Democracia, la verdadera utopía.

El ser humano se debate entre absolutos y utopías. En alguna época la verdad indiscutible era “exportar mucho e importar poco”. En las últimas décadas el liberalismo económico, en su versión neoliberal, ha sido tratado como una profesía realizada. No por casualidad, Fukuyama alcanzó a declarar que el final de siglo XX, neoliberal y sin la amenaza del comunismo soviético, era “el final de la historia”.

Pero no sólo hay absolutos en la economía; también en la dimensión religiosa, dominada a lo largo de los siglos por paradigmas como el cristianismo, el islam o el hinduismo. Verdades indiscutidas para miles de millones de personas.

En el ámbito político, la democracia es, tal vez, el absoluto más consolidado. Aunque se respeta o se convive con ciertos regímenes no democráticos -como el chino o los tribales de algunas provincias de países africanos o de pueblos originarios en Suramérica y Centroamérica-, la realidad es que la democracia se venera como uno de los mayores bienes públicos de la humanidad: “hemos llegado a Itaca” ó “hemos encontrado el Dorado“.

Pero, así como los grupos sociales, los pueblos o las llamadas civilizaciones (occidental, árabe-islámica, etc.) se han erigido sobre paradigmas temporalmente indiscutibles (décadas, siglos, milenios); también es verdad que la dialéctica de los procesos sociales y de la naturaleza ha servido de método para estructurar las antítesis que nuevas generaciones han antepuesto a los postulados dominantes de las diferentes épocas.

A lo largo del siglo XX, el capitalismo fue confrontado con la utopía del socialismo: “Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo” sentenciaba Marx en su manfiesto,a finales del siglo XIX. Y su fantasma se materializó en forma de un bolchevismo que sacudió el orden establecido hasta la caída del muro de Berlín. A las religiones se les han antepuesto el ateismo y el agnosticismo, dos primos que a veces confundimos con gemelos.

Pero estos son sólo ejemplos del binomio diálectico, absolutos-utopías, que ha guiado a la humanidad a lo largo de su historia. Aunque suene muy contundente, desde diversas perspectivas se puede afirmar que hemos llegado a nuestra mejor versión posible de la historia: nunca habíamos desarrollado, como especie humana, tanta capacidad de dominar la naturaleza para nuestro beneficio.

Pero, nuestra mejor versión posible de la historia no significa que sea la ideal; menos aún, que sea la apropiada para nuestro futuro.

En este momento histórico, la humanidad enfrenta un conjunto de retos que llevan a crecientes grupos poblacionales a clamar por nuevas utopías: la crisis del calentamiento global; la inequidad socio-económica que se traduce en millones de personas que viven en condiciones que creiamos superadas hace más de un siglo (desnutrición, mortalidad infantil, analfabetismo, discriminación de raza y género); y los riesgos de una guerra o de un “accidente” nuclear de magnitudes intercontinentales.

Democracia: ¿absoluto o utopía?

Para quienes vivimos en Occidente -los latinoamericanos nos consideramos hijos de la declaración de los derechos del hombre y el ciudadano-, la democracia es el mejor vehículo que ha diseñado la especie humana para cruzar la autopista que nos lleva del oscurantismo (racismo, inequidad, crisis ambiental) a la luz, esto es, al desarrollo social y ambientalmente sostenible. Pero, ¿realmente vivimos en democracia?

La democracia es una categoría creada por los griegos para impulsar su propia utopía -la utopía de su época-, la cual involucraba a un número importante de ciudadanos. Era pasar del monarca absoluto (llámese este emperador, rey, zar, etc.) al ciudadano como sujeto político. Para el momento histórico, dar poder político a los ciudadanos propietarios de tierras y esclavos y que pagaban tributos, era un “salto social”.

Pero la categoría democracia en sí se refiere al poder del pueblo. El poder que emana del pueblo. Y hoy, más de dos siglos después de la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, esto de “poder del pueblo” se entiende indiscutiblemente como una dimensión que cobija a todos los seres humanos. Y, aquí comienza a develarse la brecha entre la teoría y la realidad.

La costumbre es una clara enemiga de la duda. Cuando nos acostumbramos, no cuestionamos. ¡Eso no se hace!, decía mi madre. ¿Y por qué no?, preguntaba yo. Porque no, contestaba ella, -no siempre, pero sucedía-.

Nos hemos acostumbrado a reconocer y señalar que hay democracia en los países en los que dos o más candidatos, bajo un régimen electoral constitucionalmente concebido y legitimado por la comunidad nacional e internacional, se disputan el poder político, evidenciando una real posibilidad de alternancia. Entonces, hay democracia en casi toda América, en casi toda Europa y en muchos países asiáticos y africanos.

Así, por ejemplo, nos genera dudas Rusia, porque, a nivel internacional, gobiernos y medios de comunicación indican que la oposición goza de pocas garantías para el real ejercicio de la política. De igual manera, nos parece inaceptable la democracia china o cubana que se fundamentan en un solo partido político. No entendemos la democracia al interior de un solo partido. Vivimos el paradigma de la multiplicidad de partidos en el marco de la demoocracia. La costumbre enseña, entonces, que la presencia de varios partidos sería sinónimo de democracia.

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Si vemos la democracia como una cebolla, entonces, las elecciones entre candidatos de varios partidos son la capa superior. Pero, incluso, reduciendo el tema de la democracia a los procesos electorales y a la existencia de un Estado liderado por las fuerzas que triunfan en elecciones pluripartidistas, existen razones para llorar. Tanto Schumpeter (funcionalista) como Marx, encuentran insuficiencias en la contienda electoral por el control político del Estado.

Para el primero, la única democracia que existe es la aparente -las campañas-, que en la realidad se traduce en “la lucha de las élites por el voto de las masas”, sin configurar una verdadera “voluntad popular” si retomamos el espíritu del Contrato Social de Rousseau. El elegido no tiene compromisos con sus electores, se puede interpretar de Schumpeter.

En el caso de Marx, la democracia bajo la égide del capitalismo no es posible, ya que, son los dueños de los medios de producción  los únicos que pueden tener real injerencia sobre el Estado. De hecho, lo coptan.

Pero, más allá de este debate sobre la manifestación más superficial de la democracia: los partidos y las elecciones; la realidad es que como utopía, la democracia está lejos de materializarse.

Para adentrarnos en una segunda capa de la cebolla, preguntémonos sobre la “calidad” de los electores.

Si bien, la democracia formal declara el derecho de todos los ciudadanos a elegir y ser elegidos, la realidad es que hay millones de seres humanos que tienen una condición “infrademocrática”. El analfabetismo, la pobreza extrema y el desplazamiento forzoso -ciudadanos que viven sin techo, que no cuentan con documentos de identidad, que desconocen la realidad política de su territorio y que no tienen tiempo para pensar en algo diferente que no sea la supervivencia diaria-, son fuentes de exclusión democrática. Si Prahalad (2004) declaró que el planeta contaba con cerca de 2 mil millones de personas que vivían con menos de dos dólares al día, probablemente este dato pueda ser el punto de partida para formular la hipótesis de que, al menos, 1/4 parte de la población mundial vive por fuera de la democracia real, así ésta exista en su país.

Otro elemento que incide sobre la “calidad” del elector, es el acceso a la información veraz, suficiente y oportuna. Descontando el analfabetismo funcional, por suerte cada vez más reducido en el mundo, está la cuestión de las fuentes de información. El debate sobre las condiciones ideales nos ha llevado a un mundo en el cual conviven los medios de comunicación privados -frecuentemente conectados con grupos de interés económico o político-, los públicos -probablemente inclinados hacia los intereses del gobierno de turno-, y los llamados independientes, que tienden a relacionarse con movimientos sociales y ONG.

Si bien la diversidad es un preciado bien, el riesgo está en la intención del comunicador. ¿De qué sirve la diversidad, si se trata de fuentes que informan con la intención de vender una postura, de convencernos con respecto a ella? Estamos hablando de ética. ¿Cuál es la frontera ética de los medios de comunicación en la sociedad actual? Los médicos, esperamos que se rijan por el Juramento Hipocrático cuando intervienen nuestro cuerpo; ¿qué código guía al medio de comunicación a la hora de informarnos?

Entonces, la “calidad” del elector se halla en riesgo día a día, cuando los medios de comunicación tienen motivaciones comerciales o políticas a la hora de informar. Y eso parece suceder frecuentemente. De hecho, a propósito de las costumbres, nos hemos habituado a aceptar que un medio es gobiernista o de oposición, que un periódico pertenece a un grupo empresarial y que informa sobre temas económicos que interesan a las empresas del grupo. Y sólo decimos “es que ese medio les pertenece”. ¿Acaso esto es un entorno favorable a la vida democrática?

Ahora con el desarrollo de las telecomunicaciones e Internet, la situación se ha vuelto más compleja. El extremos son las fake news, de las cuales no hay que hablar mucho, ya que,  son una clara transgresión del espíritu democrático.

Pero está el tema de los algoritmos y las redes sociales. La verdad es que no es fácil entender este nuevo mundo de las comunicaciones (yo también lo entiendo poco, por eso me esmero en pisar suave cuando recorro esa autopista), pero hay dos realidades que, a mi gusto, son palpables. La primera es que las redes tienden a darme “gusto” no a “informarme”: los algoritmos de las redes sociales existen para tratar de entenderme como sujeto de mercado, no como ciudadano. No lo digo yo, lean a Harari o a Chomsky o vean el documental Dilema Social.

La segunda realidad es que las redes sociales desataron la bestia que llevamos dentro. La timidez ha desaparecido, la apatía ha muerto, la erudición nos ha aflorado. Gracias a las redes hablamos todos, de todo y en todo momento. Desaparecieron nuestras dudas, hemos visto la luz. Cuestionamos, opinamos, aseveramos y enjuiciamos sin pensarlo dos veces. Ahora que todos podemos ser autores, también tenemos acceso a demasida información inutil, poco rigurosa y, a veces, peligrosa. El riesgo no nace en las redes, emana de la “calidad” de ciudadano democrático que ya somos. Y la consecuencia será la “calidad” de ciudadano que estamos construyendo.

Yo no diría que el presente mundo es peor que aquel de la desinformación de siglos pasados, cuando unos pocos -el rey o el papa- eran los únicos iluminados que podían enriquecer nuestra “calidad” de ciudadanos. Pero tampoco aseveraría que esta maraña en la que se han convertido los sistemas de información y comunicaciones nos está dando más luz.

¿Qué nos queda?

Nos quedan los maestros, con su invaluable tarea de ayudar a desarrollar el pensamiento crítico y autónomo de sus estudiantes. Maestros que siembren, no que ilustren. Maestros que despierten almas, no que llenen cerebros como repositorios de información. También nos quedan los políticos decentes y los periodistas responsables. Los hay.

En manos de ellos está que esta capacidad que el ser humano ha creado con su ingenio (la 4a revolución industrial) nos impulse hacia la utopía y no a la destrucción de la especie. Porque con los riesgos de insostenibilidad social y ambiental y de una catástrofe nuclear, esto último podría suceder.

enseñando en el bosque

 

 

 

 

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