta película es una experiencia diferente, sin duda. Una experiencia que debería degustarse en la gran pantalla, debido a su inusual propuesta estética, la cual ofrece la oportunidad de un constante deambular de la mirada por cada sector del gran plano. Y aunque esa propuesta es lo que más se manifiesta a los sentidos, no está exenta de plantear unas reflexiones sobre la vida contemporánea y sobre la existencia, no importa que su protagonista sea solo representativo de un sector de la sociedad, porque en su errancia, por las calles bogotanas y por el plano, se mueven los mismos hilos que, en distintas circunstancias, se le pueden mover a todo el mundo.

En sombras, de Camila Rodríguez Triana

Una dramaturgia otra

Oswaldo Osorio

Hace un siglo Fernand Léger dijo que el gran error del cine era el argumento. Esta opinión la compartían otros artistas y cineastas de vanguardia como él, y hacía referencia a la forma en que, tanto la industria como el público, redujeron al cine a un simple medio para contar historias de manera convencional. Por eso cuando una película se sale de ese propósito o le hace radicales variaciones, como ocurre con esta pieza de Camila Rodríguez, debe cambiar la forma de recibirla y también cambia su público.

Y es que Camila Rodríguez Triana, como Léger y sus vanguardistas colegas, primero fue artista y luego cineasta. Ahora es ambas cosas y así lo reflejan sus obras, en especial esta, que, además, está relacionada con la exposición artística Ejercicios de memoria No 1. Líderes y lideresas asesinados. Igualmente da cuenta de su doble raigambre el hecho de que esté producida por Le Fresnoy Studio National des Arts Contemporains y Heka Films. Y para ajustar, todas las funciones que ella desempeña en su película evidencian esa naturaleza de artista y cineasta integral: Dirección, guion, dirección de arte, investigación, producción y producción ejecutiva.

Así que, necesariamente, en sus películas, y especialmente en esta, la manera de asumir el lenguaje cinematográfico es distinta. Hay una expresión y unas búsquedas que expanden las posibilidades de lo que puede decir y sugerir el cine; por eso también es exigente con el público, que no puede ser el que solo opera con la narrativa clásica, porque ese se va a salir de la sala (fui testigo), pues se va a aburrir o va creer que entró a una exposición a ver un video performance o algo así.

Y se puede empezar por ahí, por la fuerte carga performática que tiene el relato. Y digo performática en la línea como lo asume el arte, no la actuación para cine. Por eso, muchas de las escenas de la película bien podrían estar en el contexto de una galería o museo y se verían como en su natural hábitat representacional. Incluso se podría cambiar el término de escena por el de segmento, y también tendría lógica, porque las unidades de las que está compuesta la película, ya sean conceptuales o de acción, no necesariamente están ordenadas en una estricta progresión dramática, y mucho menos argumental. Hay que recordar que su premisa no es contar una historia, ni tampoco desarrollar una puesta en escena a la usanza del cine convencional de ficción. Se trata de otro tipo de narración y dramaturgia.

Para identificar esa premisa hay que estar atentos y hasta tener paciencia: Tres hombres, una casa en ruinas y con escasos muebles, un discurso de Camilo Torres, las malas compañías de las que habla la madre, suena entera La Internacional… La película lo recibe a uno con una serie de imágenes y gestos sugerentes, pero nunca explícitos. El relato no subestima al espectador, le exige que trabaje con él, que piense, que use esas piezas que se le van dando para construir el universo que sugiere su autora, así como sus connotaciones.

Entonces uno se ubica en un país que ha estado en guerra durante setenta años, identifica la dinámica de los movimientos guerrilleros y a uno de sus miembros, quien lidia con la clandestinidad, que está o ha estado “en sombras”… Así que lo sugerido poco a poco se va volviendo evidente, como ese cuarto en tinieblas que vamos identificando a la luz de una linterna. Entonces el drama visual y simbólico de los espacios, los cuerpos, los objetos, la luz y las sombras va dando paso al drama humano. Algunas palabras, soliloquios y mínimos diálogos empiezan a tejer las humanidades y sus relaciones, entre ellos mismos y con el pasado.

De manera que estamos ante una película del posconflicto, como tantas que todavía hacen falta que se hagan, sobre todo de ficción, porque el documental sí ha respondido con cierta generosidad. Y más ficciones como esta, que no lo es del todo, porque más bien está hecha para estimular el pensamiento y el poder de asociación, para cuestionarse por la memoria, por el conflicto y por esas individualidades que todavía buscan reconciliarse con el (su) mundo después de la guerra.

Cristina, de Hans Fresen

El vínculo absoluto

Oswaldo Osorio

El mundo se divide en dos: quienes tienen hijos y quienes no. Esta relación de conexión y dependencia puede determinar muchas cosas en la vida y concepción del mundo de cada persona. Ver esta película también depende de esa condición, pues para quienes son padres, puede ser la constatación de una conocida dinámica vital que supo ser captada con elocuencia en la pantalla, y para quienes no, la revelación de un secreto mundo que se desarrolla a partir de infinidad de gestos y matices que solo tienen sentido para dos seres que comparten ese invisible y potente vínculo.

Esta es una película sobre ese vínculo, el cual también está cruzado por las relaciones que la madre del niño, Cristina, tiene con los hombres que pasan por su vida, empezando por la inestable relación con el padre de su hijo. Ellos entran y salen tocando e impregnando de distintas formas el medioambiente afectivo de esa mini familia, pero la prioridad de ella y del relato es siempre esa coreografía de la cotidianidad entre madre e hijo, como si el cordón umbilical nunca se hubiera cortado, o mejor dicho, la cámara pone en evidencia que aún existe esa visceral línea de conexión, aunque ya no sea física.

Justo eso es lo revelador de esta película, al menos para quienes no conocemos esa experiencia, lo cual no solo es para aquellos que no tienen hijos sino también para muchísimos hombres, aunque sean padres. Se trata de una relación casi codependiente, que a veces puede parecer una imposición para la madre, aunque esa es una idea que termina disipándose con la avalancha de momentos de gozo y plenitud que pueden experimentar juntos. Incluso en las situaciones más desesperadas y dramáticas, como cuando no se sabe dónde está el niño, ese vínculo se potencia al nivel de lo absoluto… no puede existir la vida estando la una sin el otro, y viceversa.

La gran virtud de Cristina, entonces, es la facilidad y desenvoltura con que nos da a entender todo esto. Y no es que sea una película fácil, todo lo contrario, pues está compuesta por muy pocos elementos (una madre y su hijo con algunos hombres orbitando en torno a ellos) y unas acciones reiterativas. Y aun así, resulta un relato que, cuando uno logra conectar con su íntimo micro cosmos, parece una emotiva aventura elaborada con trozos de vida y con el sentimiento humano más fuerte que pueda existir. El director y su co-guionista, Rossana Montoya, la misma que interpreta a Cristina, supieron conferir a esta narración la intensidad y el ritmo necesarios para construir una historia a la que le importa menos un argumento fuerte que poner en juego todas estas ideas, emociones, conexiones y sentimientos.

Me resulta difícil pensar en otra película que hable de esto mismo con tal concentración y locuacidad. Aunque historias de relaciones entre madres e hijos pequeños puede haber muchas, se me ocurre que el elemento diferenciador es que el asunto económico y el del tiempo no son condicionantes de la vida de Cristina para relacionarse con su hijo, y eso saca de la ecuación muchos conflictos propios de películas con el mismo tema, conflictos que deben solucionarse de manera práctica y con acciones: dejar el trabajo o conseguir uno, negociar tiempo o dinero con el padre, buscar ayuda, incluso abandonar. Pero en este relato es ese vínculo y su cotidianidad el centro de todo, de ahí lo reveladora.

Lograr esta intensidad y concentración es el resultado de muchos factores, pero quiero resaltar dos: el primero, que Rossana Montoya es co-guionista, protagonista, madre del niño que actúa (¡porque lo hace!) y pareja del director. Esto posibilitó un trabajo orgánico y consecuente entre los tres y así fue como se logró esa impresionante compenetración, en la puesta en escena, entre los dos personajes y la cámara, que es el segundo factor. Porque resulta admirable la manera como la cámara registra y está siempre atenta y dúctil ante lo que ya llamé coreografía cotidiana de esta relación filial. Solo así fue posible dar cuenta de esa intimidad y del exclusivo lenguaje que construyeron entre los dos y que cada día aumentaba su léxico de gestos y su gramática afectiva.

Esta película es una pequeña joya, pequeña por su economía de recursos y su modesta producción, pero es que no necesitaba más. Una joya de la puesta en escena, del registro fotográfico, de la construcción de un universo privado y de su elocuencia con el tema.

La ciudad de las fieras, de Henry Rincón

La familia se escoge

Oswaldo Osorio

Rara vez una ciudad es una sola en su identidad, puede ser muchas. En esta película está la Medellín de los barrios marginales, aquella que muchos apenas conocieron con Rodrigo D, donde proliferan los jóvenes sin muchas oportunidades y que terminan decantándose por la violencia o por otras alternativas, como la música, igual que en la película de Víctor Gaviria. Pero también está la ciudad forjada por unas realidades e imaginarios, como ser una suerte de ciudad de las flores, tanto por esa visibilidad que le da su feria y su clima como por la fuerte conexión que su gente y su cultura tienen con el campo.

Esta segunda película de Henry Rincón –ya había hecho Pasos de héroe en 2016– tiene la virtud de conectar estas dos ciudades sin forzadas peripecias y, en cambio, sí uniendo relaciones vinculantes de esa diversa identidad. Tato es un joven improvisador de hip hop que debe huir de su barrio por amenazas. Solo tiene en la vida a sus dos amigos y un abuelo que no conoce y donde termina refugiándose. El contraste entre el joven rapero y el viejo silletero se hace evidente y es el contrapunto que mueve buena parte del relato.

Pero esta historia con esas dos generaciones contrastadas tiene una particularidad, a diferencia de la mayoría de relatos con este esquema, y es que no hay mucho conflicto entre los dos personajes, todo lo contrario, desarrollan una relación armónica y hasta complementaria. Esto cambia enteramente el tono a la narración, pues luego de venir de un universo urbano cargado de desamparo, violencia y zozobra, este otro se muestra sosegado, reparador y hasta idílico. Es como una nostalgia por el campo y todo lo que representa, sin la contaminación del bullicio, el hacinamiento y la hostilidad de los temperamentos que representa la ciudad.

A esta historia de entendimiento por vínculos de sangre se suma la del amor fraterno, pues la relación que Tato tiene con Pitu y la Crespa es una historia de amistad dinámica y entrañable. Es la única vía que muchos jóvenes en contextos de marginalidad tienen para pertenecer a una familia, como lo corrobora el plano final de la película. Y aun así, el relato no termina siendo halagüeño en este sentido. Es como si su guionista y director insistiera en privilegiar el campo idealizado ante la desesperanza de la ciudad y sus pesares.

Es la ciudad de las fieras, el campo de los abuelos y la película de los contrastes, porque esa oposición entre el campo y la ciudad, entre la juventud y la vejez, y entre la existencia y desarticulación de la familia es la principal impronta de esta obra. Es con esos contrastes que plantea sus ideas sobre Medellín y sus personajes y con lo que mueve los hilos de una narración siempre activa y bien armada, así como de unas imágenes que saben mostrar lo mejor y lo peor de cada universo, sin efectismos y con un acertado sentido plástico.

El bolero de Rubén, de Juan Carlos Mazo

Una mixtura arriesgada

Oswaldo Osorio

El género musical es escaso en el cine colombiano, tampoco ha habido una tradición en el teatro y, consecuentemente, el público nacional no es muy afecto a este tipo de narrativa, su desganada respuesta a los musicales que llegan de Hollywood es prueba de ello. Por eso, hacer una película como esta, que además proviene de una obra teatral, resulta una audacia y un riesgo. Aun así, Juan Carlos Mazo se atrevió a hacer una propuesta que buscó un equilibrio entre lo comercial y el cine de autor, por lo que resulta una película que puede ser amada u odiada, tanto por el grueso del público como por los espectadores más exigentes.

Todo empieza como otras películas que se desarrollan en los barrios marginales de Medellín: precariedad económica, violencia y jóvenes buscando su destino, generalmente tomando atajos: los hombres el del dinero fácil y las mujeres buscando a un marido para que las mantenga. Y así es que conocemos a Marta y Rubén, en un relato que salta entre dos tiempos con quince años de diferencia, los mismos que él estuvo en la cárcel. El resultado es una mujer solitaria y amargada que malvive y arrastra las consecuencias de sus decisiones y la frustración de la cantante que pudo ser y nunca fue.

La actriz Majida Issa se carga encima y con entereza todo el relato y canta esa primera canción que sorprende al espectador porque impone el código del musical sobre el del realismo social. Entonces hay que transitar por esa negociación que la película nos exige que hagamos a la par con el desarrollo del relato, donde debemos entender el artificio y hasta grandilocuencia de los momentos musicales combinados con el drama de barrio y sus consabidas adversidades.

Y aquí es donde está el riesgo de la película, en apostarle a que el espectador va a aceptar la inusual mixtura, y para lograrlo, se asegura de que ambos códigos puedan hacer el ensamble óptimo con ayuda de sus actrices y actores, del arte y la fotografía. La transición es llevada de la mano de su convincente protagonista y apoyada por luces que sueltan el realismo y abrazan la estilización, así como de un manejo del espacio escénico que juega tanto con los recursos cinematográficos como con la tramoya teatral.

El resultado es una historia dura y descorazonadora, que no le teme a los momentos de distención jocosa y de tierna empatía entre mujeres. Pero con el progresivo ímpetu con que avanza hacia su final el célebre Bolero de Ravel (que abre y cierra la narración), esta película intensifica sus últimos minutos, sin miedo alguno, hacia una truculenta tragedia final que adquiere un tono épico ayudado por las canciones. Aquí es donde el espectador, si quiere sentir y disfrutar lo que le propone la película, debe renunciar sus exigencias con el realismo y abandonarse al manierismo, estilización y arrobo del musical. No hay que olvidar que los géneros son juegos de la ficción y, si uno como espectador los juega sin prejuicios, va conectar más fácil con las intenciones del director.

 

 

El árbol rojo, de Joan Gómez Endara

Una gaita recorre a Colombia

Oswaldo Osorio

Un adulto y una niña en una road movie es un esquema tan largamente visitado por el cine que tiene la obligación de decir algo nuevo o diferente. En este caso, ese punto A del que parten y el punto B al que llegan, además del recorrido mismo, ya por sí solos pueden ser las variables que le dan el aspecto diferencial a esta película, porque estos elementos definen, entre otras cosas, la cultura a la que pertenecen los protagonistas, la diversidad de nuestro país y los males que lo aquejaban hace dos décadas, que no han desaparecido, solo se han transformado.

Un hombre debe llevar a su desconocida hermanita desde un pueblito costeño hasta Bogotá, y los acompaña un joven aspirante a boxeador. Este tercer personaje es también un recurso adicional al esquema que le permite a la historia y al relato variaciones en sus posibilidades argumentales y dramáticas. Es cierto que toda la concepción del filme puede parecer un poco calculada, casi predecible, pero no lo suficiente como para arrebatarle a la película su capacidad para emocionar y sorprender, pero sobre todo, para hablar de esos asuntos de fondo que son planteados con la excusa del viaje.

Un primer asunto puede ser la frágil conexión entre estos dos hermanos separados por medio siglo de vida. La resistencia inicial entre ambos es palpable y apenas los conecta “un pedazo de palo”, esa gaita construida por su padre, de la que el uno no quiere saber nada (aunque la haya guardado tanto tiempo) y de la que la otra nunca se quiere desprender. Esa gaita es la encarnación de su “viejo”, pero también es la música que se esconde en ella y toda una tradición de su familia, del pueblo de San Jacinto y de la región Caribe colombiana. Con ese trasfondo de identidad tan potente y enraizado es difícil ignorar el vínculo entre la pareja protagónica, por lo que, inevitablemente, terminará imponiéndose como la razón de ser de esta historia.

El otro asunto es ese gran contexto al que nos introduce su recorrido. Signado por una precariedad material que condiciona su periplo, este trío arrastra sus anhelos y pesares por una ruta que se muestra ciertamente solidaria, aunque mayoritariamente resulta hostil. Se revela, entonces, un país de generosos paisajes y amigables personas con diferentes acentos, pero también un territorio plagado de mezquinos vividores, crueles paramilitares y autoritarios guerrilleros. Consecuentemente, se dibuja un relato sinuoso y variopinto en sus motivos y estados de ánimo, el cual hace emerger una diversidad de emociones y tonos narrativos que hacen de la película una experiencia entretenida y entrañable, un gran fresco de un país y de las relaciones entre las personas, a pesar de y gracias a ese contexto.

El paisaje, las actuaciones y la música son los elementos privilegiados para la expresividad de la película. Sin caer en el preciosismo, pero tampoco escamoteando la belleza de los paisajes tan disímiles, el relato y la cámara recorren el país dando cuenta de su diversa fotogenia y de una vastedad que refuerza el desamparo de los personajes; mientras que la relación y diálogos a tres bandas permite un amplio registro, que va desde la parquedad de las miradas y el mudo recelo, hasta la veloz espontaneidad del gesto y el lenguaje costeños; y la música, por su parte, es el hogar que los une y que mantiene presente su lugar de procedencia, aun cuando esa gaita esté rodeada de fusiles.

El árbol rojo del título y del que hablaba el viejo lo vemos en la imagen final y, a despecho de sus descreídos hijos, resulta toda una revelación. Ese árbol es la poesía materializada en una imagen efímera y solo visible para un juglar con sensibilidad, una sensibilidad que ese hombre y esa niña de la historia parecen haber heredado, aunque no se hayan dado cuanta todavía, pero la forma como termina la película es un indicio de que así es.

Anhell69, de Theo Montoya

Cine trans del no futuro

Oswaldo Osorio

Medellín es una ciudad tanática, al menos en lo que respecta a su cine. El discurso oficialista y el querer ser de sus habitantes puede hablar de la “Ciudad de la eterna primavera” o de la “Tacita de plata”, pero el cine, y el arte en general, no se conforman con ese optimismo bobalicón y, generalmente, buscan mirar sus problemas de violencia con sentido crítico, o al menos catártico. Esa idea del No futuro, asociada a la violencia y que fue implantada por Rodrigo D, en esta película de Theo Montoya da una vuelta de tuerca y se hace extensiva al presente y a la comunidad cuir, y lo hace de una forma tan original como desoladora.

El mismo director la define como una película híbrida, o trans, por hacer un juego de sentidos entre la naturaleza de sus personajes y la combinatoria de recursos narrativos, los cuales oscilan entre el documental, la ficción y el cine ensayo. También es una historia distópica y una película autorreferencial, así como meta cine. Y tal vez su principal virtud se encuentra en la capacidad de crear una obra orgánica y con una identidad única a partir de todos estos tonos y elementos.

Una voz en off guía el relato y lo conecta todo a partir de la lógica de un discurso ensayístico donde las reflexiones sobre la marginalidad, la violencia de la ciudad y la reconstrucción de una película fallida, se combinan con el personal punto de vista del director, quien además está en el centro de la imagen en tanto recorre la ciudad en un ataúd que viaja en un carro mortuorio conducido por el cineasta Víctor Gaviria. De manera que en ese carro viajan el No futuro del pasado y del presente, porque la presencia de Gaviria opera como un manifiesto homenaje de admiración a su cine, pero también como el punto de partida de esa panorámica de violencia, marginalidad y muerte que propone la narración.

Pero si hace más de tres décadas este No futuro estaba representado en el nihilismo punk y en la vida violenta y delincuencial de unos jóvenes de esa otra ciudad sin oportunidades, en Anhell69 nos encontramos con unos milenials cosmopolitas que viven su propia marginalidad, ya sea por su vinculación con las drogas, su visión pesimista o pasotista del futuro o incluso por su alienación con las redes sociales. Habrá quién se pregunte por la relación de su orientación de género con esta actitud, pero es evidente que a la película no le interesa hacer un especial énfasis en esto. Es posible que el de hecho de pertenecer a la comunidad cuir solo obedezca a la eventualidad de que son amigos de este director y que ese No futuro, ahora de una clase media digitalizada, sea algo generalizado en un amplio sector de la juventud.

Y es que más que un rigor antropológico o histórico, esta destellante pieza busca crear una poética oscura y disruptiva, un amargo lamento que termina en grito por vía de esas imágenes sugerentes y llenas de potencia, así como por el testimonio que tiene la fuerza de unas declaraciones enriquecidas por esa doble faz de, por un lado, aquellas crudas y sin afeites obtenidas en un casting, y por el otro, esas que se hicieron para la película, que tienen algo de performativo.

Theo Montoya siempre ha sido un disidente con su trabajo, desde sus aguerridos y punketos videos con su colectivo Desvío Visual, hasta el corto Son of Sodom (2020), que es la simiente de este largo. La inclusión del estallido social del 2021 en su relato es un indicio de ello, así como ese concepto de espectrofilia (la vinculación afectiva y sexual con fantasmas en una distópica Medellín), el cual funge como elocuente metáfora para esa generación que retrata y que viaja contradictoriamente al filo de la muerte, del No futuro, del hedonismo y de las ganas de comerse el mundo.

De manera que esta es otra película sobre Medellín hecha de marginalidad, violencia y realismo, con tantas cosas en común con las que le preceden, pero, al mismo tiempo, tan diferente a todas ellas. Es el hechicero del siglo XXI que le cambió el orden a los ingredientes, les sumó otros y creó una nueva pócima, igual de amarga y verdadera, pero tal vez con unos efectos que tal vez nos permitirán ver este mundo y esta ciudad de otra forma.

Ana Rosa, de Catalina Villar

La libertad borrada

Oswaldo Osorio

Los mecanismos de control y represión del sistema patriarcal sobre las mujeres han sido diversos. Históricamente se han destacado el religioso y el político, pero uno de los más taimados e hipócritas ha sido el médico, respaldado por disciplinas con pretensiones de ciencia y legitimadas por la institucionalidad galena. Esta película es, al tiempo, una historia familiar, una investigación documental, una denuncia de esa represión médica y la reivindicación de una mujer.

El documental es dirigido por Catalina Villar, una cineasta y formadora de larga trayectoria, tal vez ya más francesa que colombiana, pero eventualmente regresa a contar historias de su país. Empezó con un reconocido trabajo, Diario de Medellín (1998) y en 2017 codirigió con su esposo, Yves de Peretti, Camino, un documental que, como preludio, dialoga con Ana Rosa, porque habla de las relaciones de la psiquiatría con la ciencia, el poder y la norma.

Todo empieza con el hallazgo de una foto, el único vestigio de la abuela de la directora, de quien solo sabía que tocaba el piano y que le habían hecho una lobotomía. Con estos tres datos Villar se lanza a una pesquisa con familiares, archivos y expertos para conectar esa historia familiar con aquella hórrida práctica médica. La primera certeza es que a Ana Rosa la habían borrado de la historia, entonces ese se convierte en el principal propósito del documental, reescribir la biografía de esta mujer y las razones de esa vergonzosa y vergonzante invisibilización.

Sin que el documental sea especialmente atractivo cinematográficamente, ni en su concepción visual ni en sus formas narrativas, su talante de trabajo investigativo lo hace un relato cautivador y revelador, pero también indignante cada vez que va arrojando luces sobre la vida de Ana Rosa y las prácticas en relación con la salud mental, no de las personas, sino particularmente de las mujeres en aquella época. También se destaca la voz de la propia directora conduciendo ese relato con sus preguntas y reflexiones, tanto sobre su abuela como sobre tales procedimientos de la neurocirugía y el contexto social que las aprobaba y luego las silenciaba.

Sorprende aún más de esta historia quiénes fueron los que autorizaron su lobotomía y las veladas razones para hacerlo. Sorprende también el premio Nobel que le dieron al médico que inventó el procedimiento, así como tantos otros datos y circunstancias de esta infortunada historia. Bueno, por lo menos ahora nos sorprenden e indignan esas cosas, un indicio de que los tiempos han cambiado, pero las luchas por la equidad de género necesariamente perviven, aunque ya no sea frecuente que se borre la existencia de una mujer a causa de su “notable daño al buen servicio”.