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Elegir un libro, haberlo leído, guardado o abandonado habla también sobre la persona que está detrás. Hay obras que llegan para compartir la existencia o complementar la propia, y son aquellos títulos sobre la mesa de noche o en el estante los que pueden llegar a determinar parte de una historia de vida: de lo que se dijo o de lo que significó un entendimiento más profundo de sí mismo.
Y regalarle ese fragmento de vida a alguien más o, mejor aún, incluirlo en ese cúmulo de obras que están disponibles para la población de una ciudad, es un acto de desprendimiento y entrega. Un interés porque ese conjunto de letras llegue a tocar a alguien más.
Las bibliotecas han sido las encargadas de recibir, como representantes y guardianas, ese conjunto inmenso de piezas que han sido parte de la vida de un escritor o un intelectual de la ciudad o el país. Entre ellas ejemplares de primeras ediciones, libros en otros idiomas, cartas y curiosidades que hablan a su manera.
“Las colecciones patrimoniales conservan documentos que hacen parte de la memoria de las sociedades y los documentos que nos entregan a la Sala permiten saber qué y cómo se leía, gustos, tendencias y su entorno”, dice María Isabel Duarte, coordinadora Sala de Patrimonio Documental de la Biblioteca Luis Echavarría Villegas de la Universidad Eafit.
“Así mismo, son fuentes para la investigación, tanto para nuevas preguntas como para encontrar respuestas –continúa–. “Permiten crear conocimiento, transmitir valores y creencias, desarrollar la curiosidad y el placer de leer, de conocer más sobre nosotros mismos”.
Por otro lado, estos espacios deben velar por esos documentos que representaron un saber específico o la descripción histórica o periodística de una ciudad en un momento específico en la historia.
Este es un rastreo para saber dónde viven esos libros en Medellín, los mismos que pasaron por las manos de diversos autores, esas que decidieron guardarlos y después regalarlos a otros para que hoy cualquiera los pueda consultar.