Pobres criaturas, de Yorgos Lanthimos

Las aventuras de la niña adulta

Oswaldo Osorio

Muchas de las mejores películas son aquellas en las que uno no se da cuenta de que está viendo cine, incluso si es cine fantástico. Y es que por menos realista que sea un universo propuesto por una película, si su relato tiene un código orgánico y coherente, gracias al pacto poético que establecemos con ella, nos podemos embeber tanto en su realidad que no salimos de ella sino hasta que empiezan los créditos finales.

Esta película de Lanthimos puede ser entretenida, vivaz y llena de inventiva visual, pero el artificio de su relato siempre se pone en evidencia. Basada en una novela de Alasdair Gray, la historia es una combinación de personajes como Frankestein, el niño salvaje, Kaspar Hauser y hasta Benjamin Button, es decir, esos seres a los que un relato enfrenta su inocencia y naturalidad moral con el mundo lleno de prejuicios, absurdas reglas sociales e incomprensibles modelos morales, todo esto para plantear cuestionamientos, críticas o reflexiones sobre el funcionamiento de la vida y la sociedad del momento.

El origen de Bella Baxter ciertamente es novedoso, incluso puede verse como la cuota inicial para todo un discurso de empoderamiento femenino que cruza la película entera, que a veces resulta elemental y cliché, pero otras muy perspicaz y certero. No obstante, las costuras del artificio, tanto narrativo como de la construcción del personaje, se notan con sus parlamentos y disquisiciones sobre cualquier tema, pues su condición de niña adulta y de alma inocente frente al malintencionado mundo, les permite a sus autores (desde la novela, pasando por el guion hasta la dirección) usarla a manera de comodín para ser tonta cuando les parece y brillante cuando lo necesitan. Y cuando eso ocurre, que es durante casi toda la película, entonces uno recuerda que está en cine, que le están echando un cuento y manipulando con rústicos recursos narrativos. Además, los diálogos mantuvieron una retórica elaborada, ingeniosa y florida que está más cerca de su fuente literaria que del cine, es decir, son más diálogos para leer que para escuchar, lo cual aumenta el artificio.

Inevitablemente, la forma afecta el fondo y, por más que la película no se queda solo en lo anecdótico y pintoresco del personaje, sino que propone una ideas y reflexiones relevantes y significativas, la sombra de las dudosas peripecias de su construcción siempre está allí. Aun así, es necesario reconocerle todos esos temas que pone en cuestión, empezando por esa mirada a la condición femenina en una era victoriana con insinuaciones futuristas. Desde la particular visión de la protagonista, la película habla del amor, el sexo, las normas sociales, la ciencia, el conocimiento, la relevancia de las emociones y la desigualdad en el mundo. El personaje está expresamente diseñado para experimentar todos estos tópicos, asumir una posición frente a ellos y elaborar su respectivo discurso, ya sea empoderador, cuestionador o disruptor.

Para esta toma de conciencia y las conclusiones empíricas a las que ella llega son determinantes los cinco hombres que forjan su vida: el padre creador que le otorga el libre albedrío, el enamorado comprensivo, el amante mundano y egoísta, el pensador escéptico y el machista posesivo. Se destacan el extravagante estoicismo del padre (Willem Dafoe) en su amable versión del Doctor Frankestein, así como ese pobre amante (Mark Ruffalo) que es el que mejor se transforma del relato, porque pasa de ser un dandi lascivo a un pusilánime vengativo, teniendo en medio toda una aserie de rangos temperamentales y de carácter muy convincentes.

El diseño de arte es un deleite estético y resulta definitivo para crear unas sugerentes ambientaciones, reconocibles desde los referentes históricos, pero también extravagante y juguetonamente estilizados. Todo ello contribuye a crear una de esas anómalas realidades a las que este cineasta griego nos tiene acostumbrados, realidades que flirtean con el absurdo o la fantasía, pero que son un vehículo para hablar de manera transgresora y radical de temas esenciales o capitales. Aquí lo hace, sin duda, más allá de los reparos antes mencionados.

La piel en primavera, de Yennifer Uribe

La mirada y autonomía femeninas

Oswaldo Osorio

En una época en que es una importante tendencia el cine feminista y muchas películas son empujadas en la corriente principal por el empoderamiento femenino, es refrescante y reconfortante encontrarse con una obra que hable de la naturaleza femenina sin enarbolar banderas ni apelar a discursos o clichés que tomen atajos para referirse al tema. Sandra, la protagonista de esta película, es madre, trabajadora, amante y mujer. Pero ninguna de estas condiciones supedita la otra, y así lo demuestra la rutina que el relato describe y observa con sensible meticulosidad, apelando a un tipo de realismo sutil, revelador y sin tremendismos.

La película comienza con el primer día de trabajo de Sandra como vigilante en un centro comercial, también ese día conoce al conductor de bus con quien más adelante tendrá una relación. Estos dos aspectos son los que, en principio, articulan todo el relato que, más que un argumento, propone acompañar a la protagonista durante algunos días y hacernos testigos de su desempeño en esos mencionados roles en que se mueve su existencia. Parece un planteamiento simple, pero eso a ojos de quienes esperan una convencional historia con narrativa clásica e inesperados giros, porque en realidad se trata de la imbricada construcción de un universo cotidiano, el de una mujer y de una ciudad, que siempre están diciendo más de lo que en apariencia presentan en la imagen y en esas acciones triviales y recorridos rutinarios que componen buena parte del relato.

En una ciudad como Medellín, de fuerte tradición realista, puede verse cómo encaja con naturalidad esta película, no obstante, no es el realismo social alineado con ideologías y resistencias, ni tampoco el realismo sucio que suele retratar la violencia y la marginalidad, se trata de un realismo distinto, que apenas en este siglo se ha estado cultivando y puliendo en Latinoamérica, el cual bien puede llamarse realismo cotidiano, cinestésico o centrífugo, dependiendo a qué autor se cite, porque apenas se está consolidando la reflexión sobre el tema.

Y no es que esta ópera prima repudie esos realismos que la anteceden, de hecho, hay un bello homenaje a la primera película de Víctor Gaviria cuando Sandra, mientras asea su casa, canta la misma canción que entona la hermana de Rodrigo cuando trapea. Pero Este realismo se interesa más por las historias cotidianas o intimistas, dejando las problemáticas sociales y políticas en un fuera de campo, aunque sin negarlas necesariamente. Tampoco está impulsado por un conflicto central fuerte, por eso Sandra no tiene grandes problemas qué resolver, salvo saber asumir el día a día de acuerdo con su naturaleza y necesidades. De ahí es que se desprende esa dinámica reposada y sin sobresaltos de este tipo de relatos, que son como un pedazo de vida. Pero no hay que caer en el reduccionismo de decir que “no pasa nada” allí, porque en la vida siempre está pasando algo, solo que se necesita la disposición y sensibilidad para identificarlo, y esta cineasta sin duda tiene esas cualidades.

Entonces en esta película es posible ver a su protagonista en un revelador viaje de autodescubrimiento y libertad, pero es revelador más para el espectador que para ella misma, quien parece tener claras las cosas desde hace mucho tiempo. Lo suyo es una autonomía que la mantiene libre y calmada, sin depender del universo masculino como tantas otras mujeres; pero no es que no le importen los hombres, pues sí los quiere en su vida, como al chofer, pero no la determinan. Y esto lo aprovecha su guionista y directora para desarrollar unas sólidas ideas sobre el cuerpo y el placer femeninos, los cuales casi siempre han sido negados por la mirada masculina cuando estos aspectos no están en función de los hombres, tanto de los que están en la escena como de sus creadores y de los espectadores.

Es así que cuando Sandra canta Tu muñeca, de Dulce, la letra de la canción tiene una connotación completamente distinta, por eso esa escena funciona como homenaje a Rodrigo D, pero también como ironía. Además, esa mirada femenina –que no feminista, hay que insistir– que propone esta película, cuyo principal recurso es su protagonista y su forma de asumir la cotidianidad, es complementada por el coro de mujeres con que ella interactúa, dando lugar a una desenfadada muestra de sororidad y a un intimismo femenino al que, para los hombres, tal vez solo es posible acceder por medio de relatos como este.

De otro lado, mencionaba antes la ciudad como protagonista. En esta película Medellín se ve, se recorre y se escucha. Para esto es fundamental el realismo cotidiano, pues su concepción del tiempo y de transitar el espacio permite la construcción de un mapa urbano y unas atmósferas sonoras de ciudad que solo es posible con relatos que, como este, no están “distraídos” con destacadas acciones o giros sorprendentes. Esta ciudad se experimenta de una forma más vivencial y orgánica con los recorridos de Sandra para llegar a su casa o cuando simplemente se fuma un cigarrillo en su terraza. Así se ve y se oye Medellín, con sus titilantes luces trepando las montañas y con el ritmo en distintos planos y de diferentes músicas siempre presentes en ciertos sectores y barrios. Y claro, la película es consecuente con esta musicalidad de la ciudad, por lo que muchas canciones, sobre todo de salsa, suenan y suenan a lo largo de la narración.

Así que se trata de una película que presenta unos aspectos que, si bien no son inéditos en el cine nacional, sí los avanza significativamente, como su forma de asumir el realismo cotidiano, la representación que hace de la mujer, la Medellín reconocible pero mapeada con muchas más capas y hasta la manera como usa la música. Por todo esto, se trata de una obra que dista mucho de parecer una ópera prima, porque resulta madura, compleja en su sencillez y expresiva en ese universo que construye.

Pedro Páramo, de Rodrigo Prieto

De los vivos y los muertos

Oswaldo Osorio

Otro pulso que pierde el cine con la literatura. Y no es que esta sea una mala película, pero ese el precio de meterse con ciertas obras únicas. “La novela presta, sencillamente, materia a la película, y lo único que la distingue de cualquier otro argumento, su calidad artística, eso no puede trasuntarlo a la versión cinematográfica”, dice Francisco Ayala. Por eso los best sellers son más fáciles de adaptar, porque su esencia es el argumento, no el estilo. El problema es que Juan Rulfo no solo tiene un estilo, sino un universo y una mirada que parecen solo adquirir sentido a través de las palabras.

“Después sintió que la cabeza se le clavaba en el vientre. Trató de separar el vientre de su cabeza; de hacer a un lado aquel vientre que le apretaba los ojos y le cortaba la respiración; pero cada vez se volcaba más como si se hundiera en la noche.” Así muere Susana en el libro, pero la película, lo único que puede hacer, es pedirle a la actriz que se doble sobre su regazo. Es una imagen muy triste, no por la muerte, sino por su pobreza frente al texto. Igual ocurre con ese largo y húmedo párrafo en que Rulfo describe cuando Pedro, de niño, está en el baño y acaba de escampar, pero la película lo despacha con tres groseros planos de goteras y gallinas.

Insisto en que no le estoy pidiendo fidelidad al cine frente a la literatura, porque incluso esta adaptación se muestra muy temerosa de apartarse del texto, sino que recalco sus límites, en especial ante ciertas obras, como esta, que es uno de los más espléndidos y fundacionales momentos de la literatura en habla hispana. Es el precio que se paga con ciertas obras, que esos límites nunca le permitirán brillar especialmente a la adaptación. Aun así, es importante que se hagan, porque seguramente esta versión de Netflix la dará a conocer a las nuevas generaciones y hasta la querrán leer.

Hecha esta larga aclaración, puede decirse que el conocido director de fotografía Rodrigo Prieto, en su debut como director, y teniendo en cuenta lo ya dicho, ha realizado una adaptación digna (ya se han hecho otras cuatro, algunas con menos fortuna). En general, ha conseguido ese equivalente integral del que hablaba André Bazin, esto es, que las sensaciones al leer la novela tengan su contraparte al ver la película. Claro, unas sensaciones son frente a la historia, los personajes, las emociones y las atmósferas, porque ya sabemos que se pierde el deleite poético literario, incluso cuando se calca un diálogo del libro (como bastante ocurre aquí), pues muchas veces hay frases que funcionan para ser leídas, pero no para ser pronunciadas por un actor. Un diálogo literario, en cine, rechina.

El caso es que Prieto nos cuenta con entereza y sin traición la historia de cuando Juan Preciado llega a Comala en busca de su padre, así como la historia de este, Pedro Páramo, un gamonal sin escrúpulos y mal amado. El relato de cine también es fiel al escrito (tanto como un montón de piedras) en su estructura narrativa discontinua, algo que bien pudo haber desatendido, pues si ya se había aligerado el asunto pasándola al cine, una narración lineal la habría agradecido el público general de Netflix.

De ahí que el código fundamental de la obra, que es esa movediza relación entre el mundo de los vivos y el de los muertos, sea más orgánica al leerla que al verla, pues la imagen aquí no hace casi nunca diferencia entre lo uno y lo otro. Aun así, cuando algún indicio o gesto visual anuncia el paso al mundo de los muertos, la sensación es potente y, generalmente, bien lograda. Entonces ahí es cuando mejor se activa y cumple su rol la puesta en escena, empezando por ese pueblo fantasma, polvoriento y descascarado, así como por la caracterización de los personajes, que permite identificar con facilidad en qué punto de la línea del tiempo se encuentra el relato.

Entonces aquí tenemos esta nueva versión de Pedro Páramo, que alcanza a sacar la cabeza, y hasta el torso, a la superficie de las buenas adaptaciones, esforzándose en que el temprano realismo mágico de Rulfo se vea sin esfuerzo, recreándonos con esmero a Comala y la Media Luna, poniéndole rostro a unos personajes que antes solo eran tinta y buscando ser fiel al texto de una forma casi irritante. Una película que bien se deja ver y que se suma a esa nueva “biblioteca” que ahora son las plataformas de streaming.

No Other Land, de Hamdan Ballal, Yuval Abraham, Basel Adra, Rachel Szor

La resistencia debe ser paciente

Oswaldo Osorio

Esta es una película necesaria, pero no única, ni tampoco la mejor sobre la violencia y desplazamiento forzado contra el pueblo palestino, no solo en la franja de Gaza, sino en todo el territorio del que eran dueños antes de 1947. Hay muchas películas que hablan al respecto, sobre todo documentales, y se han realizado con mayor frecuencia en los últimos veinte años, desde que las cámaras digitales y los celulares han sido más asequibles. Entre ellas se pueden destacar 5 cámaras rotas (Emad Burnat, Guy Davidi, 2012), por la contundencia de su premisa y el proceso del que da cuenta, o también Israel Palestine on Swedish Television 1958–1989 (Göran Olsson, 2025), un compendio de archivo que revela los pormenores y la longevidad del conflicto.

La diferencia con No Other Land es que ganó el premio Oscar a mejor documental en 2025, lo que significó una mayor promoción y exposición mediática, incluso la posibilidad de que llegara a carteleras como la nuestra, cosa que no había pasado con todas las demás. También la noticia del posterior arresto de uno de sus directores (uno palestino, por supuesto), contribuyó a visibilizar más la película. Lo triste, o mejor dicho, lo aterrador, es que esta exposición, en términos prácticos, no significa nada, porque el exterminio de la mano de hierro de los israelíes hacia los palestinos parece que nadie lo puede detener, ni sus amigos ni sus enemigos. Ya sabemos, con rabiosa y angustiante impotencia, que la justicia y la presión mundial funciona más para unos que para otros.

Este documental cuenta el seguimiento que el joven Basel Adra (el director arrestado) hace de los desalojos de palestinos por parte del ejército de Israel en pequeñas poblaciones de Cisjordania, incluyendo la suya. También habla de su resistencia, la de su padre y coterráneos ante estas prácticas sistemáticas para arrebatarles sus tierras y luego crear asentamientos judíos. Lo acompaña un periodista de Israel, lo cual podría ser una forma de equilibrar la mirada o legitimar el alegato de las víctimas, pero esto solo funciona parcialmente.

Y es que la presencia de Yuval Abraham (que también dirige) no da una especial perspectiva del lado judío, a pesar de que él se presenta como una suerte de simpatizante de la causa palestina y reprueba lo que hace su gobierno. Aun así, las conversaciones que ambos sostienen alcanzan a darle cierta hondura y sentido reflexivo al conflicto, en especial cuando el palestino pone en evidencia que realmente nadie, por más simpatizante que sea, alcanzará a dimensionar su situación, pues no es suficiente con desear el fin del conflicto (como los ridículos tiktokers que hacen bailes en pro de gaza), sino que es un asunto de resistencia, la cual que requiere de mucho dolor, tesón y paciencia.

Al igual que casi todos estos documentales sobre el tema, este no posee unas especiales virtudes en términos visuales, pues gran parte del material es ese registro hecho de manera aficionada y en el fragor del momento, ya sea de las protestas, los arrestos o los desalojos. Igual ocurre con el montaje, que tiene la eficiencia de lo funcional para dar cuenta de la historia, incluso todo esto es más cercano al reportaje periodístico que al documental cinematográfico. Aun así, la relevancia y actualidad del tema le da el peso suficiente para ser una película de resistencia, que no se quiere quedar callada y que, aunque su grito parezca sordo, sigue siendo esa película necesaria de la que hablaba al principio.

Mudos testigos, de Luis Ospina y Jerónimo Atehortúa

De melodramas y falsas ficciones

Oswaldo Osorio

Esta es la película definitiva del cine silente colombiano, un periodo definido por la precariedad y la escasez cinematográficas, pues se produjeron menos de veinte largometrajes, la mayoría de los cuales sobreviven solo parcialmente en sus metrajes. Y es con muchos de estos que se arma esta historia, que no es la de ninguno de ellos, pero que bien pudo condensarlos y representarlos en un ingenioso y creativo ejercicio de apropiación y construcción de una nueva ficción. Ver esta película es ver todas aquellas y, además, conectarlas con el presente.

El “cinema mentiré” del que siempre hablaba Luis Ospina mantiene su vigencia en este “melodrama en tres actos”, aun luego de su muerte (2019). Venía de vieja data la vocación del director de Un tigre de papel por crear a partir de material de archivo, así como su interés por el cine silente nacional. Por eso no sorprende su obra póstuma, la cual solo ha sido posible gracias a la complicidad y labores de quien iba a ser su productor, pero que terminó siendo co-director, luego del “soplo de vida” final del veterano cineasta. Entonces esta resulta ser la última película del uno y la primera del otro, como aludiendo a ese eterno uróboro del ciclo vital.

En los tres actos propuestos por esta “falsa ficción” se cuenta la historia de Alicia y Efraín, un amor imposible con un inescrupuloso y posesivo antagonista de por medio. Las dos primeras partes están sintonizadas con el tono de melodrama propio del cine silente nacional, en el que este género dramatúrgico y el amor, cruzado por adversidades, siempre fueron sus principales componentes. Con la imaginativa vocación ficcional de quienes, además, conocían cada imagen del cine de aquel periodo, sus directores concibieron un argumento y narrativa que borró las fronteras y diferencias entre los trozos de un filme y otro, resultando una historia orgánica, coherente y con gran sentido dramático.

Pero al finalizar el segundo acto… una sacudida visual y sonora. Entonces ya no es cine colombiano de hace cien años, sino la misma práctica de apropiación de imágenes de archivo, pero con un gesto moderno, de cuño experimental, donde la narrativa de ficción cede su lugar a la distorsión, el pastiche, la abstracción, el ruido en imagen y sonido, la superposición, la repetición y el extrañamiento. Siguen siendo las mismas imágenes, pero hablando otro lenguaje, menos explícito, pero igual de legible, aunque con diversas posibles lecturas, de las cuales solo una es clara: esta no es una película de los años veinte del veinte, como muchos podrían confundirla, sino un filme muy contemporáneo, el cual, además, eventualmente hace comentarios y guiños a la Colombia actual.

El tercer acto está escrito a manera de diario, otro indicio de modernidad que complementa la narrativa clásica con la que empezó, lo que lo hace un filme posmoderno. En este diario se hace más evidente la reconstrucción de la historia, con unos giros y suturas menos invisibles, lo cual es premeditado, porque el tono narrativo empieza a tener componentes reflexivos y asociativos con las particularidades del contexto del relato. También el melodrama se repliega en favor de la aventura desventurada y fatalista, para dar fin a esta épica del desamor “no con una explosión sino con un sollozo”, como diría el poeta.

Así que estamos ante un sofisticado producto cinematográfico que parte de las imágenes y la mentalidad de la Colombia de hace un siglo y, al tiempo que crea memoria, recrea un relato lleno de comentarios al margen. Una película de cinéfilos que necesariamente será leída al menos de dos distintas formas: la de los cinéfilos mismos, que pueden leer el código oculto de esas imágenes conocidas y los gestos narrativos de entonces, pero actualizados; y un público más desprevenido, que se encontrará con una fascinante historia de amor y un tipo de relato que parece de antaño pero que no lo es.

Es cine resucitado y que toma el cuerpo de un Frankestein de celuloide, que es mudo, pero no silencioso, porque esas imágenes están potenciadas con una música y efectos sonoros que impresionan por su profesionalismo y precisión cinestésica. Es cine del pasado y del futuro, porque es una de esas películas que, sin duda, sobrevivirá en el tiempo.

Morichales, de Chris Gude

Vidas de oropel

Oswaldo Osorio

Las personas que viven en función de perseguir la riqueza suelen empobrecerse en su humanidad. Los buscadores de oro podrían verse como el arquetipo de los que persiguen tesoros. No obstante, en el contexto del tercer mundo, se da la paradoja, debido a su sistema de explotación, de que esos buscadores son los que menos réditos obtienen, quedándose, casi siempre, sin riqueza ni humanidad.

Esta es una película colombiana (producida por Moutokino), dirigida por un estadounidense y rodada en la Guyana venezolana. Rara mezcla, pero así son las películas de Chris Gude, que con esta película completa la trilogía sobre el tráfico ilegal de ciertas mercancías, que inicia con el microtráfico en Medellín en Mambo Cool (2013), luego con el de la gasolina y el whisky en Mariana (2017) y ahora con el oro y su explotación ilegal y sin control. El de Chris Gude es un cine de frontera, en sus temas y narrativas, pues suele ubicarse en universos liminales o difusos en sus reglas, así como en el juego entre la ficción y el documental, entre el performance, el ensayo y el experimental.

En esa urgencia que tenemos los críticos de clasificar y nombrar, Morichales (2025), por su recursividad retórica y visual, sería más preciso definirlo como un ensayo fílmico, porque hay ficción, con ese hipotético explorador que describe y guía la explotación del oro, que se encuentra bajo las palmeras de moriche; así como documenta el proceso y el contexto de su comercialización; además, apela a ilustraciones que enriquecen y comentan el relato, incluso lo llevan a una abstracción, en especial cuando se asocia con la sugerente música; y todo esto a partir de una voz en off, que no solo está narrando el funcionamiento de este universo, sino que lo hace desde una poética propia y lo cuestiona con preguntas que van más allá de sus circunstancias y trascienden hacia la misma condición humana.

Si bien la explotación del oro es el tema central, el territorio es la preocupación de fondo. No solo porque “nada se retorna a la tierra”, sino porque el relato y la cámara (con su bella textura en 16mm.) lo recorren con meticulosidad y recelo, tratando de entender sus dinámicas sociales y medio ambientales, testimoniando cómo ese territorio es lacerado por la presión del agua de las mangueras, reconfigurando su geografía: desapareciendo bosques, desviando ríos y creando grandes extensiones de lodazales. Los hombres solo piensan en ese esquivo y escaso polvo producto de una explosión estelar. Por eso vive al día, recibiendo las migajas de los dueños de los medios de producción, quienes, a su vez, reciben lo mismo del mercado internacional.

Ahí es donde se pierde la humanidad, cuando el hombre solo se preocupa de sí mismo y de la vacua ganancia del día, olvidándose de la sociedad, al menos de una mejor, así como de la naturaleza, esa que le está dando todo, por poco que para él signifique. Por eso el relato cuestiona esas prácticas extractivas que ponen en entredicho la racionalidad de las personas en su relación con la tierra.

Así que lo que propone Chris Gude es una reflexión en clave ambiental, ficcional y poética sobre un territorio, tan rico en recursos como en problemas y contradicciones. Todo esto en función de una experiencia visual, sonora e inmersiva en una tierra herida, en su exuberancia, su color local y las pulsiones extractivistas del ser humano.

 

Mi bestia, de Camila Beltrán

Mila y el maligno

Oswaldo Osorio

El cine fantástico es escaso en Colombia. Para referenciarlo, casi siempre, hay que recurrir al gótico tropical de Caliwood. Más escaso todavía es el fantástico bogotano, aunque lo de gótico le pegaría mejor, sin duda. Por eso es que Jeferson Cardoza, director del cortometraje Paloquemao (2022), ya está hablando es de gótico popular. Sin ser tan popular como una plaza de mercado, el fantástico de Camila Beltrán se ubica en el sur de Bogotá, y allí construye un relato misterioso y sugerente, con una tensión latente creada con diversidad de recursos y una propuesta estética que también aboca al extrañamiento.

Mila es una joven de 13 años que vive la histeria de la ciudad por una supuesta venida del maligno, anunciado por una luna roja que se avecina. El asunto es que este ambiente enrarecido, además de la desaparición de algunas niñas del sector, se suma al momento coyuntural que su vida y su cuerpo están experimentando. Y esta es la principal virtud de la película, su capacidad para, a partir de diversos indicios, gestos y elementos, crear una turbadora sincronía entre ella y los universos social y familiar, que parecen desmoronarse ante la espera de lo peor.

Un elemento con mucha fuerza en todo el relato, y que potencia el conflicto, es la presencia del novio de la madre de Mila. Una temprana escena al interior de un carro, que resulta tan bien lograda como inquietante, plantea un importante leitmotiv en el relato y en las emociones de la joven. Y es que los encuentros y desencuentros con él son repetidos y aguzan la permanente tensión de la protagonista. Con esto se crea una inteligente ambigüedad entre el miedo real a un depredador sexual (que estadísticamente siempre se inclina hacia la pareja de la madre) y la misteriosa bestia anunciada en el título.

Y esa tensión de ella es creada por el cruce de variables que el relato va suministrando, casi siempre de manera inteligente, aunque también con algunos esquematismos, como las clases de las monjas, por ejemplo. Entre esas variables, lo primero, es la forma en que ella, a veces, confronta lo que siente con la realidad que la circunda, pero otras veces, lo confunde. Esta realidad pasa por una madre ausente, lo cual le permite esa errancia por el barrio y por lo que nunca tiene más guía que las supercherías de la gente y de su cuidadora. En ese terreno, las inseguridades y sugestiones cosechan sus miedos, pero también el maligno o la luna o su nueva y secreta fuerza de mujer le dan certezas y un mudo y misterioso poder, mientras uno en la butaca está a la espera del estallido o de la catástrofe o de lo que sea que sabe que seguramente pasará.

Otras variables son la coincidencia con la primera menstruación y con su primer beso, la conexión con los animales, esos estados de éxtasis en que cae cuando entra al bosque, las niñas desaparecidas, aquello indefinible que le sale de la piel y, en fin, todo un conjunto de elementos que están constantemente sembrando las inquietudes en el espectador y su siempre alerta capacidad para la anticipación, aunque uno no termina por decidirse si está viendo un thriller, cine de horror o en general solo fantástico, no importa cuán avanzada esté la narración.

La sensación de desequilibrio y extrañamiento del relato viene acompasada por una concepción visual y sonora diferentes a las del género (cualquiera que sea), incluso inédita en el cine colombiano. Con una banda sonora muy sensorial que, sin ser efectista, resulta siendo inmersiva hacia un mundo de espeso sonido ambiente y cargado de detalles; mientras que la imagen juega, primero, con el archivo –real o impostado– que nos transporta a la década del noventa, y sobre todo, con unas texturas, deformaciones y una inestabilidad que, incluso, llega a afectar físicamente a los ojos. El caso es que fueron unas decisiones estéticas arriesgadas, pero tan afortunadas como ingeniosas.

Y hasta que llega el grand finale, y sí, hay caos, bestias feroces, confusión, luna roja y transformaciones… Aunque, lamentablemente, sin la intensidad a la que nos había preparado todo el relato. Sí es un buen final, lógico, redondo y con una fuerza mayor en lo poético que en su materialización visual, pero tal vez no termina habiendo algún sentido más hondo que pudiera ir más allá del juego con el género. Aun así, la experiencia de ver esta película, no solo vale la pena, sino que resulta muy estimulante.

Memento mori, de Fernando López Cardona

Un país poblado de ánimas

Oswaldo Osorio

Si los asesinados y desaparecidos de la violencia colombiana pudieran verse, el territorio estaría poblado de ánimas en pena con las que nos toparíamos constantemente. Esta película comienza (de nuevo) como ese “río de las tumbas” en que se ha convertido el país y que es, sin duda, uno de los motivos constantes del cine nacional. Primero, registra otro más de esos muertos que han bajado por uno de nuestros ríos, y luego, emprende un viaje espectral a contar su historia (y a encontrar su cabeza), en un relato que apela a la memoria y que da cuenta de esas prácticas y creencias que tiene la gente para lidiar con la muerte.

Hay muchos relatos que se han referido a los muertos que bajan por el río Magdalena y que son recogidos y “adoptados” en Puerto Berrio, baste mencionar el más completo de todos, el documental Requiem NN, de Juan Manuel Echavarría (2013). Tanto esa adopción como los relatos, son necesarios para recordar a esos muertos y esa normalizada práctica desprendida de la violencia que vive esta población, porque, como decía Hannah Arendt, la memoria da profundidad a la existencia. Por eso la gente los adopta, les pone nombre y les reza (ya sea para reemplazar a uno de sus desaparecidos o porque los creen milagrosos)*, y por eso son necesarias películas como esta.

A la historia del decapitado se le suma la de una enfermera que tiene a su marido desaparecido y la de un peculiar hombre al que le dicen el Animero, pues tiene una conexión especial con las almas errantes y en pena que circulan por ese territorio. La búsqueda de la cabeza del decapitado es el hilo conductor de un relato que se adentra en lo más oscuro y tétrico de la violencia colombiana, es la excusa para conocer la atmósfera que reina en esas zonas dominadas por el miedo y la muerte, así como para ver los fantasmas cargados de remordimientos y recorrer un mundo donde no existe el estado ni la justicia.

En un sincretismo entre espiritualidad católica y superchería popular, la gente de Puerto Berrío mantiene una conexión con los muertos, los suyos y los ajenos. El Animero es el epítome de esas prácticas y creencias, también es el conducto para comunicar los dos mundos. Estar vivo y muerto al tiempo en el relato es un recurso que contribuye a ese estado liminal en que se mueve toda la historia, y así, tanto el protagonista como la narración, transitan fluidamente entre ese plano dominado por el temor y el pesar, el de los vivos; y el sentenciado a la penitencia y el olvido, el de los muertos. De ahí que toda la película mantenga un tono opresivo y afligido, donde los vivos parecen condenados a cumplir unos compromisos con la muerte. Y aunque esta situación se haga más evidente en esta población, lo cierto es que se aplica a todo el país, donde las violencias han estado dispersas por todo el territorio y los ríos irrigan cada rincón como potenciales vertederos de muerte.

Para sostener este tono y en consecuencia con su historia, la película propone una cuidada fotografía, atenta en sus encuadres y composición a los contrastes de ese amplio y soleado paisaje, lleno de vida natural, pero también de personajes pesarosos. Y en las noches, aprovecha la fotogenia de la luz de las velas, siempre asociadas a las plegarias y los muertos, para crear unas atmósferas de lúgubre belleza. Porque esta película la definen esos opuestos, que empiezan por la dicotomía entre vida y muerte, determinante en la existencia, pero que un país como este se presenta con una nefasta variación de violencia, injusticia y olvido.

 

* Desde 2021, la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD), a pedido de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), emprendió una labor de identificación y recuperación de cuerpos víctimas del conflicto que se encontraban en el cementerio La Dolorosa de Puerto Berrío.

Monster, de Hirokazu Koreeda

Aproximaciones a la verdad

Oswaldo Osorio

La verdad es un determinante en la forma de percibir el mundo y para tomar decisiones. El problema es que la verdad puede ser un conocimiento inacabado, una verdad relativa o apenas una versión que compite con otras verdades. Los personajes, la historia y hasta la misma estructura narrativa de esta película están definidos por la pregunta sobre qué es o cuál es la verdad. Con esta premisa como punto de partida, Koreeda de nuevo propone una reflexión sobre las relaciones humanas y la sociedad contemporánea, esta vez a partir de un relato que juega con la intriga y la manipulación de la información.

Y no es que el más destacado director japonés de este siglo (Nuestra hermana pequeña, De tal padre tal hijo, Un asunto de familia) haya hecho un thriller, aunque algo tiene de eso, pero lo que al final se impone es el drama familiar y social en el que se ven envueltos una madre, su hijo y un maestro. Todo empieza con una agresión del maestro al niño, pero ahí es donde inicia también la engañosa percepción de lo que es la verdad y el juego del relato por mirar desde distintos puntos de vista y develarnos verdades relativas de lo que podría ser la verdad absoluta (y este texto va a hacer lo propio, esto para quienes no hayan visto la película).

Usado desde Orson Welles y Kurosawa, el recurso de contar una situación desde distintos puntos de vista no se agota, aunque a veces resulta agotador ver una y otra vez la que parece ser la misma historia, pero con variaciones que la hacen más compleja, que la enriquecen y hasta sorprenden. En este relato el recurso cumple su cometido, aunque con una eficacia apenas funcional, como para desarrollar esa idea de la relatividad de la verdad. Es así como vemos la versión de la madre, del maestro, los niños y un poco de la directora de la escuela. A veces resulta algo torpe con el montaje, así como ciertos énfasis con algunos momentos o detalles (el encendedor, por ejemplo, o sembrar el burdo estereotipo de un mal padre).

Pero lo importante es que se cumple el objetivo principal, que es crear ese relato siempre en tensión entre los personajes y la fuerte incertidumbre sobre lo que verdaderamente sucedió y sobre lo que motiva u ocultan todos, especialmente los niños. El resultado es que, si bien como relato global su ejecución no es muy pulida, cuando nos detenemos en cada personaje, su comportamiento, sus miedos y reacciones, la película, como ya nos tiene acostumbrados este director, está llena de sutileza y sensibilidad. El contraste entre la forma como ven a cada personaje y como realmente son, potencia la historia y su premisa, por lo que impele a reflexionar sobre aquella vieja aliteración de “Nadie sabe lo de nadie”.

Siempre ver una película oriental maravilla por esa dicotomía entre todo lo que nos parecemos en unas cosas y lo distintos que somos en otras, lo cual puede corresponder a la división entre naturaleza humana y cultura. Esta dicotomía se hace más evidente y valiosa con autores como Hirokazu Koreeda, quien sabe muy bien cómo describir la esencia de esa condición humana, haciendo que sus historias sean universales, pero de igual forma ofreciendo un preciso retrato de su país en la actualidad, por lo cual también son relatos muy particulares.

María Callas, de Pablo Larraín

Los últimos días de una diva

Oswaldo Osorio

Y Pablo Larraín lo hizo de nuevo: El biopic de una prima donna que se sale de las convenciones de las biografías cinematográficas y que se esmera en trascender hasta su esencia, como diva y como mujer, sin importarle mucho la sucesión de acontecimientos destacados de su vida. Bueno, las otras dos no pertenecían a la ópera, pero sí fueron primeras damas: Jacqueline Kennedy en Jackie (2016) y Lady D en Spencer (2021), cerrando así su trilogía de mujeres icónicas del siglo XX.

Sorprende cómo el mismo director que realizó tan ásperas películas sobre la dictadura de su país (Tony Manero, Post Mortem, El Conde), tenga no solo el interés sino también la sensibilidad para abordar estos personajes y su mundo interior. Porque eso es lo que hace Larraín, tratar de comprender íntimamente a estas mujeres en sus circunstancias y en retrospectiva. Si bien con María Callas no estaba el peso de la política y del poder rodeándola y acosándola, había otros tipos de fuerzas que la atraían, la repelían o la condicionaban.

La principal fuerza, sin duda, era el público y lo que de ella se esperaba. O al menos eso es lo que decide enfatizar el relato del cineasta chileno, para lo cual usa como principal recurso abordar al personaje en su última semana de vida, y solo dando esporádicas miradas a algunos episodios de su historia, empezando por unos apoteósicos minutos iniciales en los que deja clara la magnitud del talento de la Callas, de su regia presencia en los fastuosos escenarios y hasta de la entrega con que Angelina Jolie la iba a interpretar en el resto del metraje.

El retrato que de la diva propone la película en esos últimos días es casi el de un ser muerto sin haber muerto. Así que elegante espectro de esta mujer deambula por la pantalla y por las calles de París sin más aliciente que el de esperar su fin. Por eso abandona su propio cuerpo, sin más alimento que los barbitúricos y repeliendo cualquier cuidado médico. Porque María hacía mucho había dejaado de existir, cuando su magnífica voz la convirtió en La Callas: “No existe vida fuera del escenario”, decía. De manera que sin voz no hay Callas. El relato insiste en esta pérdida y en sus consecuencias, haciendo de este sombrío estado de ánimo el tono general de la película. Todo esto la convierte en una historia sobre la muerte y la agonía, más en lo espiritual que en lo vital.

Pareciera también que es una historia sobre el delirio, pero es preferible ver sus largas conversaciones imaginarias con el joven periodista como un recurso narrativo, no tanto como un desequilibrio del personaje. Este recurso le permitió a Larraín y a su guionista, Steven Knight, profundizar –y también especular, por qué no– en las honduras emocionales de esta mujer y en su relación con su arte y con el mundo, destacándose especialmente en esta parte (aunque igual cubre toda la película) el ingenio y la agudeza de los diálogos, sobre todo en la manera como ella define las cosas de la vida y como lidia con las demás personas. Hay que añadir que ese falso delirio también le permitió al cineasta, desde la puesta en escena, crear esas bellas y enérgicas representaciones operáticas en las plazas y espacios públicos de París.

No es posible conocer cabalmente a una persona con una película, eso lo sabemos desde El ciudadano Kane, pero para un biopic, sin duda puede haber un mayor acercamiento con el “sistema Larraín”, el cual prefiere concentrarse en un periodo crucial o significativo del personaje y, desde allí, proyectar su vida y su espíritu. En consecuencia, me gustó conocer así a María Callas, a pesar de lo apesadumbrado del punto de vista elegido y de atestiguar los estertores de su sagrada voz. Porque su fama y sus momentos de éxito están descritos en Wikipedia, pero para tener acceso a lo velado y a lo intangible, bueno es confiar en la labor que hacen autores como Pablo Larraín.