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Salvar una librería no cuesta millones, cuesta una visita”: un pedido de ayuda desde la Anticuaria

Mónica Pérez Mejía es la mujer al frente de La Anticuaria, una librería con 69 años de historia que hoy resiste en el corazón de Belén, entre estantes desbordados y la memoria viva de su padre y su abuelo.

  • Mónica Pérez Mejía, tercera generación al frente de La Anticuaria. Foto Julio César Herrera.
    Mónica Pérez Mejía, tercera generación al frente de La Anticuaria. Foto Julio César Herrera.
hace 4 horas
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Hay libros que no solo se subrayan: se heredan. Y para confirmar eso solo basta con saber que hace 39 años, una mujer sin muchos recursos, pero con profunda convicción, caminó hasta una librería del centro de Medellín para comprarle a su hijo un ejemplar de Cálculo con geometría analítica. Era el primer punto de una carrera universitaria que él, con esfuerzo y ese texto bajo el brazo, lograría culminar.

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Décadas después, ese mismo libro pasó a manos de su hijo mayor, luego al del medio y hoy lo conserva Valentina Londoño, ingeniera como su padre y sus hermanos.

—Ese libro lo compró mi abuela en La Anticuaria. Gracias a él, tres generaciones logramos graduarnos. Es una reliquia familiar y un símbolo de acceso, de sueños posibles —cuenta ella misma.

La Anticuaria no es una librería cualquiera. Fundada hace 69 años por Amadeo Pérez Pérez, inmigrante español con alma de poeta, fue pionera en Medellín en ofrecer libros de segunda mano a bajo costo, cuando la cultura impresa aún estaba reservada para pocos. Su promesa —darles nueva vida a los libros— se convirtió con los años en una forma de democratizar el conocimiento. Desde entonces, miles de estudiantes, lectores empedernidos y curiosos han cruzado sus puertas en busca de una sabiduría asequible.

El local actual, ubicado en Belén, dista de las antiguas sedes en San Ignacio o Ayacucho, aunque mantiene intacto su espíritu fundacional: estanterías que van del suelo al techo, pasillos estrechos, polvo noble, olor a papel viejo y una librera que conoce cada tomo como si fuera un miembro más de la familia, se trata de Mónica Pérez Mejía, nieta del fundador y quien heredó no solo el archivo y el mobiliario, sino una vocación.

—Este ha sido mi hogar, mi todo. Por aquí corren libros y memorias —dice Mónica cuando señala con el pulgar derecho las venas del brazo izquierdo—. Cerrarlo sería como apagar una parte de nuestra historia.

Y es que desde la pandemia el panorama se ha oscurecido. Muchos de sus clientes, adultos mayores, han dejado de visitar el lugar, y al estar fuera del centro, la librería quedó fuera del radar de nuevos lectores. A esto se sumó una suplantación en redes sociales que confundió aún más al público.

—La mayoría de la gente creyó que habíamos cerrado. Otros no supieron nunca que nos mudamos. Y eso, para un negocio que vive del boca a boca, es fatal —explica con serenidad, sin resignación.

Por eso, hace un par de semanas, Mónica lanzó un S.O.S. desde la cuenta de Instagram de la librería, @medellinlaanticuaria. En un video honesto, sin maquillaje ni filtros, recordó el legado del lugar y pidió ayuda. Invitó a comprar, a visitar, a compartir: “Salvar una librería no cuesta millones, cuesta una visita, un libro, un gesto”, decía el mensaje de fondo. Y lejos de lo que pudo haber imaginado, la respuesta fue inmediata: llegaron mensajes desde Alemania, Perú y México, llamadas de antiguos clientes, visitas de jóvenes que nunca habían estado.

—Mi mamá, que es muy sensible, no paraba de llorar. Yo traté de mantenerme firme, ha sido muy bonito. La gente recuerda a mi papá, a mi abuelo. Agradecen que esto aún exista.

Una librería que nació entre guerras, poesía y resistencia

Antes de convertirse en librero, Amadeo Pérez Pérez fue casi sacerdote. Nacido en España en 1903, creció bajo el mandato de una familia que le asignó un destino clerical y vivió su infancia en el seminario de Astorga, hasta que uno de sus formadores, al ver su carácter indomable y su pensamiento liberal, le dijo con franqueza: “Usted no tiene espíritu de sacerdote”. Fue entonces cuando, con su apoyo, abandonó los hábitos y eligió el periodismo.. Viajó a Madrid, hizo un curso breve y se embarcó hacia América.

Primero llegó a México, donde estuvo años errante, vendiendo libros de plaza en plaza. Más tarde recorrió Centroamérica con una maleta repleta de textos: llegaba, montaba su puesto en los parques y ofrecía lo que podía. Dormía en zonas de tolerancia para ahorrar costos, se ganaba el cariño de las trabajadoras sexuales con poemas, y al regresar, enviaba libros por correo, desde la capital azteca, a sus nuevos clientes.

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En medio de eso, conoció a Julia, su eterna compañera y madre de sus hijos. Don Amadeo logró consolidar un negocio y una familia funcional. Sin embargo, como la vida siempre tiene altos y bajos por igual, un artículo suyo —la vocación literaria y periodística siempre estuvo en él— molestó a las autoridades y fue encarcelado por ello. Transcurrió un año hasta que un contacto político intervino para que lo liberaran, le entregaron un millón de pesos mexicanos y lo expulsaron del país como “deportado en secreto”.

Lo que siguió fue un periplo inesperado. Viajó a Nueva York en pleno invierno, luego a Francia y a España, donde intentó reencontrarse con sus padres, sin éxito. Hasta que un día, una ex trabajadora sexual —una de las muchas que había conocido en Centroamérica— lo reconoció en la calle y lo hospedó temporalmente, en tanto conseguía comunicarse.

Cuando al fin lo hizo, pudo también establecer contacto con Julia y luego, armar un plan de vida, y así, pasados unos meses, por recomendación del cónsul colombiano, se reencontró con ella y con sus dos hijos pequeños, Daniel y Julio, en Medellín, donde llegaron en 1955, se instalaron cerca al parque Bolívar y levantaron su primer negocio en la ciudad: una librería con cafetería, ubicada entre otros comercios regentados por inmigrantes españoles.

En medio de todo, Amadeo nunca dejó de escribir. Amaba el soneto, cargaba cuadernillos de cuero llenos de poemas y pasaba las tardes compartiendo literatura con quien se lo permitiera.

—Mucha gente me dice que lo recuerda fiando libros, recomendando autores, explicando ediciones, dejando sus poemas encima de las vitrinas o entregándolos en El Colombiano. Era culto, muy sencillo y muy noble —dice Mónica, su nieta.

Con el tiempo, la vida volvió a exigirle a la familia entereza. Julia falleció de cáncer y Daniel —entonces adolescente— asumió el manejo de la librería. Profesionalizó el negocio, introdujo editoriales técnicas y expandió la clientela universitaria.

Mónica creció en ese ambiente. Jugaba a construir casas y caminos con tomos viejos, dormía en la trastienda del local, vivía entre estanterías.

—Los libros eran mis juguetes, mi mundo entero —explica y las sonrisas se le enredan en las palabras.

En consecuencia, cuando Daniel falleció, tras una enfermedad fulminante, fue ella quien asumió la librería.

—Él me preguntó si quería quedarme. Yo le dije que sí. Que no podíamos dejar apagar esta historia. Y lo hice por amor, por gratitud. Porque aquí vivieron mis abuelos, mis padres... y ahora permanezco yo.

Lo que queda cuando todo se va

Ahora, administrar una librería de seis mil libros sin ayuda no es tarea menor y Mónica lo sabe de memoria: clasifica, limpia, responde mensajes, vende, recibe donaciones y a veces, incluso, carga con el peso de sentirse sola.

—Pasamos de ser una empresa organizada a un caos con alma —comenta mientras se abre camino en ese lugar de estantes altos y pasillos estrechos, en el que no hay inventario digital, ni base de datos, sino una memoria viva que reconoce el lomo de cada ejemplar, una voluntad que se resiste a abandonar y un local alquilado que apenas se sostiene hasta septiembre.

La librería está llena de libros que ya nadie imprime, de ediciones subrayadas con letra minúscula, de enciclopedias descontinuadas, de novelas en lomo dorado, de volúmenes técnicos que aún hoy sirven para estudiar. Hay colecciones de arte, historia de Colombia, religiones del mundo, física, química, cocina, literatura clásica y planes lectores escolares. Hay vinilos, casetes y CDs. Aunque los títulos son diversos, el público ha cambiado: cada vez llegan menos padres con niños y menos estudiantes con lista en mano.

—Si la gente supiera lo que hay aquí, este solo barrio bastaría para sostener la librería —afirma Mónica.

La situación es compleja. El flujo de caja es insuficiente y su sueldo —dice sin dramatismo— fue lo primero que se sacrificó:

—Hace mucho que no me pago. Mantengo esto con las uñas. Vivo con mi mamá y una tía pensionadas. No puedo seguir siendo una carga.

A pesar de eso, rechaza la informalidad. No contrata sin garantías, no vende a la fuerza, no regatea el valor de un libro.

—A veces me piden rebaja por una novela de diez mil pesos, y son personas con carro, con reloj caro. Eso no me cabe en la cabeza.

Es decir, La Anticuaria no sobrevive por nostalgia. Resiste por principios. Mónica acepta que hoy el mercado se mueve por internet, por estéticas virales, por inmediatez y por eso mismo insiste en otro tipo de experiencia.

—Aquí vienen niños que preguntan por mitología griega, niñas que traen un marranito con monedas para comprar su primer cuento. Una vez una pequeña me dijo: a mí no me importan las láminas o los dibujitos, me importa lo que aprendo cuando leo, las historias que trae por dentro. ¿Cómo no seguir por ellas?

Historias como esa dan sentido al lugar. Porque no es un museo, ni una fundación, ni un almacén de novedades. Es un refugio en papel. Un lugar donde la confianza se mide en libros fiados, donde una deuda de diez mil pesos puede ser devuelta luego de 30 días con lágrimas de gratitud, donde un abuelo prefiere morir con sus estanterías intactas antes que permitir que le arrebaten sus recuerdos.

—Esto no es solo un negocio. Aquí vienen personas que no tienen acceso a internet, que no pueden pagar un libro nuevo, que buscan una herramienta para cambiar su historia y en eso radica su importancia.

Porque La Anticuaria es eso: una trinchera silenciosa en defensa del conocimiento. Si llega a cerrar, no solo apagará sus luces; desvanecerá una forma de habitar el mundo, una que cree que leer es resistir.

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