No miren arriba, de Adam McKay

Qué risa el fin del mundo

Oswaldo Osorio

nomiren2

El mundo no se va a acabar con una explosión sino con un sollozo, decía T.S. Elliot, pero en este filme las dos opciones son válidas y podría decirse que, justamente, su premisa es dar cuenta de ambas formas de ver la vida, o en palabras de la película, están los que miran arriba y los que no miran. Esto la hace una película de rangos amplios en sus recursos y argumentos, también de contrastes, empezando por los tonos a los que apela: drama, comedia, sátira, farsa, película de denuncia, en fin. Incluso es de esas cintas que se aman o se odian.

No miren arriba (Don’t Look Up, 2021) es la tercera película “seria” de Adam McKay, guionista y director de comedias asociado a Will Ferrell desde sus tiempos se Saturday Night Live y con otros largometrajes de acción y humor hechos en compañía de este actor. Pero con La gran apuesta (2015), Vicepresidente (2018) y esta nueva pieza, se ha decantado por abordar grandes temas de la sociedad estadounidense para exponerlos y comentarlos de una singular manera, combinando esos tonos mencionados antes. En la primera, denuncia las causas de la crisis económica del 2008; en la segunda, pone en evidencia el poder tras el poder que había en la administración de G.W. Bush; y ahora, hace lo propio con la política, las corporaciones, los medios y la sociedad del Tik Tok.

Se trata de la historia de un par de científicos que descubren que un cometa acabará con la tierra en menos de siete meses. Se lo hacen saber inmediatamente a la presidente de Estados Unidos y a los medios, pero, sorprendentemente, no les hacen caso y, luego, tanto políticos como empresarios y medios aprovechan la situación para redituarla en intereses privados. La sátira contra estas entidades, entonces, puede resultar demoledora, no obstante, igual que les ocurre a los científicos con su descubrimiento, por la forma en que la película dice sus verdades, puede también tener problemas de credibilidad y eficacia con cierta parte del público.

El primer problema es todo lo que se alarga. La premisa queda clara desde muy temprano y el desarrollo del debate sobre si se va acabar el mundo o no y cómo lidiar con ello se estira más de la cuenta. Pero bueno, ya asumiendo esas dos horas y media, la clave está en disfrutar de la cantidad de elementos, temas, tonos, recursos, personajes y matices que propone la película, pero solo hay que mencionar los principales: El oportunismo y corrupción de los políticos, el poder y la voracidad de las corporaciones (en especial las tecnológicas), la frivolidad y artificialidad de los medios, y la ignorancia rampante de la sociedad de masas y su vulnerabilidad ante las manipulaciones de los tres actores anteriores.

El de McKay es un cine (este último) que no se inhibe de ser y posar de inteligente e ingenioso. Como sea, logra su objetivo con eficacia, esto es, a partir de una excusa argumental, abordar temas serios y polémicos de la vida estadounidense, para dinamitarlos y exponerlos con gran variedad de recursos, no importa si tiene que apelar al drama, la comedia, el absurdo o el obvio discurso expositivo. El caso es que no se sale indemne de las películas de este señor, ya sea para bien o para mal.

Una película de policías, de Alonso Ruizpalacios

Las mentiras de la verdad

Oswaldo Osorio

peliculadepolicias

Aunque en la gran industria mediática y de entretenimiento el documental y la ficción se mantienen claramente diferenciados, cuando se trata del cine de autor, sus límites no solo se confunden o se borran, sino que desatenderlos se está convirtiendo en una fuerte tendencia, pues permite probar a una serie de recursos narrativos y dramáticos que terminan enriqueciendo los relatos y le dan una mayor contundencia a esa “verdad” que, en últimas, toda película busca transmitir, ya sea un documental o una ficción.

Al director mexicano Alonso Ruizpalacios ya se le conocía su talante de contar historias relacionadas con la realidad por sus dos primeras películas: Güeros (2014) y Museo (2018). Pero en esta Película de Netflix no basa su relato en contexto real, como en la primera, o apela a un conocido hecho de su país, como en la segunda, sino que directamente se sitúa en la realidad de la que quiere dar cuenta y que anuncia sin ambigüedades en su título.

Y a partir de aquí, es necesario develar un giro inesperado de la película: esa pareja de policías que sigue la narración tan concienzudamente durante una hora, al cabo de este tiempo revela que son actores… pero que, efectivamente, llegaron a ser policías, iniciando desde la academia y todo. Entonces el tono y el código del relato dan un vuelco ante la momentánea desorientación del espectador, por lo que empiezan a surgir preguntas: ¿Es documental o ficción? ¿Es un falso documental? ¿Tal vez sea periodismo Gonzo? ¿Hay que creerle a Mónica del Carmen y Raúl Briones, los actores, o a Teresa y Montoya, los policías?

Posiblemente algunos espectadores se sientan engañados, otros no sepan qué creer de lo que han visto, pero lo más probable es que, quien tenga paciencia con el resto del relato, se dé cuenta de que lo importante no es tanto la peripecia narrativa utilizada (eso solo interesa a los cinéfilos), sino ese universo que la película, a través de sus personajes, logra construir con riqueza de detalles, información verosímil y hasta momentos de gran fuerza dramática.

Y aunque este texto, que ya casi termina, se ha centrado es en esa peripecia narrativa que ingeniosamente sabe combinar documental y ficción, lo cierto es que la película de principio a fin habla de lo que es ser policía en México, desde la naturaleza misma de los oficiales, pasando por la consabida y enconada corrupción, hasta los grandes problemas estructurales que tiene la sociedad mexicana y que se reflejan y revelan en el funcionamiento de esta institución y en el día a día de estos agentes que recorren el país.

Y aunque el texto se ocupó más que de la forma que del fondo, esto debe ser porque muchas de las realidades de que da cuenta la película ya, en mayor o menor medida, son familiares para el público, pero la forma de dar cuenta de ello resulta, no solo novedosa, sino que, por contar con los recursos combinados de la ficción y el documental, es posible que resulte más contundente y elocuente.

La Crónica Francesa, de Wes Anderson

la-cronica-francea-de-wes-anderson

Alejandra Uribe Fernández

Hoy en día, no es descabellado afirmar que Wes Anderson es uno de los cineastas –por lo menos entre los autores activos– con los estilos visuales más reconocibles del mundo. La composición de sus planos, sus paletas de colores, la dirección de arte meticulosamente planeada y la puesta en escena de sus filmes han hecho que el estilo de Anderson haya sido y continúe siendo discutido, analizado, elogiado y hasta parodiado. “La Crónica Francesa” (The French Dispatch, 2021), última propuesta del director estadounidense, no es una excepción en esta muestra fílmica con identidad tan particular. Y es que gracias a, en buena parte, su estructura narrativa, se podría decir que “La Crónica Francesa” es el filme más wesandersoniano de Anderson.

Así pues, hablamos de una película que emula el último número de una revista de sociedad, política y cultura, por lo que tres de sus artículos son representados en lenguaje audiovisual como viñetas, todas unidas por el espíritu de la revista y su director, Arthur Howitzer Jr (interpretado por Bill Murray). “La Crónica Francesa”, tanto la revista como el filme, son, indudablemente, un conjunto de representaciones de la cultura francesa de posguerra hechas a través de los ojos de un estadounidense: a veces en clave de homenaje y admiración; otras veces, en clave de observaciones audaces y jocosas sobre algunos de los clichés galos que han cruzado por varios siglos el Atlántico para llegar al imaginario colectivo norteamericano.

Los periodistas que han escrito los artículos participan de las respectivas viñetas de diferentes formas: como narradores/expositores, en el caso de J.K.L. Berensen (Tilda Swinton); como espectadores con una participación tangencial en el desarrollo de los hechos, como sucede con el periodista culinario Roebuck Wright (Jeffrey Wright) o incluso, como figuras centrales de los eventos descritos, como Lucinda Krementz (Frances McDormand). La naturaleza diversa de estos personajes permite ver de manera clara cómo la película se presenta a sí misma como una carta de amor al periodismo, pero en particular, al representado por la icónica revista semanal The New Yorker, que, a lo largo de su historia, se ha interesado menos en la noticia rápida y más en el comentario a profundidad, el vis-à-vis entre escritor y sujeto, y la experiencia cercana y contada con detalle.

La idea de ser una revista fílmica es ingeniosa y todos los detalles que esto conlleva –como los cambios constantes de blanco y negro a color como una forma de representar las diferentes pagínas de una revista y los múltiples tableaux vivants que emulan fotografías de los hechos narrados– son realizados con todo el cuidado estético que ha de esperarse de Anderson. El hecho de que se trate de cuatro viñetas diferentes invita a crear pequeños mundos visuales llenos de detalles para cada una de ellas, los cuales, a su vez, están llenos de referencias concienzudas a figuras clave del cine francés como Jean-Luc Godard, Jean Vigo, François Truffaut, Jacques Tati, Henri-Georges Clouzot, Julien Duvivier y Jacques Becker. Lo anterior es una de las varias razones para afirmar que “La Crónica Francesa” es, tal vez, la cumbre de la trayectoria estilística del director. Sin embargo, el formato de viñetas dificulta la profundización en los personajes, una verdadera conexión emocional y la creación de una experiencia que trascienda el mero goce estético.

Si bien los grandes despliegues visuales, como ya se ha advertido, no son nuevos para Anderson, otros de sus filmes han contado con historias más robustas, que permiten un fuerte sentido de inmersión e identificación por parte del espectador, como es el caso (sólo por mencionar unas pocas) de ”Los excéntricos Tenenbaum”, “Un reino bajo la luna” o “El Gran Hotel Budapest”. Por el contrario, “La Crónica Francesa” cuenta con tantas variaciones, cambios narrativos y personajes, que es fácil perder el hilo y sentirse abrumado por detalles, información o puntos de quiebre en las múltiples tramas. En cierto punto, incluso, la película se torna en un desfile de grandes actores –muchos reconocidos por trabajos anteriores con Anderson– que aparecen fugazmente por pocas escenas para nunca más volver y sólo dejar con su partida la pregunta sobre la razón de ser de los personajes que representaron.

Realmente es un despropósito condenar el interés que un autor puede llegar a tener por el aspecto estético, por los elementos visuales, las manifestaciones sonoras, el diseño de producción y otros elementos de gran impacto. Después de todo, y como ya se mencionó, Wes Anderson ha ganado su puesto en el universo cinematográfico mundial gracias a su preocupación por la forma, pero en cierto punto, y en particular al ver “La Crónica Francesa”, puede ser inevitable preguntarse por el equilibrio entre el interés en los formalismos y el fondo.

Y es que, en varios momentos, este magnífico despliegue estético opaca los eventos reales de la historia francesa que inspiraron a la película. Las alusiones al Mayo del 68 o el ascenso y particularidades del arte moderno y el mercado de las artes visuales pudieran tener un mayor protagonismo y su representación podría cargar más fuerza, más allá de depender de la forma por la forma.

Por otro lado, el firme compromiso de construir a “La Crónica Francesa” como una revista audiovisual conlleva a veces un discurso pesado, diálogos largos, literarios con uso de palabras floridas y de escasa aparición en el lenguaje oral. Esto se ve plasmado de manera literal en la viñeta protagonizada por Jeffrey Wright, en la cual su personaje pronuncia de memoria todas y cada una de las palabras que componen el artículo que escribió varios años atrás.

Al finalizar la proyección y mientras aparecen varias portadas de “La Crónica Francesa” que emulan grandes hits de The New Yorker, surgen varios interrogantes, todos los cuales pueden ser resumidos en la intención de Anderson y las ideas dramáticas transmitidas por toda su puesta en escena. ¿Anderson se ve ahogado por sus propios formalismos? O, como entendemos con la máxima enunciada por Howitzer Jr. en varios puntos del filme –“sólo intenta que suene como si lo hubieras escrito así a propósito”–, ¿es “La Crónica Francesa” un torbellino salvaje de referencias, detalles, formas, técnicas, palabras y actores porque sólo así puede y debe ser?

 

Amor rebelde, de Alejandro Bernal

Una nueva vida en un obtuso país

Oswaldo Osorio

amorrebelde

El amor siempre está poniendo pruebas, pero unas son las de tiempos de guerra y otras las de tiempos de paz. A Cristian y Yimarly, una pareja de desmovilizados de las FARC, le ha tocado vivir y superar las unas y las otras. Esta película da cuenta de ello, y lo hace con cierto sentido dramático, como deberían contarse la mayoría de las historias de amor.

Este documental llega a sumarse a muchos otros que se han hecho sobre el conflicto y el posconflicto en Colombia y que no habrían sido posibles de no ser por la firma del acuerdo de paz con las FARC en noviembre de 2016: La mujer de los siete nombres (Daniela Castro y Nicolás Ordóñez, 2018), La niebla de la paz (Joel Stangle, 2020) y Del otro lado (Iván Guarnizo, 2021), son solo algunas y por solo mencionar los más elocuentes; estos son documentales que, junto con el de Bernal, hacen evidente la inhumanidad del conflicto colombiano, las esperanzas depositadas en la desmovilización y las dificultades de una paz que han querido hacer trizas.

Porque cuando películas como estas revelan el contraste entre la paz y la guerra en unas zonas y unas personas que antes no habían conocido otra cosa distinta al conflicto, resulta mucho más absurdo e indignante que haya quienes estén en contra de los diálogos, que no son solo los políticos de derecha, sino todos esos ciudadanos, la mayoría citadinos que nunca tuvieron contacto con la guerra, que votaron en contra del tratado en ese infausto referendo.

Entonces, ver vidas reconstruidas como las de esta pareja, dan una esperanza de que las condiciones de este país pueden mejorar. Porque ese viaje que hacen ellos y su relación durante este relato, no es otra cosa que la materialización de una oportunidad que antes no tenían y que se las dio el tratado. De ahí que lo que más sorprende de este documental es su capacidad para retratar, en cuatro años que duró su rodaje, la transformación de Cristian y Yimarly. Ambos, peros sobre todo ella, empezaron siendo unos jóvenes vivaces e ingenuos en relación con ese mundo exterior (el de la paz), pasaron por el entusiasmo del nuevo hogar y de llevar su relación con mayor libertad, hasta terminar como una pareja de adultos conformando una familia y asumiendo nuevas responsabilidades.

Con algunos gestos propios del periodismo, en especial en las entrevistas iniciales en el campamento guerrillero, pero luego con la tozudez y paciencia que requiere todo documental que busca dar cuenta de un complejo proceso y de una historia de largo aliento, su director construye su relato jugando con la administración de la información y con los puntos de vista para enfatizar esos picos dramáticos connaturales a toda historia de amor y a este difícil camino de la reinserción a la sociedad civil.

La guerra, la paz, el amor y el país en que vivimos. Se me ocurren pocos conjuntos de temas tan atractivos como estos para que al público nacional le interese una película. Aun así, sabemos que hay muchos colombianos a los que no les interesa el cine nacional, y menos el documental, eso lo puedo entender, pero que tampoco les interese la paz del país, eso sigue desafiando mi razón y cualquier tipo de humanismo.

El hombre que vendió su piel, de Kaouther Ben Hania

La obra impredecible

Oswaldo Osorio

hombrepiel

Usar el propio cuerpo para crear una obra es uno de los asuntos más polémicos del arte contemporáneo, y no estoy hablando del body painting o del performance, que, en últimas, es arte efímero, sin consecuencias definitivas para el cuerpo; me refiero a artistas como Orlan, quien transforma su cuerpo con cirugías plásticas, o a Sterlac, quien lo interviene con diversos dispositivos. ¿Pero qué pasa cuando el cuerpo convertido en obra no es el del propio artista y se convierte en mercancía para el mundo del arte?

Esa es la premisa de esta película, la cual no es una descabellada ficción, sino que está inspirada en una obra de Win Delvoye, quien tatuó a un hombre y lo “vendió” a un coleccionista en 2008 (el hombre tiene el compromiso de posar una vez al año en una exposición). La directora tunecina Kaouther Ben Hania, la misma de La bella y los perros (2017), toma este episodio y a los cuestionamientos en la esfera artística le suma otros políticos y éticos, en tanto el tatuaje se le hace a un refugiado sirio y la imagen en cuestión es una visa Schengen (esa con la que se puede entrar libremente a Europa).

La primera discrepancia en esta situación es la diferencia que hay entre objeto y sujeto, pues con el primero se puede hacer cualquier cosa y con el segundo, por más que medie un contrato de propiedad, interviene la conciencia de este sujeto, su libre determinación, por no mencionar su conducta y los problemas que arrastra consigo. En otras palabras, es una obra impredecible que se posee solo parcialmente.

La otra discrepancia es el asunto político y ético. El artista lo puede ver como una declaración política sobre la mayor facilidad con que circulan las mercancías en comparación a los seres humanos en el mundo actual, pero otros pueden verlo como el oportunismo y la explotación de la necesidad de un hombre que está en la peor de las condiciones, la de un refugiado, esto es, una persona que lo ha perdido todo, empezando por su propio hogar.

Hay una tercera implicación, esta vez emocional, pues este hombre – obra, por su condición de refugiado, también pierde a su novia, incluso este conflicto interno es mucho más fuerte en él que sus dilemas como obra propiedad de otros. Aun así, el relato da constantes golpes de banda contra cada uno de esos conflictos: el artístico, el ético, el político y el amoroso. Por eso la historia patina largamente en ellos, para bien y para mal, pues como narración puede resultar anegada y tediosa, pero como como un cuestionamiento, tanto reflexivo como un poco cínico, sobre estos asuntos, se antoja muy atractiva y estimulante.

En un mundo hondamente estratificado, donde hay ciudadanos, incluso regiones enteras, de segunda y tercera, y en el que el peso de la materialidad y la circulación de mercancías están en el tope de esta jerarquía, películas como esta buscan poner en evidencia tan arbitraria situación, pero además lo hacen con riqueza de matices y planteando preguntas para sembrar en el espectador inquietudes que tal vez no tenían.

La noche de la bestia, de Mauricio Leiva-Cock

…y el día más importante de nuestras vidas

Oswaldo Osorio

nochebestia

La pasión por la música y la amistad pueden ser lo único que salve la vida en los aciagos momentos de la adolescencia. Esos dos elementos son los ejes centrales de esta historia que relata aquel día en que Iron Maiden dio un concierto en Bogotá y dos jóvenes hicieron todo lo posible por estar en él. De esto resulta una película desenfadada y entrañable, llena de detalles que logran construir un universo donde la amistad, la familia, la ciudad y la música son protagonistas.

No se trata de una historia con temas habituales en el cine colombiano ni tampoco de un relato convencional. Son pocas las películas nacionales que hablan desde el punto de vista de los jóvenes, y menos cuando lo hacen desde su cotidianidad, tal vez un poco intrascendente y aburrida. Pero al centrar la mirada en ese día tan especial para ellos y en la intimidad de sus relaciones, hace que su historia cobre importancia, tanto dramática como en su capacidad de ser representativa de su generación.

En cuanto al relato, se trata del esquema de la aventura de un día, donde en principio todo gira en torno a su pasión por el metal y a ese objetivo supremo de estar en el concierto de “la mejor banda del mundo”. Por eso, gran parte de las acciones se resumen a un deambular por la ciudad mientras llega el momento tan esperado. De ahí que no haya una trama clásica y lo que capta la atención es la serie de episodios que viven los dos jóvenes ese día, y los hay de todo tipo: divertidos, dramáticos, reflexivos, conflictivos, patéticos y emotivos.

Aunque casi todo lo que dicen es metal por aquí y Maiden por allá, en medio se filtran constantemente los matices y contrastes de su amistad, así como la forma como lidian con sus problemas familiares y las carencias y ansiedades que se desprenden de ellos. Ya sea una madre melancólica y rezandera o un padre alcohólico, ellos tratan de lidiar con esto de distintas formas, tienen su música y el uno al otro, incluso hasta una suerte de padre sustituto para ambos, ese viejo metalero que siempre cuenta la misma historia.

Si bien la pareja de jóvenes siempre está en primer plano, en el segundo no faltan la ciudad de Bogotá, con toda la vistosidad de su arte urbano, que hace de coro griego visual junto con esos gráficos que constantemente rayan la pantalla; y también, por supuesto, está el metal, el de Iron Maiden, necesariamente, pero igualmente el de bandas colombianas como La Pestilencia, Agony, Masacre, Vein y Darkness. Ese permanente contrapunto visual y sonoro enriquecen tremendamente la película y le dan una identidad propia. Hay que resaltar también el uso de las imágenes de archivo que hacen alusión a aquel célebre concierto de 2008, con ellas se logra darle brío y legitimidad al relato.

Salvo por algunos pasajes en que la puesta en escena no es tan orgánica ni verosímil (como la atrapada del ladrón afuera del concierto o cuando los arresta la policía), en general la película sabe construir un universo con la fuerza y el carisma de un relato generacional, un relato divertido y con un encanto cómplice hacia estos queridos muchachos y su odisea de un día.

Tantas almas de Nicolás Rincón Gille

Colombia distópica

Oswaldo Osorio

tantasalmas

En Colombia los ríos y la violencia están trágicamente ligados. El río de las tumbas de Julio Luzardo (1964) nunca se ha detenido con su ominosa carga y largamente conecta con este río en el que don José busca a sus hijos en esta película silenciosa, bella y luctuosa, donde los muertos no tienen paz y tampoco dejan en paz a los vivos.

El director Nicolás Rincón Gille ya venía preparando el tema y el universo que nos descubre en esta ficción con su trilogía documental Campo hablado, compuesta por En lo escondido (2007), Los abrazos del río (2010) y Noche herida (2015), tres películas que viajan a lo profundo de las experiencias y el dolor de las víctimas del conflicto armado colombiano, todos ellos campesinos y en diferentes momentos de su estado de pérdida y resiliencia.

En esta historia, el oficio de pescador de don José cobra otra macabra y angustiosa dimensión en el gran fresco de esa Colombia distópica que Nicolás Rincón Gille recrea. No es ya un río de peces, sino el vertedero de un país sin Estado. Es como si fuera un mundo que acaece en un oscuro futuro, solo que en este territorio ya se vive desde hace décadas, aunque se recrudeció especialmente en la nefasta época del paramilitarismo (la historia se desarrolla en 2002). Fueron un mundo y una época dominados por el capricho de las armas y la coacción de las listas negras.

La película, en principio, está contada como una suerte de “river movie”, donde este viejo pescador atraviesa esa región ahogada por las prohibiciones y los miedos. El amplio formato de la imagen se ajusta a la horizontalidad del río y el murmullo del paisaje acompaña los largos silencios de este hombre de voz queda, que escasamente habla. Esa inmensidad visual y rivereña se imponen como una imposibilidad en la búsqueda de ese cuerpo que le falta a este afligido padre, porque es imperativo que su hijo no sea un alma en pena más como tantas hay por aquellos lares, sufriendo la eternidad inconclusa y asustando a sus victimarios.

Cuando don José abandona el río, se adentra en un espacio aún más distópico, el de un pueblo con la mirada clavada en piso, por el miedo, el secretismo y ese paraestado siempre vigilante y amenazador que se adueñó de sus calles. Pero nada de esto es un obstáculo para una de estas tantas víctimas que no se resignan a dejar de buscar a los suyos y, si acaso lo hacen, no se resignan a no quedar con alguna mínima constancia material de su pérdida. Porque los muertos solo están muertos cuando hay un vestigio de su desaparición.

Con esta obra, Nicolás Rincón Gille nos sumerge en un contexto que, aunque no lo parezca, muy pocas películas han tocado, y mucho menos con la intensidad y detenimiento con que esta lo hace, mostrándonos a este padre que es todos los padres víctimas del conflicto, así como esa ausencia de Estado que le cedió buena parte del territorio a todo tipo de violencias y volviendo a registrar a este río nacional por el que, desde hace décadas, flotan y bajan los muertos sin alma de este país.

Publicado el 20 de septiembre de 2021 en el periódico El Colombiano de Medellín.

Viejos, de M. Night Shyamalan

La potencia de la variante Tiempo

Oswaldo Osorio

viejos

Comienzo con una advertencia de spoilers, porque no es posible escribir de esta película sin contar sus sorpresas y asombrosos giros. Esto ocurre con algunas de las películas de Shyamalan, empezando por El sexto sentido (1999) y La aldea (2004), donde la premisa del relato se funda en un gran misterio que solo poco a poco se va develando, adosado con nuevas revelaciones que aumentan hacia un final que puede ser más sorprendente todavía o que termina desinflándose en la decepción, ya le ha pasado lo uno y lo otro.

La historia de Viejos (Old, 2021) parte de una lógica de cine fantástico, pero se desarrolla más como un thriller, donde la intriga, la tensión, el suspenso y las sorpresas están acechando al espectador en un intencional plan de su guionista y director para que su relato nunca decaiga ni sea previsible. Todos los recursos, tanto los ingeniosos como los más tramposos se desempeñan aquí para lograr su objetivo. Y efectivamente lo logra, por lo que no se trata del todo de un ataque a estos recursos, pues esa es la naturaleza de este tipo de cine y, por lo general, el espectador lo agradece, pues esas sensaciones son la principal motivación para ver estas películas.

La premisa de la película que no pueden conocer quienes no se la han visto (aunque el trailer, como siempre, torpemente la revela en líneas generales), es tan simple como contundente y llena de posibilidades: unos turistas llegan a una playa donde empiezan a envejecer aceleradamente y de la que no pueden salir. La historia está inspirada en la novela gráfica Sandcastle, de Pierre Oscar Levy y Frederik Peeters.

Pero si uno no sabe nada de esto (que es como debería entrar todo espectador a cualquier película, en especial las que incuban misterios y sorpresas), la experiencia que ofrece este relato es realmente emocionante. No es fácil narrar una historia en la que a cada momento haya un giro más sorprendente que el otro y no se sepa hacia dónde va la trama. Es cierto que todo el relato, la construcción de personajes y la puesta en escena se amañan, incluso a veces gratuitamente, para conseguir este efecto, pero si se acepta que este es el código de la película, verdaderamente se pueden disfrutar las emociones y sensaciones que proporciona.

En medio de estos aspectos relacionados con el género, hay grandes temas de fondo que permiten dimensionar más la historia, como el paso del tiempo, las enfermedades, las degradaciones que llegan con la vejez, la relación del cuerpo con la mente, los prejuicios sociales y la ética de la ciencia en su afán por mejorar la vida.

Pero si bien estas son lecturas que se pueden hacer entre líneas y que si se juzgan con rigor pueden surgir muchos cuestionamientos, lo cierto es que no son el propósito central de la película, el cual se concentra en el tensionante relato de misterio que constantemente está estimulando y poniendo a prueba las emociones del espectador, y en eso M. Night Shyamalan sigue manteniendo su habilidad y talento.

Suspensión, de Simón Uribe

Las vías de la muerte y la traición

Oswaldo Osorio

suspension

El Noticiero CM& desde hace más de un año tiene una sección llamada “El elefante blanco de todos los lunes”. Allí se da cuenta de esas grandes obras inconclusas que pueblan el país, tanto en importantes ciudades como en apartados y olvidados lugares. Un país que tiene la vergonzosa capacidad de proporcionar cada semana material para una sección así, solo prueba la rampante corrupción e inoperancia estatal que lo define. Este documental toma uno de estos casos y lo potencia inteligentemente con su mirada reflexiva, panorámica y en retrospectiva.

El bello puente curvo que se topa con la selvática montaña solo es la punta más visible del verdadero elefante blanco: la trunca variante San Francisco-Mocoa, una vía que el Putumayo necesita desde hace más de medio siglo para remplazar al llamado “Trampolín de la muerte”, una de las carreteras más peligrosas del mundo, la cual une a este departamento con Pasto, su única salida a la red vial nacional.

Apuntalado en imágenes de archivo, tanto de las tragedias ocurridas como de las condiciones de la vía desde hace décadas, el documental recorre la historia y el territorio para indagar sobre las particularidades geográficas e idiosincráticas de esta zona del piedemonte andinoamazónico. La sofocante selva y las inclinadas montañas son el paisaje que cruza con dificultad este relato para comprender esa tierra inhóspita pero poblada de colombianos que ya no creen en las promesas del Estado.

Aunque evidentemente es un documental de denuncia, el valor cinematográfico de esta película está en su inmersión en este paisaje definido por estas dos vías, la de la muerte y la de la traición estatal. La vocación contemplativa de su fotografía y de la narración le permite al espectador experimentar esta tierra y sus improbables caminos, con toda la exuberancia de la naturaleza siendo retada por el ser humano, quien, a pesar de tener todas las ventajas de dominar, gracias a su tecnología, termina siendo vencido por sus debilidades: la ambición, la corrupción, la incompetencia y la desidia.

La fuerza y honestidad de los testimonios que consigue esta obra entre los habitantes de la zona, solo es comparable con la contundente realidad de esas imágenes que contrastan la imposible vieja vía con la fallida obra que reluce interrupta entre las montañas. Además, saben acompañar todo esto con el trágico coro de las catástrofes sucedidas en 1991 y 2017. Porque no solo se trata de la inoperancia para mejorar la calidad de vida, sino también para prevenir las amenazas contra la integridad de los pobladores.

Así que estamos ante un documental que denuncia, pero que también dibuja un fresco de una región que no es la Colombia oficial, que apenas aparece eventualmente en las noticias cuando una avalancha arrasa a su capital o cuando un lunes cualquiera aparece ese puente punzando el costado de una montaña en la que no hay carretera alguna.

Llanto maldito, de Andrés Beltrán

El drama y el terror tocando realidades juntos desde la fantasía

Por: Mario Fernando Castaño Díaz

tarumama

El cine de terror es un género que ha ido evolucionando constantemente y a pesar de haberse convertido en algo justo para el mero entretenimiento, se ha acercado cada vez más a lo que siempre ha sido, arte y este, al estar ligado a la fantasía también lo hace con la realidad que es el lugar en donde verdaderamente moran nuestros miedos.

Esto es algo que ha sabido entender y plasmar en su primera película de este tipo el director Andrés Beltrán, quien es el responsable de dirigir la segunda temporada de la aclamada serie de Netflix, Distrito Salvaje. Desde hace tiempo le atraía la idea de dirigir una cinta del género del terror y se embarcó en la tarea de escribir el guion, pero luego de varios intentos decidió contar con el apoyo del guionista español Anton Goenechea, esto porque el considera que las películas de miedo durante algún tiempo se han concentrado en lo efectista y no en el contenido, algo que afortunadamente ha ido cambiando.

La historia en la que se inspiró Beltrán luego de una ardua investigación viene de las profundidades del bosque nariñense con una entidad fantástica llamada Tarumama y según cuenta la tradición es un ser femenino que queda embarazada por el arcoíris, pero pierde a su bebé en las aguas del río, como respuesta este ser llora a su hijo mientras roba a los que se pierden en el bosque. Su apariencia es una anciana con patas de cabra y su historia nos lleva inevitablemente a la leyenda de la Llorona, que es un mito muy popular no solo en México sino en varias regiones de Latinoamérica.

Óscar (Andrés Londoño) y Sara (Paula Castaño) son una pareja que quiere salvar su matrimonio luego de una crisis familiar y decide alejarse de la ciudad con sus dos hijos internándose en una cabaña (que, por cierto, fue construida cerca al Parque Nacional Natural Chingaza, Colombia, por el equipo de producción), en medio de la profundidad de un bosque que casi es otro personaje, evocando todo su frío y húmedo misterio, allí habita Tarumama y ella no necesita alterar una paz desde su plano paranormal, ésta de hecho ya estaba viciada desde lo real, a pesar de las buenas intenciones.

La cinta obtuvo diferentes galardones y ha sido seleccionada para estar en SITGES el Festival Internacional de Cine Fantástico de Cataluña en el Blood Window Showcase de Cannes 2021. La productora colombiana Dynamo ha sido la responsable de este logro y ya tiene en su haber diferentes producciones de éxito reconocido con series como Distrito Salvaje, Narcos o Frontera Verde.

¿Pero qué hace que Tarumama, como es llamada la cinta a nivel internacional, esté llamando la atención hacia nuestro país? Una de las razones es la impecable producción, en la que su fotografía logra que lugares comunes, cotidianos y hasta agradables cobren un sentido contrario y amenazante, apoyado por su inquietante sonido en medio de la música compuesta por el músico Felipe Linares, quien imprime una atmósfera que nos recuerdan al compositor Alan Korven en El Faro o La Bruja, de Robert Eggers, en donde lo que prima no es la melodía propiamente sino sonidos que en conjunto transmiten una atmósfera inquietante, una efectiva fórmula que impusieron películas como Jaws (1978) o Alien (1979) en la que menos es más al no mostrar la criatura, pero sí sugiriendo su constante presencia, incluso a plena luz. Otro punto a tener en cuenta es la cuota actoral, que logra algo que muy pocas cintas de este género consiguen, la empatía con el espectador. Llanto Maldito juega con los diferentes clichés del género, pero los procesa y los expone con resultados inesperados y todo esto con el uso mínimo de jumpscares y sangre excesiva.

Quizás el pronto reconocimiento que ha obtenido Llanto maldito en la crítica internacional se deba a la esencia de la historia, en donde el equilibrio que existe entre el terror y el drama se va decantando en cuidadosas dosis, logrando que se erice la piel y conmueva el corazón al mismo tiempo. De alguna manera, y a pesar de estar fuera de la ciudad, los personajes se encuentran encerrados en medio de sus temores, algo que puede ser muy cotidiano para diferentes familias por estos días, y no es el temor al monstruo que está tras la puerta o debajo de la cama, es uno más real que se materializa en los terrores que pueden tener las personas al no considerarse buenos padres, al fracasar su matrimonio y, en sus hijos, al afrontar la realidad de que estas parejas se separen. De alguna manera, Tarumama con sus actos da un mensaje intrínseco a no descuidar a los hijos en medio de las crisis familiares y, si esto pasa, ella se los llevaría.

Llanto Maldito ha demostrado que las películas de terror pueden cumplir con su cometido de colocar sus fríos dedos en la espalda, pero también de entrar en la mente del espectador cuando toca problemáticas sociales que lleven a la reflexión y al cuestionamiento. Invita también a que producciones como esta alejen al espectador de la percepción errada de que “están tan bien logradas que no parecen de este país” y los acerque, por el contrario, a sentir orgullo por la realización de un trabajo autóctono de calidad.