11 Festival de cine Colombiano de Medellín

Un cine en busca de su público

Por: Oswaldo Osorio


El gran enemigo del cine colombiano es su propio público. Luego de haber superado la mala factura, con películas que no se oían y poco se veían, y la escasa producción (ahora se realizan más de veinte películas al año), el gran problema a resolver es acercar al público a estas producciones, desmontarle sus necios prejuicios y darle a conocer toda esa variedad y calidad que hay en un cine que hoy por hoy se ha enriquecido y dinamizado.

Esa es una difícil tarea que requiere de paciencia y constancia, así como de una serie de medidas e iniciativas que contribuyan a eso que ahora se llama formación de públicos, una labor que desde hace décadas han hecho los cineclubes, pero que actualmente la llevan a cabo las muestras y festivales de cine con una mayor cobertura y visibilidad.

Por eso fue creado el Festival de cine Colombiano, dirigido por Víctor Gaviria y organizado por la Corporación Festival de Cine de Santa Fe de Antioquia, para contribuir a esta formación de públicos, pero específicamente en beneficio del cine colombiano que tanto lo necesita, y también para realizar esa fiesta de cine que es todo festival, en la que, además de las películas, se promueven espacios de encuentro tanto social y académicos como industrial y cinéfilos.

El plato fuerte de este festival es su muestra central, constituida por películas nacionales estrenadas durante el último año, algunas que tuvieron cierto eco entre el público y los medios (Sofía y el terco, Roa, La lectora, La sirga) y otras que pasaron prácticamente desapercibidas o que ni siquiera se estrenaron en Medellín (Estrella del sur, La Playa D.C, Pescador, Pequeños Vagos). Esta muestra será complementada con una actividad académica que girará en torno al tema de la edición y el montaje, así como a una retrospectiva de cortometrajes conocidos como del “sobreprecio” y conformada por cincuenta de estos trabajos realizados durante la década del setenta.

Así mismo, como a un festival también lo hacen sus invitados, además de los directores y editores de casi todas las películas, este evento tendrá a dos personalidades como objeto central de sus atenciones: al director estadounidense Alexander Payne, uno de los más prestigiosos y estimulantes realizadores que tiene Hollywood en la actualidad, autor de cintas como Entre copas, A propósito de Schmidt y Los descendientes; y al cineasta colombiano Lisandro Duque, un sensible contador de historias a quien se le rinde homenaje por su obra, compuesta por una serie de cortometrajes y cinco largometrajes, entre los que se encuentran Visa USA, Milagro en Roma y Los niños Invisibles.

Son cinco días (26 al 30 de agosto) de películas y reflexión sobre el cine colombiano y la edición y el montaje, con eventos diseminados por toda la ciudad y siempre de forma gratuita. Es la oportunidad para acercarse al cine nacional y para darse cuenta de que hay valiosas obras en esta cinematografía, y tal vez así, muchos de los asistentes a este festival, la próxima vez que vayan a cine, se decidan con mayor facilidad a entrar a ver una película colombiana.

Vidas al límite, de Harmony Korine

El nihilismo en bikini

Por: Oswaldo Osorio


Esta película podría verse como una propuesta banal e inconsecuente o, por el contrario, profunda y trasgresora. Todo depende de cada espectador y lo que busque en el cine o la forma en que lo interpreta. Pero conociendo al director de Gummo (1997) y Mister Lonely (2007), y también guionista de dos películas de Larry Clark (Kids, 1995 y Ken Park, 2001), lo más probable es que, al menos la intención, haya sido el segundo caso, porque este es un cineasta que siempre está cuestionando e incitando, sobre todo lo que tiene que ver con los valores de la juventud en relación con la cultura estadounidense.

Cuatro universitarias van de vacaciones de primavera a la soleada Florida, quieren romper con la rutina de las clases y salir de ese purgatorio que es su ciudad, a cualquier costo, incluso robarán para conseguirlo. Y cuando tres de ellas lo hacen, ya nos damos cuenta de que sus estándares morales y sus expectativas ante la vida son diferentes, lo cual queda muy claro cuando, un poco torpemente, el relato hace el contraste con la cuarta joven, quien es más introvertida, inocente y de fuertes creencias religiosas.

El realismo de Harmony Korine, principalmente a causa de la particularidad de sus personajes, llega a unos extremos en los que se empieza a dudar de la verosimilitud de esa realidad. pero luego se entiende que es una suerte de hiperrealismo, una exacerbación de esa realidad que le sirve para ser más enfático con sus planteamientos. Eso ocurre en esta película cuando las jóvenes se cruzan con Alien, un gánster local entre caricaturesco e ingenuo, pero con toda la intención y los medios para proveerles esa vida inconsecuente y transgresora que ellas buscan.

Hay en estas tres jóvenes un desprecio por los valores y el futuro que les ofrece la sociedad en que viven, pero al mismo tiempo, quieren fundar sus principios de vida en lo que esa sociedad les ha bridado como ideal de felicidad: las fiestas, la diversión, droga recreativa y ninguna responsabilidad. Ellas optan por una suerte de hedonismo criminal que las libera y las hace plenas. Sin importar las consecuencias, sin importar la familia ni el futuro, es una suerte de nihilismo en bikini y con una arma en la mano, como en Badlands (Terrence Malick, 1973) o como en Asesinos por naturaleza (Oliver Stone, 1994), solo que en este caso el modelo es Mtv y sus realities.

Harmony Korine también toma ese modelo para construir su relato y la concepción visual de esta película. Desde el color y los movimientos de cámara hasta un montaje que juega con los cortes rítmicos propios del video clip y con planos que anticipan o regresan la narración. Una lógica formal que crea un medioambiente en el que las tres jóvenes (la rezandera hace mucho se fue) encajan muy bien, y no solo eso, sino que las entendemos y vemos coherente su comportamiento. Y es que la película nunca las juzga, incluso al final hay algo de apología a su comportamiento, pero en general lo que le interesa al director es cuestionar a su manera una época, una sociedad y una generación.

Los ilusionistas, de Louis Leterrier

Una distracción y nada más

Por: Oswaldo Osorio


El cine es ilusión. Una ilusión óptica que aparenta el movimiento y una ilusión que falsea la realidad o inventa universos. Por eso siempre el cinematógrafo se ha emparentado con la magia y los actos de ilusionismo. Pero hacer una película sobre la magia no es simplemente aprovechar ese poder ilusorio del cine para facilitar los trucos, sino más bien apropiarse de la “lógica” de la magia para hacer de la historia que se cuenta un gran acto de magia.

En esta película se van por la vía fácil, es decir, aprovechan el poder ilusorio del cine para hacer los trucos, en lugar de hacer de la magia la esencia de la historia y los personajes. La simpleza de esta cinta empieza por el esquema al que apela, que es el cine policiaco, esto es, policías persiguiendo ladrones. Algo de sofisticación hay en esta persecución por cuenta de que los ladrones son magos y hacen del robo un gran espectáculo, pero en últimas el esquema no varía mucho.

Se trata de un grupo de magos llamados “Los cuatro jinetes”, que al tiempo que hacen su espectáculo, se roban sustanciales sumas de dinero. El FBI los sigue, así como un experto en desenmascarar magos e ilusionistas. Siempre se salen con la suya, pero el espectador solo ve un artilugio narrativo, gracias a la magia del montaje, porque siempre hay que esperar a que expliquen los trucos y la trama. En ese sentido la dinámica de la película resulta más bien tediosa: hacen un truco luego alguien lo explica en retrospectiva y después viene otro truco y otra explicación.

La historia de la película insiste en una de las esencias de la magia: siempre hay una distracción mientras se hace el truco. Aquí distraen con la pirotecnia del cine, con la facilidad de hacer aparecer y desaparecer algo, no con magia sino con el montaje, con el ilusionismo del cine. Entonces el espectador se entretiene un rato pero siempre sale decepcionado, porque todo es muy fácil, todo está puesto para que la trama funcione, sin importar las inconsistencias argumentales ni los giros forzados, como el último gran giro, el que cuenta quién es el maestro detrás de todo, que resulta tan inverosímil como gratuito.

Películas de magos hay muchas, como El artista del escape (Caleb Deschanel, 1982) La maldición del escorpión de Jade (Woody Allen, 2001) o El gran truco (Christopher Nolan, 2006), pero las buenas películas de magos usan la esencia de la magia para hablar de otras cosas y para hacer coincidir la lógica de la magia con la del planteamiento del filme, no para armar una débil trama con el brillo y apariencia de un acto de ilusionismo, como ocurre en este caso. Ese brillo empieza por un gran reparto que solo sirve para atraer incautos, que lo único que obtienen con esta película es hacer aparecer y desaparecer cosas sin que nada trascienda más allá de eso.

10 años de la Ley de Cine:

Las cifras y sus matices

Por: Oswaldo Osorio


El cine colombiano está en el mejor momento de su historia, y eso es gracias a la Ley de Cine. Nadie puede contradecir esta afirmación, no obstante, tampoco es suficiente como para dar un parte de victoria, porque hay variables y matices en torno a esta ley y a la situación del cine nacional que aun se deben discutir.

Como siempre, desde la institucionalidad el balance es muy positivo, las cifras del cine colombiano en estos diez años han ido en una progresión muy alentadora. La cifra más significativa es que se pasó de tres películas producidas al año en promedio, antes de la Ley, a veintitrés estrenadas en 2012. Consecuentemente, la participación de nuestro cine en la taquilla aumentó considerablemente, superando los tres millones de espectadores.

Sin embargo, los informes oficiales no tienen en cuenta otros números y especificidades que empiezan a transformar ese panorama, como por ejemplo, que más de la mitad de esos tres millones de espectadores fueron a ver El paseo (Harold Trompetero), o que varias de esas películas no alcanzaron siquiera los diez mil espectadores, o que lo exhibidores no les permitieron permanecer más de una semana en cartelera, o que por falta de recursos para su promoción más de la mitad de esas películas son desconocidas por el público, o que incluso muchas de ellas no se estrenaron en algunas ciudades.

Es necesario resaltar la importancia y beneficios de la Ley, sin la cual sería imposible tener el cine que hoy tenemos y, sobre todo, que ha sido manejada con la eficacia y transparencia que Focine (la anterior entidad de fomento al cine) nunca tuvo. Pero es indispensable cerrar la brecha que hay entre la mayoría de estas películas con el público, así como en ampliar y mejorar las estrategias de promoción y distribución.

Y aquí aparece el mayor problema de la industria del cine del país: el cuello de botella de la exhibición. En las reflexiones que se hacen sobre la Ley de Cine nadie le reclama a los exhibidores su ventajoso e indolente comportamiento ante las producciones nacionales: películas que esperan meses para ser proyectadas, que son sacadas de cartelera al primer fin de semana o a las que simplemente les cierran las puertas de sus salas. Y por el contrario, cuando Cine Colombia se refiere al asunto, hace alarde de todo el apoyo que le ha dado al cine nacional, solo con cifras miradas desde su perspectiva, por supuesto, sin las variables ni los matices.

En los balances que se están haciendo por estos días sobre los 10 años de la Ley de Cine hay más preguntas que respuestas, y eso es bueno, que la gente del cine piense la industria nacional y la cuestione. Hay voluntad para mejorar las cosas y ahí está esa Ley que lo puede permitir. Ahora lo que hace falta es más acciones que balances y diagnósticos, hace falta aprovechar el buen momento y afinar las tuercas para que el cine nacional funcione mejor.

El molino y la cruz, de Lech Majewski

El viaje al interior de una pintura

Por: Oswaldo Osorio


Cuando el cine se inspira en la pintura necesariamente la traiciona. Al menos así es en lo que tiene que ver con la naturaleza de su arte: el cine le da movimiento, transforma su concepción del espacio y aplica otra narrativa a partir del montaje. No obstante, hay obras y pintores que, podría decirse, son más “cinematográficos”. Este bien puede ser el caso del pintor holandés del siglo XVI Pieter Brueghel “el viejo” y su cuadro Camino al Calvario.

La carga narrativa y la abrumadora cantidad de elementos que tiene esta pintura la convierten en objeto de deleite para cualquier apasionado por la imagen. La obra en sí misma ya tiene una gran cantidad de historias y simbolismos, ya explícitos o sugeridos, que sirven de materia prima para hacer reflexiones aún más amplias. Y eso es lo que hace el director polaco Lech Majewski, quien le da vida a las situaciones y personajes del cuadro y establece las relaciones entre ellos que en la pintura no siempre son evidentes.

El relato central de la obra de Brueghel propone el anacronismo de presentar a Cristo en Flandes durante la ocupación española en 1564. Hay que anotar que en lo que más ocupaban su tiempo allí los españoles era en imponer a sangre y fuego la doctrina cristiana. De manera que en esa misma imagen cumplen el rol de verdugos y, al tiempo, adoradores de Jesucristo.

Pero si bien puede decirse que Majewski facilita la lectura de esta célebre pintura (o al menos propone su versión), no quiere decir esto que reduce toda su carga visual y simbólica a un argumento sugerido por las imágenes, incluso puede ser lo contrario, la película le da vida a la obra pero la eleva a una dimensión de poesía visual, en la que no necesariamente hay que contar una historia a la manera clásica y ni siquiera se requieren muchos diálogos.

Como la construcción de una telaraña, varias historias se entrecruzan en esta película, incluyendo la del mismo artista y sus ideas sobre la pintura y sobre ese periodo de crueldad y represión que quiso capturar en esta obra. Además, la paradoja de un Cristo victimizado e idolatrado por los mismos hombres ataviados de casacas rojas es la base de una reflexión humanista siempre presente en el fondo de este filme.

El tono poético y contemplativo -que no tanto narrativo- de esta película está definido, y no podía ser de otra forma, por el énfasis en los valores de la imagen desde la puesta en escena y desde la fotografía. El director recrea la atmósfera y el espíritu de la pintura y para ello se vale tanto de las técnicas de la imagen digital como de la artesanía propia del fotógrafo que conoce la luz. Y el resultado es una pintura en movimiento, el viaje al interior de un célebre cuadro, la descomposición y descripción de sus elementos visuales, simbólicos y narrativos, y la exposición de unas ideas sobre la humanidad que son tan válidas hoy como hace cinco siglos.

En el camino, de Walter Salles

Contribuyendo al mite de la generación beat

Por: Oswaldo Osorio


¿Cómo escribir de la adaptación de una novela de culto, y más cuando uno se declara seguidor de ese culto? Creo que no queda más remedio que olvidar toda la racionalidad que implica el oficio de crítico e investirse del apasionamiento que se tiene por esa obra, por su autor (Jack Kerouac) y por el movimiento literario al que pertenecen: la generación beat. La película de Walter Salles, bajo este argumento, no se puede tomar aislada, sino como parte de un mito al que contribuirá a prolongar.

Cuando el cine se mete con mitos de la literatura generalmente sale mal librado, pero en este caso había que confiar en uno de los cineastas brasileños (ahora director internacional) más sensibles y talentosos de los últimos tiempos. Es un director que se ha ganado la confianza tanto de crítica como de público con apenas media docena de títulos, entre los que se encuentran Estación Central (1998), Detrás del sol (2001) y Diarios de motocicleta (2004).

En el camino (On the Road) es una declaración de principios desde el mismo título: en lo cinematográfico, es una película de carretera, un género en el que el viaje siempre desencadena en una transformación de los personajes, para bien o para mal; mientras que como idea, implica una actitud ente la vida, la cual empieza por la libertad y sigue por las búsquedas, que son ideas que definieron a la generación beat. Libertad frente a las convenciones, tanto sociales como literarias, y búsqueda de nuevas experiencias y formas de expresarlas.

En medio de eso, o más bien, para obtenerlo, recurrieron a la trasgresión social, las drogas, la liberación sexual, la escritura y la apertura de la mente y los sentidos. Por eso, cuando los hippies iban, los beatniks ya venían, o mejor dicho, no podría pensarse en los unos sin la existencia previa de los otros. Y es ese retrato de este grupo de irreverentes, marginales y literatos, durante la década del cuarenta, el que se propone hacer esta película.

¿Consigue el retrato? Sin duda alguna. ¿Con qué tanta fidelidad? Bueno, ahí si hay que entrar a negociar. Pero lo importante que Walter Salles utiliza todos los recursos posibles para adentrarnos en el espíritu de la obra: el frenetismo de la banda sonora (con un tipo de jazz que hizo su revolución a la par con estos literatos), la saturación del color (porque el éxtasis emocional, intelectual y por drogas era su estado natural), la voz en off (para no dejar perder el componente literario), el ritmo variable de la cámara y el montaje, el estimulante paisaje norteamericano y un buen casting para calzar a los míticos personajes.

Con todos esos elementos Salles nos presenta su versión de esta novela, la cual llega a enriquecer toda esa imaginería que se ha creado, desde hace más de sesenta años, en torno a escritores como Jack Kerouac, Neal Cassady, Allen Ginsberg y William Burroughs. También en torno a una época y a un espíritu de ruptura que fue el inicio de un significativo cambio social y cultural en Estados Unidos. Pero a despecho de estas palabras grandilocuentes, también se puede ver como una historia de jóvenes divirtiéndose, drogándose, escribiendo, viajando y teniendo sexo.

El hombre de acero, de Zack Snyder

Un Supermán más complejo y desconocido

Por: Oswaldo Osorio


Esta nueva versión de Supermán supera a todas las anteriores, pero a costa de parecerse a Batman. Esta paradoja parte de la naturaleza misma de los personajes, pues de los súper héroes de las publicaciones de DC Comics el murciélago es el único que tiene cierta “oscuridad” (que no fue explotada sino después de las versiones de Tim Burton), porque casi todos los demás, especialmente el Hombre de acero, están definidos por una ingenuidad y corrección política que es lo que los ha hecho, al menos en estos tiempos, menos atractivos que los héroes de la Marvel: X-Men, El Hombre Araña, Iron Man, Hulk, Thor, etc.

Por otra parte, detrás de esta nueva película está Christopher Nolan (y su guionista David S. Goyer), responsables de la última trilogía de Batman, que es, sin duda y casi por consenso, el más alto nivel al que ha llegado la adaptación de un cómic al cine. El problema es que Nolan haya querido repetir la fórmula en El hombre de acero, seguramente para darle la profundidad y complejidad sicológica que nunca ha tenido (al menos en cine), entonces le da una infancia con problemas de identidad, lo pone a recorrer el mundo en el anonimato y lo enfrenta con dilemas morales y sicológicos inéditos en este personaje.

Es cierto que con esto el súper héroe y su historia ganan hondura y resultan más atractivos, pero pagando el precio de perder un poco la identidad que históricamenteha tenido. Además, todo ese esfuerzo se pierde un poco cuando en la trama se cruza Lois Lane y El Planeta, pues la candidez e ingenuidad propia del cómic original afloran nuevamente. Y al parecer eso se verá más en la ya anunciada segunda parte, cuando el Clark Kent periodista sea también protagonista.

Pero esta película, además de la concepción de la historia y del personaje, tiene otro importante componente: el diseño visual y las secuencias de acción. En esta parte ya entra a figurar es el director Zack Snyder, quien con cintas como 300, Watchmen y Sucker Punch ha demostrado su habilidad para crear universos visuales cargados de fuerza épica, así como secuencias de acción definidas por la precisión y la grandilocuencia.

Y efectivamente, en El hombre de acero se pueden ver estas virtudes del director, y la película de principio a fin es un espectáculo visual y sonoro que, en general, deja satisfecho a cualquier fanático del cine de acción y de superhéroes, pero también es cierto que es más el ruido estéril (visual y sonoro) a la hora de todo esto ser significativo para la trama, y eso se ilustra muy bien con la confrontación final, un tedioso combate que es tan gratuito en su desarrollo como en su resolución.

De todas formas estamos frente a un Supermán, aunque cambiado,  inédito, y esto se debe a que detrás de él están los realizadores más habilidosos del momento en este tipo de cine. Así que la clave para disfrutar esta película es no ser muy severos con ella, porque está fundada en unas contradicciones entre su forma, fondo y la tradición del personaje que no admiten muchas exigencias de rigor y solidez.

Después de la tierra, de M. Night Shyamalan

El miedo no existe

Por: Oswaldo Osorio


Tal vez lo peor que le ha pasado al director M. Night Shyamalan es haber iniciado su carrera con unas películas impactantes y muy exitosas: El sexto sentido (1999), El protegido (2000), Señales (2002), La aldea (2004). Y es que desde entonces la crítica se ha ensañado contra casi cualquier cosa que haga, desde la bella fábula de La dama en el agua (2006), pasando por las más desdeñadas –El fin de los tiempos (2008) y El último maestro del aire (2010)–, hasta llegar a esta última cinta, que tampoco ha sido bien recibida.

Pero si se reflexiona sobre esta filmografía (exceptuando El último maestro del aire que hace parte de una serie), todas sus películas están hechas con los mismos elementos: historias envolventes y bien contadas, un gran sentido para crear y manejar el suspenso y el misterio, un concepto visual, aunque convencional, es inteligente y sugestivo, y de fondo una suerte de moraleja, esencialmente humanista, que por poco evidente y a veces compleja no parece tal.

Es probable que sea, justamente, Después de la tierra (After Earth, 2013) la película que tenga más simplificados dichos elementos. Esto tal vez se debe a que parte de un argumento del mismísimo Will Smith, estrella y productor de la cinta, y también porque se trata de una película de género, en este caso una mezcla de ciencia ficción y cine de aventuras. Sobre todo este último por lo general tiende a limitar sus historias a un esquema básico, como en este caso, que se trata solo de ir de un punto A hacia un punto B.

Una forma de verla es como esa película simple y prácticamente diseñada para el lucimiento del hijo de Will Smith, Jaden Smith, quien es el principal protagonista y, es cierto, no termina por convencer del todo. Pero también podría ser vista como lo que en esencia es: una historia de ciencia ficción y aventuras que cumple a cabalidad con su objetivo y, por lo tanto, resulta un filme bien hecho, atractivo visualmente y muy entretenido, un filme que sabe manejar las fortalezas de estos dos tipos de cine, como el ingenio en el diseño de producción y las alegorías de base futurista en el caso de la ciencia ficción, y los ritmos cambiantes del relato cuando combina las atmósferas de tensión con las escenas de acción, como es propio del cine de aventuras.

Pero si vamos más allá, por más que Shyamalan haya querido ser cómplice de Smith en beneficio del hijo de éste, el director de origen indio se sostiene en su ley y conserva su universo, pues en el fondo se trata de una fábula en la que un joven se hace hombre mientras atraviesa un desconocido mundo y es acechado por una bestia. En medio de esto, se desarrollan una serie de ideas y sentimientos como la culpa, la difícil relación entre padre e hijo, la pérdida de la inocencia y la dura misión de hacerle frente al miedo.

No se trata de una obra maestra, pero es que M. Night Shyamalan nunca le ha apuntado a eso. Sus películas se basan claramente en los dos principales objetivos del cine de Hollywood, esto es, emocionar y entretener. Lo que pasa es que, al parecer, muchos no han podido salir del gran impacto que les produjo el final de El sexto sentido y se resienten cuando este inteligente y honesto director no les da más de lo mismo.

La comedia en Hollywood

Casi siempre más asco que risa

Por: Oswaldo Osorio


La mejor comedia de Hollywood históricamente ha sido cosa de judíos: Todo empezó con Chaplin, quien luego de dos décadas cedió su reinado cuando el cine habló, y fueron los hermanos Marx los que dominaron las pantallas durante los años treinta. La década siguiente no tuvo un reinado tan definido, si acaso príncipes disputándose el trono, como Los Tres Chiflados o Abott & Costello. Los cincuenta y parte de la década siguiente son del genio de Jerry Lewis y luego le recibe la corona Mel Brooks. Y el final de los setenta y todo el decenio siguiente son del trío de directores Zucker-Abrahams-Zucker (¿Dónde está el piloto?, Súper secreto, ¿Dónde está el policía?)

Desde mediados de los noventa han sido los hermanos Farrelly, con su humor la más de las veces de mal gusto y escatológico, el que más éxito ha tenido, lo cual se puede ver en películas como Loco por Mary (1998), Irene y yo y mi otro yo (2000) o Pase libre (2011). Aunque este tipo humor no es exclusivo de ellos, todo lo contrario, es el que está presente en la mayoría de comedias de Hollywood, como si su gran tradición definida por los nombres citados en el párrafo anterior se hubiera perdido.

Una de las tantas razones para que se haya impuesto este tipo de humor que aborda frontal y explícitamente asuntos en especial relacionados con el sexo y la escatología es, paradójicamente, que ya no existe censura, la cual hasta muy avanzada la década del sesenta estimulaba a guionistas y directores a ser cada vez más originales e ingeniosos. El cine de Billy Wilder (La comezón del séptimo año, Una Eva y dos Adanes, El apartamento) es el mejor ejemplo de esa sutil y brillante burla a la censura.

Ese humor más bien vulgar y con mentalidad pueril se puede ver en las incontables comedias que apelan a dos esquemas que se imponen: el de las películas adolescentes, que tiene en la colección de American pie (1999 – 2012) a su más representativo modelo; y el de parodias sobre cine, en las que es condición haber visto ciertos taquillazos de Hollywood para que su humor funcione, como ocurre con la saga de Scary movie (2000 – 2013) o con Una loca película épica (2007). El ingenio y la originalidad no están presentes en esta clase de cine, porque son como una seguidilla de sketechs del tipo Saturday Night Live, que es, guardando las proporciones, como el Sábados Felices gringo.

En contraste a este humor siempre se podrá anteponer, no solo el de su cine clásico, sino el del cine inglés (como, por ejemplo, el de los Monty Phyton –La vida de Brian, El sentido de la vida– por mencionar solo lo mejor y más conocido), un tipo de humor que difícilmente se podrá ver en Hollywood, definido por la fina ironía, los referentes culturales como parte de su materia prima, el refinamiento en el lenguaje en contraste con los exabruptos del mensaje y, entre otros tantos recursos, el deadpan, ese tipo de humor que es presentado sin cambiar las emociones, el tono de la voz o la expresión corporal.

Y tal vez no es que no haya quién lo haga, sino que más bien no hay quién lo consuma, al menos no en masa, que es lo que más importa de acuerdo con las leyes de mercado que necesariamente se imponen en la Meca del cine. No obstante, sería equivocado afirmar que esta transformación del humor en Hollywood es un asunto de mercado, porque las comedias que hacían los citados en el primer párrafo, más otros tantos como Billy Wilder, Preston Sturges, Howard Hawks o Ernst Lubitsch, fueron películas con éxito comercial y, al mismo tiempo, con un humor inteligente y sugestivo, incluso abordaban temáticas significativas.

Entre ese humor ramplón tan común en Hollywood y el más sofisticado que casi nunca se ve, hay un grueso de películas que se encuentran en un tibio nivel que no alcanza a ser ni el del cine de mal gusto pero tampoco el de comedias memorables, aunque están mucho más cerca del primer tipo. Allí se encuentra casi todo el cine hecho por los actuales astros de la comedia de Hollywood: Jim Carrey, Ben Stiller, Adam Sandler, Steve Carell, Jack Black y Will Farrell.

Ese es puro cine de consumo, apenas con escasos destellos y casi siempre olvidable. Es más un humor de chistes o situaciones muy puntuales que comedia física y de tramas bien elaboradas en su comicidad. Así mismo, hay muy poco humor verbal a la manera de aquel chispeante e ingenioso que se hacía en la época de las screwball comedies en los treinta y parte de los cuarenta: It Happened One Night (Frank Capra, 1934), His Girl Friday (Howard Hawks, 1940), To Be or Not to Be (Ernst Lubitsch, 1942).

Las excepciones a este nada halagüeño recorrido por la comedia de Hollywood se pueden encontrar –aunque también se encuentran en decadencia– en ciertas comedias románticas (Cómo perder a un hombre en diez días, La cruda verdad, 500 días con ella, Simplemente no te quiere) o en esporádicas cintas que apelan a la originalidad o a la fina incorrección política, como Zombiland, Superbad, Ted o ¿Qué pasó anoche? Esta última incluso consiguió hacer una segunda parte tan buena como la primera, aunque en la tercera, sin decepcionar por completo, se olvidó del esquema que le dio éxito –tratar de reconstruir y reponer lo hecho en una noche de juerga extrema–  y remató la saga con un opaco brillo, contribuyendo así a la crisis en que ahora, y desde hace mucho,  está sumido el humor inteligente en Hollywood.