Minari, de Lee Isaac Chung

La nacionalidad mestiza

Oswaldo Osorio

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El llamado “sueño americano”, cuando ha sido retratado por el cine, tiende a ser agridulce, cuando no adverso. Hasta Charles Foster Kane y el gran Gatsby mal terminan sus vidas a pesar de haber tenido el mundo en sus manos en algún momento. Para los inmigrantes el panorama suele ser menos halagüeño, solo habría que recordar, entre muchas otras, In America (Jim Sheridan, 2004). Por eso esta película sobre unos inmigrantes surcoreanos resulta tan querida y agradable, porque, aunque los problemas no faltan, el énfasis está en ese cariñoso e íntimo retrato que de esta familia hace su director.

Basada en la vida del mismo Lee Isaac Chung, la película cuenta la historia de esta joven familia que decide radicarse en una granja de Arkansas. A pesar de la reticencia de su esposa, este hombre está convencido de alcanzar ese sueño americano convirtiéndose en granjero. Si llega a cumplirlo o no es menos importante que la dinámica familiar que la trama y su puesta en escena recrean para un espectador que, seguramente, siempre estará más pendiente del que parece ser el conflicto central, que no es otro que los obstáculos que se le presentan a la familia para conseguir el éxito.

Y mientras la atención está en ese posible éxito o fracaso, casi inadvertidamente, como un contrabando argumental y dramático, los íntimos y triviales sentimientos y situaciones de esta pareja y sus dos pequeños hijos van haciendo mella en las emociones del espectador. Hay amor, ternura, solidaridad, humor y, por supuesto, esperanza, cercada por el miedo y la ansiedad, pero allí está siempre, sobre todo conservada a buena temperatura por el padre.

Y cuando ya bastante fuerza estamos haciendo por esa familia y tanta buena empatía tenemos por ellos, todo esto se potencia con la llegada de la abuela desde Corea. Es una anciana liberada del arquetipo de la dulce y condescendiente abuelita, porque llega como un tifón, sobre todo para la vida del niño de siete años, pues resulta ser una vieja malhablada, irónica y hasta “maloliente”, pero tremendamente divertida y liberadora. Este personaje es ese contrapeso que no permite que el relato termine siendo solo la bonita historia de una tierna familia lidiando con sus problemas.

De fondo, siempre está el drama de vivir en tierra extranjera, pero no por asuntos políticos o de discriminación (y en esto vuelve la película a marcar la diferencia), sino en las inevitables disputas domésticas e individuales por la identidad. Casi permanentemente está presente la tensión entre esos dos mundos a los que pertenecen, por lo que, en últimas, no hacen parte plenamente de ningún lado. Tal vez ese exilio a la remota granja de Arkansas pueda verse como una forma de huir de esa dicotomía.

La clave y solución de este dilema, de esta problemática nacionalidad mestiza, probablemente esté en ese apio de agua (Minari en coreano) que aparece al final, y en la abuela, claro. Porque la identidad suele sostenerse más sólidamente con lo que hay atrás que con lo que hay adelante. Aunque esta película lo que muestra es esa transición a la que millones de inmigrantes se ven sometidos y que puede durar varias generaciones, hasta que a la postre solo quede, tal vez, un fenotipo y toda su cultura engullida por Ronald McDonald y el Coronel Sanders.

Sorry We Missed you: Lazos de familia, de Ken Loach

Lloviendo más piedras

Oswaldo Osorio

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El universo de Ken Loach es siempre igual, pero parece inagotable, así como él mismo parece incasable, eso a sus más de ochenta años de vida y medio siglo haciendo películas. Tales son las marcas de los grandes autores de la historia del cine. El suyo siempre ha sido un cine comprometido con la realidad social británica, con sentidos filmes como Riff Raff, Lloviendo piedras, Mi nombre es Joe, Buscando a Eric o Yo, Daniel Black. A veces se ha ido hacia el pasado o a mirar otros conflictos sociales, como en Tierra y libertad, El viento que mece el prado o Jimmy’s Hall.

En Sorry We Missed you: Lazos de familia (2019) vuelve a abordar las problemáticas de la clase obrera y las condiciones adversas en que trabaja y sobrevive. En esta historia, Ricky trata de sacar adelante a su familia comprando una camioneta para repartir paquetes, pero lo que empieza como la esperanza para mejorar su nivel de vida, es solo el punto de partida de una serie de obstáculos e infortunios con los que, valga decirlo, Loach parece ensañarse más que con cualquiera de sus otras familias o protagonistas.

En especial hay un aspecto que llama la atención, y es que esta joven familia parece sola en el mundo, o mejor, sola contra el mundo (únicamente faltó que le hicieran matoneo a la niña en el colegio), por lo que el sentimiento de compasión y solidaridad, que es tan común y reconfortante en sus otros relatos, no se encuentra aquí. Eso la hace una historia todavía más dura y descorazonadora, porque la esperanza está solo depositada en la unidad familiar, la cual frecuentemente queda en entredicho.

En este sentido, hay que señalar que las constantes tensiones entre el padre y su hijo adolescente ocupan una importante intensidad del conflicto. La diferencia es que, si bien las tensiones son por las consabidas diferencias generacionales, estas tienen serias repercusiones en el conflicto central, que es la necesidad de Ricky de mantener su trabajo. Pero además, de fondo en estas tensiones está lo que le interesa a Loach poner en cuestión, esto es, el descontento, incluso el espíritu de resistencia, frente a un sistema que es implacable con los trabajadores, así como el conformismo de muchos de ellos, como Ricky, inducidos por las asfixiantes condiciones laborales.

Entonces, si antes el cineasta inglés había atacado con fuerza al tacherismo o el liberalismo salvaje, en esta ocasión pone en evidencia esos sistemas contemporáneos que le venden la idea a las personas de que son sus propios jefes, aunque las leoninas condiciones para serlo sean, de hecho, un despiadado contrato que solo libra de obligaciones a los patrones. Es el servilismo medieval de la era cibernética sin responsables, es la falsa libertad de manejarlo todo con un dispositivo.

De otro lado, la fuerza y frescura del tono realista de Ken Loach aquí es como otro día en la oficina, lo consigue con una facilidad y eficacia que no queda duda de la autenticidad de estos personajes y su drama, aunque sin dejarse tentar por el melodrama. Tampoco queda duda de la verdad que trata de poner en evidencia y en la cual ha trabajado en más de una treintena de películas, y esa verdad habla de la permanente desventaja en que se encuentran las personas comunes y el estado de cosas que los domina y no les da oportunidades.

El olvido que seremos, de Fernando Trueba

El hombre sin tacha

Oswaldo Osorio

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Parece que a ningún relato sobre Medellín le es posible esquivar su relación con la violencia. Si bien esta es una historia sobre el vínculo entre padre e hijo y su entorno familiar, también lo es sobre cómo una ciudad (y un país) se muestra hostil y hasta criminal con personas que piensan distinto. Impresiona darse cuenta de que la polarización política, luego de la firma con las Farc, que parecía algo reciente, aquí corroboramos que ha sido de siempre.

Por eso, lo que presenta Trueba con esta adaptación del libro que Héctor Abad Faciolince escribió sobre su padre, es tanto el retrato de un hombre como el contexto social e ideológico de esta ciudad. No fue necesario detenerse en detalles o nombres, ni tampoco precisar fechas y acontecimientos, porque lo importante era definir el talante emocional de un hombre y su ética humanista frente, por un lado, a su familia, y por el otro, a su entorno social, respectivamente. De hecho, es una historia que se puede aplicar incluso a muchas ciudades latinoamericanas.

El mayor mérito de la película es poder capturar el carisma de este prohombre y, con ello, sostener la narración de principio a fin. En esta tarea, el trabajo del actor Javier Cámara fue fundamental, pues hasta pasó la prueba del acento ante un público paisa tan quisquilloso con ese aspecto. Así que este ser entrañable y amoroso en el entorno familiar, así como justo y comprometido con los problemas de su ciudad, es el centro de este relato emotivo, divertido, envolvente y, claro, doloroso e indignante.

Tal vez podría cuestionarse esa construcción sin ambigüedades del personaje, quien resulta ser casi un santo, martirizado y todo. Aunque esto puede explicarse por el punto de vista desde el que es narrado el texto original, pero también verse como la intencionada creación de un ideal, de un hombre símbolo, enfrentado ante la injusticia e intolerancia de una sociedad violenta y arbitraria como la colombiana, cosa que tiene una significativa fuerza en un contexto de recrudecimiento de los asesinatos a líderes sociales en los últimos años.

En lo que no parecer ser muy sobresaliente la película es en su aspecto visual, pues si bien todo está perfectamente ambientado y correctamente narrado, resulta apenas funcional, casi plano, para efectos de contar esta historia. Solo sería posible destacar esa decisión de usar el blanco y negro, no en la mirada al pasado como es usual, sino al presente, cuando la armoniosa y cálida vida familiar empieza a dar paso a una atmósfera de zozobra, amenaza y muerte.

Pero lo importante de la película termina siendo la poderosa y casi hipnótica figura de Héctor Abad Gómez y toda esa red de asociaciones que se puede hacer en torno a él: su tierna vida familiar, la estrecha relación con su hijo, su liderazgo social, su visión frente a la salud pública y su innegociable ética frente a un contexto ideológico adverso. Todos estos elementos se enlazan para crear un fresco que conjuga lo íntimo y lo social, construyendo así otro relato sobre esta ciudad, su idiosincrasia y sus violencias.

Solo los amantes sobreviven, de Jim Jarmusch

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“La luna es un diamante que emite la música de un gong gigantesco.”

Por: Mario Fernando Castaño Díaz

Existen seres de la noche y del tiempo que, por alguna razón muy comprensible por algunos, han preferido quedarse clavados como estacas en algún rincón, en algo que ellos consideran puro e invaluable, algo tan sencillo como una frase poética, una nota al aire que se deja ir y sigue resonando a través de los siglos y las atesoran como sensaciones que están a punto de ser alcanzadas por la modernidad, por esos zombis llamados humanos.

La esencia de esta singular cinta del género vampírico es llevada a la pantalla por el director de cine independiente Jim Jarmusch, y llega a diferentes gustos que la pueden catalogar como depresiva, banal y cansina. Para otras percepciones se transforma en una historia cautivante con una belleza singular dentro de la fantasía romántica y oscura.

Adam (Tom Hiddleston) es un músico underground que guarda con recelo sus grabaciones y ha sido testigo del pasar de las centurias, ha llegado a componer fragmentos para Shubert y él mismo le dijo que se quedara con los créditos; pero también ama por igual el Blues, el rock, la literatura, las ciencias y sus guitarras clásicas de los años cincuenta. Considera que la humanidad del presente es decadente y vacía, que vive atrapada en un letargo robótico, mediático y cultural, gracias a su dependencia tecnológica, mientras que su afán por acabar con el planeta la ha vuelto mezquina, egoísta y violenta. Los zombis, como él nos llama, han logrado envenenar no solo el aire, los bosques y el agua sino su propia alma, como resultado poseen una sangre cada vez más impura, esto conlleva a que Adam se vea obligado a obtener este líquido vital en laboratorios de hospitales para consumirlo con una mayor calidad.

Eve (Tilda Swinton) es una romántica y soñadora que hace lo que sea por Adam, quien es su esposo desde hace más de 300 años. Ella es capaz de viajar desde Tánger, Marruecos, hasta Detroit, Estados Unidos, para buscar poner orden al caos existencial de Adam. Eve tiene un amigo en Tánger muy especial, es el escritor Christopher Marlowe (John Hurt), un vampiro crepuscular que vive atrapado en el pasado, quien es también un personaje histórico famoso por, supuestamente, haber escrito varias obras para William Shakespeare.

La llegada de Eve es como un bálsamo para Adam y esto los lleva, básicamente, a vivir dentro de su propio paraíso escuchando a sus ídolos musicales, leyendo poesía, jugando ajedrez mientras disfrutan una deliciosa paleta de O positivo o saliendo a pasear a altas horas de la noche cuando la presencia del silencio es el telón de fondo de una Detroit fría y solitaria, pero que a su vez no pierde su belleza nostálgica.

La relación de Eve y Adam se relaciona de una manera científica y la vez poética con la teoría del enmarañamiento o teoría del entrelazamiento cuántico de Albert Einstein, que él mismo referenció como una “fantasmagórica acción a distancia” y que se referencia en la cinta en dondedos partículas están conectadas al punto que lo que sucede con una inmediatamente afecta a la otra, sin importar cuán grande sea la distancia entre ellas”. Todo este idilio se ve opacado de forma tajante al aparecer en escena la hermana de Eve, Ava (Mia Wasikowska), quien es una joven vampira sin experiencia, que altera la paz y el orden que apenas estaba por vislumbrarse.

Solo los amantes sobreviven es una historia, que dentro de su aparente simpleza, se deja ver en una sutil belleza enmarcada en sus planos hipnóticos ambientados por la banda sonora de Sqürl, que, de hecho, es la agrupación musical del director, que con sus notas invitan a dejarse ir por la psicodelia envolvente dedicada solo para los que logren captar que esta experiencia es un singular canto oscuro, y a la vez bello, al amor que pueden tener aquellos seres incomprendidos que se refugian en ellos mismos y se sienten vivos al compartir sus soledades mediante la sencillez de las cosas, como abrazarse o besarse en cómodos silencios, buscándose y reencontrádose en medio de una paz mutua, sin condiciones ni tiempo dentro de un mundo utópico en el que solo aquellos que puedan sentirlo y entenderlo podrán sobrevivir a la decadencia de nuestro ser.

Relatos de reconciliación, de Carlos Santa y Rubén Monroy

Un país lleno de víctimas

Oswaldo Osorio

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El conflicto colombiano no se ha narrado lo suficiente, mucho menos la realidad de sus víctimas. Es tal la dimensión de más de medio siglo de violencia y despojo, que todo lo que se ha dicho, al menos en el cine, sigue siendo apenas la superficie de una complejísima y dolorosa historia, la cual ha sido padecida, sobre todo, por los habitantes del campo. Esta película, con su diversidad de voces, contribuye al conocimiento de esa verdad, y además lo hace desde la riqueza plástica y simbólica de la animación que propone.

Pero Relatos de reconciliación no solo es un largometraje documental, también es una creación transmedia (https://www.relatosdereconciliacion.com/), un proyecto de investigación social y una inmensa obra colaborativa. 150 realizadores, la mayoría de ellos jóvenes artistas e ilustradores, son dirigidos por Rubén Monroy y el reconocido artista y animador Carlos Santa (El pasajero de la noche, Los extraños presagios de León Prozak). Son dieciséis relatos que el espectador visualiza a través de una rica y bella diversidad de estilos y técnicas: 2D, 3D, rotoscopia, pintura animada, animación de arena, stop motion, pixilación, entre otras.

Solo por esta propuesta estética ya es una película única en la filmografía nacional. Pero lo más importante, es que no se trata simplemente de una ilustración de las historias originadas en estos testimonios, o de la redundancia de la imagen con el relato oral, sino más bien de una expansión de esos personajes, espacios y acontecimientos. La imagen sugiere, denota, crea asociaciones, metáforas y simbolismos, de manera que la experiencia del relato es, además de la información o sus distintas historias, un juego de relaciones conceptuales e ideas visuales que dimensionan esas vivencias y su contexto.

Lo que más sorprende de esta película es que, por más que se hayan escuchado esos brutales testimonios sobre masacres, asesinatos, desplazamientos, violaciones y desapariciones en medio del conflicto colombiano, cada nuevo relato sigue impactando y sumando matices e implicaciones a la crueldad de la singular guerra de este país. Los dieciséis relatos son de víctimas, unas ya resilientes, muchas otras sin aceptar la idea de que deben perdonar y algunas más todavía en proceso de entender lo que les ocurrió.

Varias de estas personas (que en su calidad de víctimas la mayoría son mujeres) tienen en común su trabajo como líderes y activistas, así como el entendimiento y racionalización del conflicto y de las oscuras relaciones de poder que se entrecruzan en Colombia. Por eso hablan con una lucidez que, la más de las veces, no consigue ocultar su indignación y rabia, porque esa lucidez se combina con la emotividad de quien ha obtenido ese conocimiento de la peor de las formas.

En este sentido resulta reveladora esta película, pues una cosa es escuchar sobre los oprobiosos episodios del conflicto y otra es descubrir los distintos puntos de vista y miradas con que estos desafortunados protagonistas los asumen y explican. Además, aquí se tiene la oportunidad de elaborar el contraste entre los dieciséis testimonios.

De manera que esta película, aparte de ser una estimulante cátedra y catálogo de animación cinematográfica, es también la memoria del dudoso estado de derecho de esta dudosa nación, la revelada triste realidad de sus víctimas y la constatación de una guerra que pudo haber terminado, pero que, en cambio, un imperdonable sector del país buscó su prolongación.

Hermosa venganza, de Emerald Fennell

Revancha inocua

Oswaldo Osorio

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En estos tiempos de fuertes movimientos sociales y de opinión, como el Black Lives Matter o el Me Too, la corrección política se impone en casi todos los escenarios que los abordan. Buena parte del mundo, llevado de la mano por los productos mediáticos estadounidenses, está tomado conciencia de las desigualdades e inequidades que históricamente han padecido ciertos grupos sociales. Pero esta “conciencia” es, muchas veces, solo por la posición que se debe asumir de cara a la opinión pública.

Las cuotas de inclusión o el lenguaje incluyente son muestra de esto. No obstante, ocurre con frecuencia que las razones para tener en cuenta tales posiciones son apenas un asunto de imagen, mientras en la práctica las cosas pueden seguir igual. Pero podría decirse que, al menos, es un comienzo. Es por eso que manifestaciones cuestionables moralmente o incorrectas políticamente escasean en los pronunciamientos sobre tales temas, en especial en esos productos mediáticos, como la música, la televisión y el cine, principalmente.

Tal vez por eso esta ópera prima ha llamado tanto la atención, porque alguien, la directora y guionista Emerald Fennell, se atrevió a decir en voz alta, incluso regodeándose de ello, lo que muchas personas solo piensan o reprimen: responder al acoso con violencia y al abuso con intimidación y revancha. Su heroína, Cassie, se impuso la misión de vengar la muerte de una amiga, quien se quitó la vida luego de ser abusada por un grupo de compañeros de universidad, para lo cual lleva una doble vida en la que anda a la caza de depredadores sexuales.

Y no es que sea muy original este planteamiento, hay muchos ejemplos, ya Abel Ferrara en Ms. 45 (1981) lo había mostrado de forma descarnada, o en Dulce venganza (2010) se pudo ver en clave de thriller de acción; pero lo que le dio notoriedad a esta versión es que está concebida con el reflexivo tono y el acabado del cine independiente, fue apadrinada por la productora de Margot Robbie y, claro, se ve de otra forma en el propicio contexto del Me Too y en el actual e insuflado ánimo del empoderamiento femenino.

Por eso, durante casi todo el relato puede haber una sensación de complacencia ante este revanchismo (eso para quienes consideren que la venganza es el camino), así como resulta muy atractiva la personalidad calculadora y determinada de Missie, para lo cual es fundamental la convincente actuación de Carey Mulligan. Sin embargo, al final, si se examina lo que ella hizo, parece inocuo, solo sofisticadas bravuconadas (a su ex amiga, a la decana, al abogado, al escritor), también burdas (quebrar los vidrios de una camioneta) o acciones fuera de campo que dejan la duda de lo que pudo haber hecho. En suma, parecía más dedicada al aleccionamiento (incluso del mismo espectador) que al efectivo castigo.

Entonces, lo de joven prometedora del título original (Promising Young Woman) se le puede aplicar tanto al personaje como a la cineasta. Ya porque la única revancha resulta pírrica al lado del precio que su protagonista tuvo que pagar como por ese grito de incorrección política sobre el tema que parecía proponer esta historia, pero que, en últimas, resultó solo en la tibieza del regaño que se le hace a un cachorro: “Eso no se hace, perro malo, malo”.

La familia Mitchell vs. las máquinas, de Michael Rianda

Otro universo animado

Oswaldo Osorio

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En la Era dorada de Hollywood estaba bien definido el tipo de cine (estilo y temas) que hacía cada gran estudio. Después de los años cincuenta esas distinciones prácticamente desaparecieron y hasta ahora esas diferencias son casi inexistentes, salvo por algunas productoras que se especializan en ciertos temas o géneros. Pero en el cine de animación, después de la llegada de la imagen digital (desde Toy Story, 1995), fue como si esta parte del cine empezara de cero y de nuevo aparecieron las diferencias entre estudios.

Pixar pegó primero y sigue dominando con sus historias elaboradas, inteligentes y emotivas; Disney sobrevive vendiendo muy bien sus mundos de fantasía; mientras Dreamworks se sitúa entre ambos con relatos de fantasía que apelan a un entretenimiento más básico. También están el universo fantástico y humanista de Studio Ghibli, y Sony Pictures Animation, que desde Spider-Man: un nuevo universo (2019) empezó a hacer la diferencia con su estilo de animación, un acercamiento más realista a la cotidianidad de la sociedad contemporánea y un sentido del humor ingenioso y agudo.

La familia Mitchell vs. las máquinas (2021) tiene las características de las animaciones de Sony y, además, fue creada por el equipo de productores que hay detrás de su Spider-Man y fue escrito y dirigido por el responsable de la primera temporada de Gravity Falls, una inteligente e inusual serie infantil animada (de hecho, esta película comienza exactamente igual que el primer capítulo de la serie). La historia de este estreno es ya conocida: un improbable grupo de personas (en este caso “la familia más rara de todos los tiempos”) salva el mundo de su exterminio. Pero lo importante, claro, es cómo sus realizadores deciden contar esta historia, ahí radica la diferencia con los demás estudios.

Lo primero, es esa estética de su animación, la cual ya nos había deslumbrado en Spider-Man: un nuevo universo y que parece tomar distancia de la pulcritud digital de Pixar y del clásico dibujo de Disney o Ghibli para situarse en un fascinante punto medio, donde la animación digital (o en 3D) parece retocada con detalles y acabados más del talante clásico. Además, la acción es intervenida o complementada con emojis y gráficos y dibujos en 2D que resultan frescos, divertidos y muy ingeniosos para comentar el relato.

Además de salvar el mundo como premisa argumental, la premisa conceptual gira en torno al amor y armonía en la familia a pesar de las diferencias y conflictos. Tampoco nada nuevo, pero el vehículo para trasmitir esto es un relato trepidante, conectado con los códigos y la mentalidad de los llamados nativos digitales y un humor que puede ser tan sutil como cáustico. Incluso plantea reflexiones y directas críticas a las corporaciones tecnológicas y a la dependencia de las personas con sus aparatos y sus perniciosas prácticas con estos.

Se trata, pues, de una película tan divertida como entretenida, pero esto lo consigue, además, marcando una visible diferencia con otros productos de animación, tanto en su estética, como en su propuesta narrativa y en esa conexión con el mundo y las cosas de todos los días.

Hay que anotar, por último, que es una de esas producciones que confirma la normalización de una práctica muy polémica en nuestros días: estrenar películas de grandes casas productoras en plataformas de streming, porque ésta ya se puede ver en Netflix.

 

Pinocho, de Matteo Garrone

De la fábula a lo siniestro

Oswaldo Osorio

Pinocho

Las distintas versiones de Pinocho, empezando por la de Disney de 1940, lo han presentado como un cuento moral para niños que les “enseña” (o amenaza) sobre las nefastas consecuencias de mentir, portarse mal o no ir a la escuela. Pero el relato original de Carlo Collodi (1882), al igual que muchos cuentos infantiles del siglo XIX, resulta tan oscuro y truculento que siempre se ha dudado de si realmente estaba pensado para niños. Esta versión recalca esa duda al presentar un universo y tono que, definitivamente, no están concebidos para una matiné.

El primer indicio de que esta no podía ser solo esa fábula aleccionadora, es la obra previa de quien es uno de los mejores directores italianos de la actualidad, Matteo Garrone, quien empezó a sorprender desde su descarnada y realista visión de la mafia napolitana en Gomorra (2009), o cuando lo que podía ser material para un cuento de princesas y caballeros, lo relató como una pesadilla medieval en El cuento de los cuentos (2015). Así mismo, no se podía esperar que, luego de hacer la sucia y visceral Dogman (2018), la marioneta de su siguiente película fuera de ensueño.

Lo primero que impacta con el Pinocho 2020 es su relato en clave realista, ni siquiera al modo del neorrealismo, sino del realismo sucio. La precariedad material, rayana con la miseria, en la que vive Gepeto (interpretado por un Roberto Benigni que se saca el clavo de su desventurada versión de 2002), es lo primero con lo que esta película confronta y violenta al espectador. Además, su “hijo” realmente tiene la textura y sonido de la madera, esto sin el prístino acabado de la imagen digital sino con la consistencia del buen maquillaje de la vieja escuela.

De entrada, el relato hace detestar a Pinocho, sentir lástima por Gepeto e ira por el llanto del golpeado e ignorado Grillo. Lo que se viene luego en la odisea de esta ingenua e inconsecuente marioneta, es una sarta de episodios, que si bien se conocen por las otras versiones o el libro mismo, nunca se habían visto de esta forma tan siniestra y, por momentos, hasta desagradable: La asquerosa gula del zorro y el gato, los gemidos de Pinocho en la horca o su horrorizada transformación en asno, todos son pasajes dignos de algún relato tétrico que toma rotunda distancia de cualquier fábula infantil.

La película presenta, claro, ese clásico viaje del héroe de este Odiseo de palo, con todo y la transformación del protagonista en un niño real y bueno, pero es ese universo que atraviesa y el carácter de sus encuentros adversos, lo que hace de esta versión de Garrone ese cuento siniestro que yace en el núcleo del relato de Collodi. Si es para niños o no, bueno, esa es una discusión que ya no solo pasa por la naturaleza del material original, sino también por el talante del público infantil actual, curado de todos los espantos por cuenta del acceso casi irrestricto a cualquier contenido a través de internet.

La Madre del Blues, de George C. Wolfe (2020)

Y uno y dos como lo manda Dios

Mario Fernando Castaño Díaz

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Ma Rainey, la llamada Madre del Blues llega con su banda a Chicago en el intenso verano de 1927 para grabar con la Paramount uno de sus discos que seguramente será un éxito más en su larga lista de aciertos musicales, llegando a ser una de las primeras cantantes de Blues en grabar canciones, una industria en la que se explotaba el talento de la raza negra para que las ganancias se fueran a los bolsillos de los más poderosos.

El sol agobia a blancos y negros por igual, pero hasta acá llega la indiscriminación, ya que esta es una época en la que la raza afroamericana buscaba mejores oportunidades de vida en el norte del país y encuentran una realidad adversa a la que imaginaban, personas que venían de una vida dura, descendientes de sus ancestros africanos que fueron sometidos por la esclavitud. Para Ma y para muchos que aman y sienten el Blues, esta música era una forma de mostrar al mundo su alma y su dolor por toda esa carga que significa ser de una raza diferente, algo que aún se siente, lamentablemente, con fuerza en Estados Unidos, y que de paso hace que esta historia no contraste con el presente.

Ma Rainey’s Bottom es el nombre original de esta cinta que está basada en la obra de teatro del mismo nombre estrenada en Broadway en 1984, y escrita por el aclamado dramaturgo August Wilson, quien es llamado también el Shakespeare Norteamericano, un hombre que siempre defendió a través de su arte los derechos de la comunidad afroamericana. Su obra es punto de referencia para los jóvenes actores de todo el mundo. En esta ocasión el grupo actoral no desentona para nada con sus protagonistas, la puesta en escena y el hecho de contar con pocas locaciones y monólogos extraordinarios con gran contenido, logra que la experiencia del espectador se traslade a las tablas.

La elección del director no pudo ser más acertada al dar con Chadwick Boseman, el tristemente fallecido actor que interpretó al personaje de Black Panther en la saga de Avengers de Marvel Studios. En sus inicios su talento fue apoyado económicamente de manera anónima por el famoso actor Denzel Washington, quien por cierto es el productor de la película en cuestión. El personaje de Levee, el trompetista de la banda interpretado por Boseman, es un soñador que quiere salir adelante por su propia cuenta. Su espíritu impulsivo, arrogante y desafiante generan un punto de conflicto con Ma y sus compañeros. Bowman desata toda su presencia en escena, interpretando un personaje complejo, fuerte, conflictivo y marcado por su trágico pasado con el hombre blanco. Él quiere imponer el sonido de su trompeta por encima de todo, incluso de Ma que es su jefe, prefiere hacer sus propias composiciones y aprovecharse de su éxito para tener el suyo propio, una interpretación que seguramente dejará una firme huella en la historia del cine y una idea de lo que este actor podría haber logrado.

Viola Davis es una mujer que cuenta ya con la triple corona de la actuación al poseer un Emmy, un Tony y un Oscar en su haber, y es ella, irreconocible por su acertado maquillaje y vestuario, quien interpreta magistralmente a Ma, un personaje de la vida real que se ganó su lugar y apodo a pulso logrando lo que se propuso por medio de su talento, presencia y actitud siempre firme y nada condescendiente con la raza blanca, teniendo muy claro que lo que de ella necesitan no es su persona si no su voz.

Esta es una película que ya ha logrado numerosos premios y está nominada a cinco Oscars de la Academia. Seguramente tendrá su merecido lugar en los futuros clásicos del cine, gracias a su puesta en escena, el vestuario, sus formidables actuaciones y el darnos una idea del cómo se grababa en la época sin recurrir a mezclas, dejando en directo toda la esencia del Blues, una maravillosa música en donde sus notas y letras nos cuentan su verdad, su alma y su crudo dolor. Todo este sentir lo resume Ma al afirmar con aplomo y sabiduría “no cantas para sentirte mejor, cantas para entender mejor la vida”.

 

Los sonámbulos, de Paula Hernández

Dos mujeres y una familia

Oswaldo Osorio

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Al cine le gustan mucho las familias disfuncionales, siempre resultan un buen material para contar historias atractivas y hasta originales. Pero frecuentemente suele confundirse como disfuncional a familias que una película mira con la lupa de su cámara y de su puesta en escena, por lo que, vistas desde cerca y con detenimiento, casi cualquier familia y sus relaciones pueden parecer anómalas. La familia argentina de este filme estrenado en Prime Video, aun con su final impactante, puede verse como cualquier otra, sin que necesariamente sea disfuncional.

Una abuela, tres hermanos, una esposa y cuatro primos pasan el fin de año en la casa de campo familiar. El relato es contado desde el punto de vista de Luisa, la esposa del hermano mayor, y eventualmente desde el de su hija Ana, una pubescente con todas las dudas y recelos propios de su edad, quien termina siendo el vórtice de todo este drama familiar. En medio del calor veraniego se ventilan, además, los problemas maritales, las diferencias de temperamento y los desacuerdos por el futuro de la empresa y de la casa de la familia.

Con esta descripción pareciera un sofocante drama, pero la principal virtud de esta película es la forma como su directora sabe construir con gran riqueza y sutileza este micro universo que podría darse en cualquier parte del mundo. El drama está, claro, aunque las actividades y ambiente propios del paseo familiar parecen quitarle peso, no obstante, la tensión siempre está en el aire, o agazapada en una situación trivial para saltar sobre los ánimos de un momento a otro.

Aunque desde la primera escena, cuando la joven está parada, dormida y desnuda frente al ascensor en medio de la noche, hay un conflicto que se impone y funge como articulador de un relato que no es de trama sino de ambientes, situaciones y relaciones, tal conflicto es ese momento de transición vital y existencial de Ana, quien parece resistirse a entrar al mundo de los adultos, pero que tampoco quiere seguir siendo tratada como una niña.

En la contraparte está su madre, quien padece las consecuencias de la situación de su hija. Aunque ella también se encuentra en un difícil umbral: marital, profesional y como madre. De ahí que la mirada que hace esta película de diversas facetas de la existencia se decanta por el punto de vista femenino desde estas dos perspectivas, donde los hombres son dibujados, sin saña o maledicencia, como controladores, inmaduros, descomprometidos e irresponsables, cuando no criminales.

A pesar del énfasis en estas dos miradas, se destaca en esta película el eficaz y envolvente trabajo coral de esta diversidad de personajes departiendo y chocando entre ellos. La concepción visual ayuda a esta ambigüedad, con bellas imágenes donde la luz y el encuadre se regocijan en este ambiente de descanso y lazos filiales, pero también con el ímpetu de una cámara que, con sus planos cercanos, focos y movimientos, denuncia la permanente tensión.

El acontecimiento final es tan impactante como trágico. Aunque se podría prescindir de él y la película seguiría diciendo casi lo mismo. Por otro lado, hay quienes lo podrían ver como el desenlace natural de una tensión siempre en crescendo. Ya cada espectador podrá decidir, incluso dependiendo de si es hombre o mujer, porque sin duda es un relato al que, además de todo, también le interesa el énfasis de género.