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El famoso perrito hurgando con su hocico en un fonógrafo de la casa discográfica RCA Víctor, una de las más grandes en producción de discos del siglo XXI, ya no se enciende en las noches del Salón Málaga. El portón de madera está cerrado, las rocolas están apagadas, los 7.000 discos de acetato no ruedan y la silletería en la que se tertuliaba día y noche, de domingo a domingo, está arrumada. No hay quién se siente ni quién escuche Caminito entonado por Gardel.
En este lugar hay música que no está en otra parte: óperas, bambucos, habaneras, boleros, criollas, gaitas y valses. Entre radios, afiches de tango y bolero, álbumes familiares colgados de columnas y dinteles, el recinto que reunía ese aire de festejo parece cosa del pasado.
La cuarentena establecida por el Gobierno obligó a los dueños de establecimientos y locales comerciales de esparcimiento y diversión como bares, discotecas, de baile, ocio y entretenimiento a cerrar. El Salón nunca lo había hecho desde hace 63 años, cuando se fundó en Maturín con Abejorral, cerca al parque de San Antonio. Este referente de ciudad sigue vivo (ver ayuda), solo que ya no hay quien escuche su música antigua.
Las medidas contra el coronavirus han hecho insostenible el mantenimiento. Según la asociación de bares de Colombia, Asobares, de los 50.000 registrados en las Cámaras de Comercio del país se estima que 11.000 aproximadamente podrían llegar a su fin debido a los costos fijos (arriendo, servicios públicos, impuestos), por los que hay que responder, aún sin generar ingresos.
En la cuerda floja están muchos. Los más tradicionales del Valle de Aburrá han sobrevivido a los años, pero esta es su primera pandemia. Estos tienen una condición especial porque más allá de ser un negocio “recogen la tradición de los locales viejos y cafés, más que lugares de fiesta, son espacios para conversar”, dice Juan Fernando Ospina, director del periódico Universo Centro.
El Málaga
El café-bar Salón Málaga es de emociones. Un veinteañero llevó a su abuela, que tiene alzheimer, en su cumpleaños 85. La llevaba de la mano y se sentaron en una mesa los dos y su mamá. Entre copas, él le cantó Volver, la inmortal melodía de Carlos Gardel: “Volver, con la frente marchita. Las nieves del tiempo, platearon mi sien. Sentir, que es un soplo la vida, que veinte años, no es nada...”. Lo recuerda César Arteaga, administrador del local. Aunque estaba “desconectada de este mundo”, cantaba a todo pulmón, la música la traía recuerdos esquivos. Ambos se secaron las lágrimas.“El Málaga es de la gente, hermano”. Es un espacio que llega al corazón.
Su actual administrador, César Arteaga, hijo de Gustavo, su fundador, relata que es el peor episodio del Salón, que ha sido testigo de la recuperación del Centro en seis décadas: sobrevivió a la depresión de Guayaquil en los 70, a la construcción del metro que duró cerca de siete años, a la época de la violencia de los 90, a dos incendios y a las múltiples reformas de la zona, entre ellas la construcción del paseo Bolívar. Pero el nuevo coronavirus la pone difícil.
Con los años, el lugar cultivó actividades alrededor de la música: tiene una emisora virtual, una academia de baile, hace conciertos y shows de boleros y tangos y sostiene su ensamble musical. “El Málaga en este contexto es un legitimador de la memoria de lo que era esta zona”, afirma.
Desde hace 13 años se hace la Tertulia de los Amigos del Málaga: cada semana cerca de 80 personas se encuentran en la planta baja del Salón para una charla, lanzar un libro o celebrar un cumpleaños. César llegó un martes en la mañana y los vio parados con la mano en el corazón. No eran adultos que iban a tertuliar. Uno de sus integrantes, el compositor, cantante y arreglista Julio César Villafuerte, tomó la batuta para dirigir el himno que identificaría a esta cofradía. “Eso le dice a uno que el Málaga ya no le pertenece a la familia Arteaga, sino que hace parte de una comunidad”, dice César.
Ahora las mesas están organizadas con dos metros de distancia, como parte de los protocolos y acciones que están tomando para una posible reapertura. Una mujer de unos 25 años se acercó a través de la reja del Salón, y dijo por la rendija: “Hola. Abran el Salón Málaga con reservación y separan a las personas de a dos o tres mesitas”. Y se fue.
César dice que es una petición que se repite a diario.
El Guanábano
El Parque del Periodista no tiene gente. Unas cuantas personas rehuyen de los oficiales de Policía que no le quitan la mirada al lugar, punto de encuentro alternativo de la ciudad. Tampoco a El Guanábano, uno de los referentes de la zona y un bar que durante la pandemia se ha convertido en tienda.
Nació en 1990 como un refugio de la violencia que había en Medellín. Su nombre es vestigio del pasado. Antes de que hubiera bar, antes de que el parque fuera del Periodista, era el del Guanábano, por un ejemplar de este árbol que coronaba un jardín pequeño en la carrera Girardot con la calle Maracaibo. El árbol ya no está, pero quedó su nombre en un bar que le hace honor al sitio.
En 30 años que cumplió en marzo, nunca había parado. En estos días se ha logrado sostener porque hace domicilios desde mediados de abril, por fondos que recaudaron el mismo mes a través de redes sociales y porque desde mediados de mayo se improvisó una tienda en la puerta para venderles a los clientes.
La tienda ofrece productos artesanales: sánduches, cervezas, sodas saborizadas, jugos de guanábana, humus, mermeladas, pan y productos que dejan en consignación los amigos del bar como camisetas, tapabocas, postales al óleo y llaveros.
Reciben clientes en la tienda improvisada, le venden un producto y le piden que no se detenga porque la orden es que no debe haber nadie en el sitio. Oficiales de la Policía pasan revista, sacan a la gente de los sardineles del parque y le llaman la atención a los que todavía quieren intercambiar una conversación en el bar.
Para los dueños es incierto su sostenimiento y no saben hasta cuándo aguantarán. Atrás quedaron las noches de baile, rock and roll, bola de cristal y tertulias. Los taburetes de cuero ya no reciben en la penumbra a sus clientes, tampoco hay a quién mirar en la fila para entrar al baño.
En lugar de los pasillos oscuros, su tienda vespertina está en la entrada, una mesa atravesada impide el ingreso, los empleados que antes llevaban las copas a las mesas ahora hacen limpieza con hipoclorito dos veces al día y venden en la barra sus nuevos productos. Su mundo está al revés: abren en el día para clientes que no se pueden quedar. “Ahí vamos, luchándola y no entregándonos”, dice Margarita María Zuluaga, quien trabaja allí desde hace 15 años.
Bar Atlenal
Este negocio dedicado al fútbol y al tango cumplió este año 83 abriles. Está en la esquina de la carrera 38 con la 37 sur, Envigado. Don Aníbal Rojas, su actual dueño, lo tiene desde hace 20 años. El encanto es uno: todo lo ha conservado como estaba.
Saca de un bolsillo de su pantalón un papel plastificado en el que están anotados los nombres de los anteriores propietarios y algunas fechas que alcanzó, no todas: “Los dueños del bar Atlenal desde 1937: Ernesto Álvarez, fundador en junio de 1937, José Molina, Rafael Ramírez, Federico Sierra, Arturo Urdinola, Francisco Uribe en 1949, Fabio Correa en 1951, Arnoldo Urdinola en 1953 y Aníbal Rojas, 2000”.
El local ostenta una máquina traganíquel modelo 1944, los cuadros clásicos del Atlético Nacional, fichas de la primera vez que el Deportivo Medellín quedó campeón, cantantes de tango, explica don Aníbal desde su sillón al lado del mostrador.
En los gabinetes posan el aguardiente antioqueño por garrafas, medias y botellas, junto a un paisaje de cigarrillos Piel Roja, ediciones viejas de cerveza Pilsen, radios de perillas y relojes del Verde colgados de los entrepaños. Apeñuscados entre anaqueles guarda 2.000 discos de acetato.
“¿Le pongo dos disquitos?”, se para y saca una moneda para la rocola. El tango le da un vago recuerdo de lo que era antes de la pandemia. “Aquí se abría desde las 2:00 de la tarde para vender aguardiente, cerveza, ron y tinto. De lunes a miércoles hasta las 12:00 de la noche, y jueves, viernes, sábado y vísperas de festivo hasta las 2:00 de la madrugada”. En su máquina tragamonedas suena Lejos de ti, de Raúl Garcés y Los Caballeros del Tango.
Don Aníbal cuenta que al bar lo frecuentaba gente de todas las edades, especialmente “muchachos de universidad, que vienen a escuchar tango y preguntar cosas de fútbol”. Llegó a poner 60 sillas en la calle y en los clásicos del Nacional atendió hasta 300 personas.
Las tres puertas de casona antigua por ahora están cerradas. Los vecinos le dicen a don Aníbal que la calle parece muerta sin el Atlenal. Desde este jueves ubicará el puesto de comidas rápidas donde estaba la silletería para vender productos a domicilio a través de la aplicación Rappi y a los clientes en la calle.
Al fondo sigue el tango, casi como una dedicatoria: “Hoy que la lluvia/ entristeciendo esta la noche/ y las nubes en derroche/ tristemente veo pasar.//Quiero estar al lado de ella/ para decirle que es bella/ para decirle que nunca/ podré dejarla de amar”.