Por Soraya Rentería
“Ahora nuestros niños pueden correr, mirar el cielo, jugar al aire libre y simplemente, ser niños”. Con esta frase, Alba Lucía Álvarez, directora de La Casita de Nicolás, resume lo que significa este nuevo capítulo en la historia de la fundación que ha brindado protección a los niños y niñas en situación de vulnerabilidad. Después de más de cuatro décadas en el centro de Medellín, la institución se trasladó a un lugar hecho a la medida de los niños: amplio, acogedor, lleno de luz y naturaleza. Y es que esta mudanza es mucho más que una reubicación, es un acto de cuidado profundo en un espacio donde el entorno también se convierte en parte del abrazo de amor de la fundación a los menores.
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Desde diciembre del año pasado, el equipo directivo venía preparando la transición. Se tenía prevista para febrero, pero fue necesario ajustar algunos espacios antes de recibir a los 50 niños que hoy habitan este nuevo hogar. La casa, ubicada en el barrio El Poblado, fue recomendada por la Alcaldía de Medellín luego de permanecer cerca de dos años en estado de abandono. Anteriormente, otra entidad sin ánimo de lucro ocupaba este espacio, sin embargo, desde hace unos meses el terreno estaba inactivo. Esto también implicó tiempos adicionales en la gestión y adecuación del espacio, hasta lograr que todo estuviera listo para abrir una nueva etapa en la historia de la fundación.
“La mayor ventaja que nos ofrece esta casa es que aquí se puede vivir diferente. Hay luz, hay amplitud, hay contacto con el entorno. Eso no lo teníamos antes. Y para ellos, eso hace toda la diferencia”, comentó Alba Luz.
Lo esencial sigue intacto
El alma de La Casita de Nicolás no está en sus muros, sino en la calidez de quienes la sostienen. Trabajadores sociales, cuidadoras, psicólogas, voluntarios y maestros continúan con la misma convicción: acompañar a cada niño como si fuera único. Brindar no solo alimento y protección, sino presencia, escucha y afecto.
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Cada rincón está pensado para el bienestar. Hay habitaciones coloridas que invitan al descanso, espacios amplios para jugar, una ludoteca llena de estímulos, una biblioteca que invita a leer en voz alta y una sala con proyector donde caben muchas películas y sueños. En las paredes, ilustraciones del Principito, cielos de arcoíris, elefantes y mundos de fantasía le recuerdan a cada niño que aquí puede imaginar, crear y respirar con tranquilidad.
Pero más allá de lo físico, lo que este lugar promete es continuidad. Porque lo que nació hace más de 40 años sigue firme, la convicción de que todos los niños tienen derecho a una infancia protegida y a una oportunidad real de vivir mejor.
Voces que acompañan en La Casita de Nicolás
Entre quienes han acompañado este proceso están Pilar Gómez de Tamayo, una de las fundadoras de la institución, y su hija, Clemencia Tamayo Gómez, quien forma parte de la junta directiva como suplente. Ambas asistieron al acto de apertura y compartieron su emoción al ver cómo la fundación sigue creciendo sin perder su esencia.
“Nos llena de felicidad ver a la fundación en este espacio tan adecuado, pensado con tanto cariño para los niños. Es un paso muy importante, no es solo cambiar de casa, es darles un entorno donde puedan sentirse en paz, jugar, aprender y ser cuidados con dignidad”, expresó Clemencia.
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“Desde diciembre sabíamos que esto venía en camino. Verlo materializado es una alegría profunda. Esta casa es más que una estructura nueva, es una oportunidad de vida para quienes la habitan”.
Durante el recorrido por la nueva sede, Clemencia observaba con atención cada rincón. Entre saludos y sonrisas, su presencia recordó que este proyecto nació de la empatía, y que sigue de pie gracias al compromiso de muchas personas que creen en el poder del afecto.
Más que una mudanza
Este cambio no es solo logístico. Es emocional, simbólico, humano. Representa la voluntad de seguir ofreciendo lo mejor, de no conformarse, de mirar siempre hacia lo que puede hacerse mejor por la niñez.
Y aunque el centro de Medellín quedará en la memoria como el lugar donde todo comenzó, esta nueva sede representa una promesa: continuar con el legado de protección, amor y entrega que ha guiado a la fundación durante 47 años.
Porque al final, no se trata únicamente de abrir una puerta nueva, sino de crear un ambiente donde los niños puedan respirar tranquilos, sentirse abrazados por el entorno y volver a soñar. Donde puedan, por fin, levantar la mirada y ver el cielo.