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El día que Rudesindo Cantarell Jiménez descubrió un yacimiento de petróleo, el más grande de México, su vida le cambió para siempre. Su hallazgo hizo que llegaran compañías petroleras que terminaron con la tradición pesquera de la comunidad. De eso trata Tormentero, reciente coproducción colombiana.
El infortunio del personaje, un chamán que invoca tormentas, comenzó desde 1961 durante una peregrinación de la Virgen del Carmen, el mismo día que vio una mancha brotar del mar.
La nostalgia y amargura de este Rudesindo es narrada con la mirada del director de cine mexicano Rubén Imaz Castro, quien estuvo de paso por Medellín contando su particular estilo “onírico y místico” para encontrar al humano.
Con ayuda de lo que le contaron vecinos del pueblo, el cineasta pensó en “convertirse” en una especie de nigromante o brujo, que extrajera con su película el espíritu del cuerpo del protagonista. “No me interesaba hacer una biopic. No quería contar su historia sino captar la vibración de este hombre que cuenta su tragedia”, dice el director.
Tormentero no sigue una forma comercial, añade, que por lo general tiene un esquema lineal (inicio, nudo, desenlace). En su lugar, él busca ambientes para situar al espectador.
“Quiero usar la cámara como una herramienta que pudiera hacer tiempos y espacios fantásticos, completamente distintos”.
La película se mete en la cabeza del personaje, explora el silencio, los sonidos ambientales, la lluvia, “un universo animista donde se comparte lo vivo y lo muerto, lo pasado y el presente”.
Para lograr su financiación, participó la compañía colombiana Contravía Films, bajo la producción de Óscar Ruiz Navia –director de El vuelco del Cangrejo (2009) y Los Hongos (2014)–, con la asistencia de William Vega –La Sirga (2012) y Sal (2018)– y Gerylee Polanco, como productora.
“Un poco a manera jocosa dijimos que era una coproducción tropical”, recuerda Óscar Ruiz Navia, debido a que fue financiada en Latinoamérica.
A Imaz le gusta ver su largo como un sueño, similar a El espejo del ruso Andrei Tarkovsky. La cámara se mueve en todo momento, baila, como una borrosa coreografía.