Por Juan Manuel Flórez Arias
Por kilómetros, como una marca complementaria a la dejada por la marea alta, se extendía una línea delgada de cuerpos por la playa de Normandía. Habían muerto allí 11 días antes, el 6 de junio de 1944, algunos un par de segundos después de desembarcar o mientras luchaban contra el agua para llegar hasta la playa y cumplir con su misión: abrir el frente occidental de la Segunda Guerra Mundial para los aliados.
Además de cadáveres, lo que más había en la costa eran cigarrillos –una cajetilla para cada hombre entregada minutos antes de iniciar la operación– y papel. Decenas de miles de sobres y hojas en blanco. “Los chicos tenían la intención de escribir mucho en Francia”, apuntó poco después de su recorrido por la playa el periodista estadounidense Ernie Pyle.
En efecto, cuando no estaban haciendo retroceder a los alemanes, los soldados sobrevivientes dedicaban las jornadas posteriores a la victoria a hacer lo mismo que el reportero: a contar. Quizá intuían que las palabras que se pusieran en papel en ese momento no iban dirigidas solo a familiares o amigos, ni siquiera a los millones de lectores que esperaban las historias de Pyle al otro lado del Atlántico. Durante esos días, todos en Normandía, incluso los que no llegaban a registrar una línea sobre el papel, escribían para la historia.
Programar el recuerdo
La operación Overlord, el nombre clave otorgado por los aliados al Desembarco de Normandía es uno de esos contados casos en los que un día previsto para ser recordado cumple con su objetivo.
Para el historiador Juan Carlos Eastman, más allá del despliegue táctico de la operación que aún es considerada el mayor ataque anfibio de la historia, la principal virtud de Normandía es que sus ejecutores, Reino Unido y Estados Unidos, apoyados por fuerzas de otros doce países, “estaban convencidos de que iban a ganar”.
Pero ni esa certeza fue suficiente para evitar que el comandante de las fuerzas de Estados Unidos y futuro presidente, Dwight D. Eisenhower, preparara un discurso por si el objetivo de tomar la costa norte de la Francia ocupada por los nazis y emprender por tierra la guerra hacia Berlín fracasaba.
Pese a su nombre casi definitivo, el llamado Día D estaba lleno de incertidumbres. De hecho, se llevó a cabo un día después de la fecha en la que había sido programado, el 6 de junio.
La victoria dependía de numerosos azares, como el clima, el abastecimiento de combustible, e incluso las señales de alerta a la resistencia francesa 45 minutos antes del inicio de la operación, ocultas tras un poema de Verlaine transmitido por telégrafo: “Los largos sollozos de los violines del otoño hieren mi corazón con monótona languidez”.
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Aunque el principal de los factores para definir el éxito o el fracaso del golpe era que los alemanes creyeran el engaño que los aliados construyeron para ellos casi con tanto esmero como el desembarco mismo: la operación Fortitude, diseñada para encubrir el verdadero ataque y que consistía en proyectar que este sería en Pas de Calais, el punto terrestre francés más cercano a Reino Unido a través de campos de soldados ficticios, tanques inflables y mensajes erróneos filtrados en las filas alemanas.
De estos últimos, solo uno logró su objetivo. Entre los 22 dobles espías informados seis meses antes de la estrategia, únicamente el mensaje del catalán Joan Pujol, telegrafiado horas antes del inicio del desembarco, fue el que mantuvo a la mayoría de las tropas de Adolf Hitler en sus puestos en Calais, a una distancia suficiente como para que no llegaran a tiempo a repeler el ataque real.
“Esas horas fueron mi pequeña contribución a la historia del siglo XX”, dijo 40 años después Pujol, cuando reveló su identidad ante los medios españoles tras décadas de vida en el exilio y bajo otro nombre en Venezuela.
De alguna forma, el espía programó su paso a la historia. Guardó el secreto durante casi toda su vida y solo salió a la luz cuatro años antes de morir, en 1988. Desde su perspectiva, vivió más tiempo en la ficción que construyó sobre sí mismo en Suramérica que en su rol de héroe, pero para el resto Pujol fue uno de esos casos en los que un hombre fabrica con éxito la forma en la que será recordado.
La guerra
Los disparos de las grandes armas sonaban como “trenes ferroviarios completos lanzados a través del cielo”, como los describió el escritor Ernest Hemingway. Abajo, en el mar, un grupo de soldados seguía a 100 metros de la playa de Omaha cuando, en el mismo instante, una bala alcanzó al capitán de su lancha y esta encalló en un banco de arena.
Entonces llegó el miedo. Una treintena de hombres inmóviles, sin a dónde huir, empujándose entre sí o intentando inútilmente cavar un refugio en una embarcación de metal.
El capitán James Roberts, asistente del comandante del V cuerpo del Ejército, Leonard Gerow, decidió saltar al agua. Avanzó como un blanco fácil hasta la orilla sin ser alcanzado por los proyectiles. Ya en la arena pasó junto a un tanque aliado en llamas y alcanzó a escuchar que adentro los agonizantes gritaban por morfina. Siguió de largo. A medianoche, cuando habían tomado la playa, el militar pensó que si cada día iba a ser como ese, nunca sobreviviría a la guerra.
Su experiencia, recogida por el historiador Stephen Ambrose, biógrafo de Eisenhower, en su libro sobre Normandía, coincide con la descripción que Hemingway hizo del Día D: “Un asalto frontal a plena luz del día, contra una playa minada defendida por todos los obstáculos que podía idear el ingenio militar”.
Todo alrededor de Normandía está recubierto de la solemnidad de la historia, excepto los propios hechos. Mientras sucedía, el desembarco eran hombres reemplazables avanzando sobre los cadáveres de amigos y desconocidos; tantos, que terminaron por ganar. La historia llegó después, siempre tarde, a otorgar a cada cual su lugar.
Durante 75 años, los relatos se escribieron, las homenajes se acumularon y, el pasado miércoles, esas confesiones personales abandonadas en la playa en hojas de papel fueron leídas por las personas más poderosas del mundo. Líderes como el presidente francés Emmanuel Macron y la primera ministra británica Theresa May reemplazaron sus discursos por esas cartas que sobrevivieron a las balas en la playa y al paso del tiempo.
Pero el recuerdo tiene fugas, olvidos que escapan por las fisuras. Meses después, en abril de 1945, una semana antes de la rendición de Berlín en la que Hitler desapareció para siempre, el periodista Ernie Pyle, quien entonces cubría la campaña aliada en Japón, escribió: “Esperaba que el final de la guerra pudiera ser un alivio gigantesco, pero hay muchos de los vivos que han quemado en sus cerebros para siempre la visión antinatural de hombres muertos y fríos dispersos en las laderas y en las zanjas (...). Hombres muertos en tal promiscuidad familiar que se vuelven monótonos. Hombres muertos en un infinito tan monstruoso que casi los odias. Esas son las cosas que usted en su hogar no necesita siquiera tratar de entender. Para ti, en casa, son columnas de figuras o un cercano que simplemente fue lejos y no regresó. No lo viste tirado tan grotesco y pastoso junto al camino de grava en Francia. Lo vimos, lo vimos por miles y miles. Esa es la diferencia”.
Esa nota incompleta estaba en el bolsillo del reportero el 18 de abril de 1945, cuando recibió un disparo en la sien izquierda por un ametrallador japonés. Murió en una zanja de la isla de Shima, convertido en uno más de esos cuerpos apilados que no eligen cómo serán recordados, y a los que luego la historia pasa a recoger para darles un sitio, así sea el de una página en blanco o a medio escribir.